Murió una estrella

14. Mi pequeño guerrero.

Me desperté como en una mañana cualquiera; me vestí rápido, me lavé los dientes, saqué de mi cajón una barrita y pensaba que ya estaba lista para ir a entrenar con Oliver. Esa no sería nuestra primera sesión, ya que llevo meses entrenando con él para que pueda combatir y unirse a un equipo lo antes posible.

Cuando ya había cogido la chaqueta y estaba dispuesta a salir hacia el gimnasio, Alas entró apurado, se quitó la chaqueta y se sentó en la cama.

– M quiere hablar contigo, urgentemente.

– Espera, ¿qué?

– No me preguntes a mí, díselo a él.

Cuando Alas dijo eso, mi corazón dio un pequeño brinco. ¿Qué había hecho mal esta vez? Apreté los labios, soltando un suspiro antes de mirarlo con seriedad.

– ¿Y sabes dónde está?

– En su oficina. – Alas me lanzó una mirada que, aunque pretendía ser despreocupada, estaba claramente cargada de curiosidad. – Diría que te prepares. Ya sabes cómo se pone cuando algo no le gusta.

Con una mueca, asentí, dejé mi chaqueta en la silla y salí al pasillo. Mis pasos resonaban en el suelo metálico mientras avanzaba hacia la oficina de M, el jefe de nuestra unidad y una de las personas más intimidantes que conocía. Era raro que me llamara directamente, así que mi mente iba a toda velocidad, tratando de recordar si había hecho algo que pudiera haberlo enfadado.

Cuando llegué, respiré hondo antes de tocar la puerta.

– Adelante – dijo la voz firme de M desde el otro lado.

Abrí la puerta lentamente, y ahí estaba él, sentado tras un escritorio abarrotado de papeles, con su mirada fija en mí. Su ceño fruncido me dejó claro que esta no iba a ser una charla agradable.

– Mi querida Raina... – Su voz era seria, pero no levantaba el tono. Eso lo hacía más aterrador. – Siéntate.

Me senté en la silla frente a él, tratando de mantener la compostura.

– ¿Sabes por qué estás aquí? – preguntó sonriente.

Negué lentamente, aunque el nudo en mi estómago decía que no iba a tardar en descubrirlo.

– He recibido informes, Ren. Tus últimos movimientos han sido... – hizo una pausa, como si buscara la palabra adecuada – descuidados. La operación de anoche, por ejemplo. ¿Quieres explicarme por qué tardaste tanto en abrir la puerta de la cámara?

Mi rostro se calentó al instante. Claro, ese pequeño desliz no iba a pasar desapercibido.

– Bueno... Hubo un pequeño contratiempo. Me equivoqué de sala al principio, pero lo solucioné rápido.

– "Pequeño contratiempo". – M se inclinó hacia adelante, clavándome con su mirada. – ¿Sabes lo que hubiera pasado si alguien te hubiera encontrado? ¿Si hubieras activado una alarma? Hubiéramos perdido un gran botín.

Bajé la mirada, sintiéndome como una niña regañada.

– No volverá a pasar – murmuré.

– Espero que no – respondió, acostándose en su silla con un suspiro. – Porque no quiero tener que perderte, Raina. – entrecerró los ojos, juzgándome. – Veía potencial en tí, Raina, no estropees eso.

Tragué saliva sonoramente, y asentí despacio. Comencé a cuestionarme si su don sería oler el miedo.

– A, y por favor, no pienses que esto es alguna clase de entretenimiento. Aquí hay mucho en juego.

El se levantó y abandonó la sala. Dejándome ahí sola, con mis pensamientos.

– Eso significa que te retires, gracias. – dijo mientras se alejaba hacia otra sala.

Me levanté y me dirigí hacia el gimnasio, iba a entrenar a Oliver, y no iba a dejar que nadie le dijera lo que me acaban de decir a mí.

Llegué al gimnasio intentando sacudir de mi mente las palabras de M, pero era como si estuvieran grabadas a fuego en mi cabeza. La imagen de su mirada severa y sus palabras, que parecían más un ultimátum que un consejo, seguían rondándome. Sin embargo, tenía algo que me anclaba al presente: Oliver. Ese niño de ocho años, con su entusiasmo contagioso y su eterna sonrisa, era un recordatorio de que lo que hacía tenía un propósito.

Cuando entré, Oliver ya estaba allí, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, jugueteando con los cordones de sus zapatos. En cuanto me vio, su rostro se iluminó como si acabara de ver el sol tras días de lluvia.

– ¡Ren! – exclamó mientras se levantaba de un salto. – Llegas tarde, ¿te comiste otra de esas barritas horribles?

Me reí, aunque era una risa automática, sin mucho entusiasmo. Oliver no pareció notarlo y se acercó corriendo, con las manos en la cintura, imitando una pose de "entrenador serio".

– Bueno, señorita, ¿lista para que te enseñe cómo se hace?

– Claro, claro. – Intenté devolverle una sonrisa. – Pero recuerda, soy yo la que te entrena, no al revés.

Oliver río mientras corría hacia un saco de boxeo y le daba un par de golpes con las manos pequeñas y enérgicas.

– Mira esto, Ren. ¡Uno, dos, tres! – Dijo mientras lanzaba una combinación de golpes que había practicado hasta el cansancio.

Aplaudí suavemente.

– Muy bien, campeón. Ahora ven aquí, vamos a trabajar en tu postura.

Mientras lo guiaba, ajustando sus pies y corrigiendo cómo levantaba los puños, mi mente seguía vagando hacia la oficina de M, recordando cómo su mirada había atravesado cada capa de mi confianza. No podía dejar de pensar en lo mucho que había en juego, en el peso de las expectativas que parecían aplastarme desde todos los ángulos.

– ¿Ren? – La voz de Oliver me sacó de mis pensamientos.

– ¿Qué pasa? – respondí, intentando sonar despreocupada.

Oliver me miró con sus grandes ojos llenos de preocupación, algo poco habitual en él.

– Estás rara hoy. No sonríes tanto como siempre. ¿Estás bien?

Por un momento, me quedé sin palabras. No quería cargar a un niño de ocho años con mis problemas, pero su mirada era tan honesta y sincera que no podía simplemente fingir que todo estaba bien.

– Solo tengo muchas cosas en la cabeza, Oli. Pero no te preocupes, no es nada que no pueda manejar.

Oliver frunció el ceño, claramente no convencido, y luego, en un movimiento que casi me hizo reír de ternura, se subió a un banco cercano, estirándose para quedar casi a mi altura, y me abrazó por los hombros.




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