El gimnasio olía a sudor y metal frío. El eco de mis pasos resonó por toda la sala mientras avanzaba hacia el centro. Allí, en medio de todo, estaba Oliver, dando pequeños saltos con los puños levantados, como si ya estuviera en medio de una pelea imaginaria.
– ¡Uno, dos, uno, dos! – decía mientras lanzaba golpes al aire con toda la fuerza que su pequeño cuerpo podía reunir.
Me crucé de brazos, apoyada contra la pared, observando su técnica. No era mala… para un niño de ocho años. Sus pies estaban mal posicionados, y su gancho derecho era demasiado amplio. Con un suspiro, me empujé de la pared y caminé hacia él.
– ¿Qué es eso, campeón? – pregunté con tono severo. – ¿Estás peleando contra fantasmas o qué?
Oliver se detuvo en seco y se giró hacia mí con una sonrisa traviesa. Tenía las mejillas ligeramente sonrojadas por el esfuerzo.
– ¡No son fantasmas! ¡Son... Son enemigos invisibles! Y les estoy ganando – respondió mientras volvía a golpear el aire con energía renovada.
– Enemigos invisibles, ¿eh? – le revolví suavemente el pelo. – Pues esos ‘enemigos’ te están haciendo quedar en ridículo. Estás dejando todo tu lado derecho expuesto. Si yo fuera uno de ellos, ya te habría noqueado tres veces.
Él frunció el ceño, hinchando los mofletes como si estuviera ofendido, pero no se dio por vencido.
– ¡No es cierto! ¡Estoy practicando mi estilo secreto!
– Ah, ¿el estilo de "dar pena"? – me burlé mientras me agachaba para quedar a su altura. – Vamos, Oliver. Sin excusas. Empieza desde la posición inicial. Pies firmes, espalda recta y los codos pegados al cuerpo. ¿Cuántas veces te lo tengo que repetir?
– ¡Pero así no se ve guay! – protestó, cruzando los brazos con un puchero.
– ¿Guay? – Le di un golpecito en la frente con el dedo. – ¿Te importa verte "guay" o ganar? Porque te aviso, los "guays" son los primeros en caer.
Su expresión se endureció, y eso me hizo sonreír por dentro. Sabía cómo encender su competitividad.
– ¡Ganar! Quiero ganar – dijo con determinación, enderezándose de inmediato. – ¡Enséñame otra vez!
– Así me gusta. – Me puse en posición frente a él. – Mira. Pies separados a la altura de los hombros, un poco de inclinación hacia adelante. No estés tan rígido o perderás movilidad. Manos arriba. No me importa si tienes las muñecas pequeñas, esas manos tienen que proteger tu cara. ¿Entendido?
Oliver asintió, sus ojos grandes y atentos, siguiendo cada uno de mis movimientos como si estuviera observando una lección sagrada.
– ¡Sí, entendido, capitana! – exclamó con una energía renovada.
– No soy tu capitana – respondí mientras me colocaba detrás de él, tomando sus hombros para corregir su postura. – Soy la persona que te va a hacer sudar hasta que ese ego de "guay" desaparezca. ¿Listo para eso, soldado?
– ¡Sí, señorita Capitana Rosa Escarlata! – se burló con una gran sonrisa.
– "Capitana Rosa Escarlata"... – murmuré, entrecerrando los ojos. – Me las vas a pagar por eso, pequeño. ¡Vamos! ¡Empieza con los golpes de práctica! ¡Izquierda, derecha, gancho, gancho, rodillazo! ¡Rápido, antes de que los enemigos invisibles te atrapen!
Oliver soltó una carcajada, pero obedeció. Sus movimientos eran un desastre al principio, pero no importaba. Su entusiasmo era lo importante. Se concentró, imitando mis pasos con mayor precisión. Yo seguía corrigiéndolo con palabras firmes y algún que otro empujón en los hombros cuando se desbalanceaba.
– Izquierda. ¡No, esa no! ¡La otra izquierda! – grité.
– ¡Tengo dos izquierdas! – protestó, golpeando al aire con fuerza.
– ¡No tienes dos izquierdas, tienes dos pies torpes! ¡Concéntrate, Oliver!
– ¡Mis pies no son torpes, son legendarios! – gritó mientras lanzaba un gancho torcido que casi lo hace caer de lado.
– Sí, legendariamente malos – me burlé, ayudándolo a recuperar el equilibrio. – Pero eso se puede arreglar. Otra vez. Desde el principio. ¿Cuántas veces, Oliver?
– ¡Hasta que salga bien! – respondió con voz fuerte.
– Eso es, campeón. No hay atajos – le dije, y esta vez noté cómo sus golpes eran más firmes, más controlados. Sonreí para mí misma. Este chico era duro, tenía madera para esto.
El entrenamiento continuó durante media hora más. Se notaba el cansancio en cada golpe que daba. Su respiración se volvió más rápida, y el sudor comenzaba a resbalarle por la frente. Pero nunca se quejaba, no mientras yo estuviera delante. Lo respetaba por eso.
– Ren… – dijo de repente, bajando los brazos mientras respiraba con dificultad.– ¿Puedo preguntarte algo?
– Si puedes lanzar cinco golpes más sin quejarte – respondí mientras miraba el reloj en la pared.
– ¡Puedo! ¡Mira! – lanzó cinco golpes rápidos, cada uno más débil que el anterior, pero lo intentó. Luego se apoyó en las rodillas, jadeando como si hubiera corrido una maratón.
– Vale, pregunta – le dije, tirando de su camisa para que se pusiera de pie. – Pero si es una tontería, me debes diez flexiones.
– No será una tontería – aseguró, y su rostro se puso serio, más de lo que esperaba. – ¿Crees que yo... que yo también podré tener magia como tú?
Mi cuerpo se tensó por un momento. No esperaba esa pregunta. Bajé la mirada hacia él. Sus ojos me observaban con algo más que curiosidad: había esperanza.
– Eso no se sabe, Oli – respondí, colocándome de cuclillas para estar a su altura. – La magia no aparece porque la quieras. A veces, simplemente... está ahí, esperando el momento adecuado.
– ¿Y cómo sabes si la tienes? – preguntó, inclinando la cabeza hacia un lado.
– La sientes – respondí con una sonrisa. – No es algo que puedas ver ni tocar, pero cuando está ahí, lo sabes. Se siente como... como si algo dentro de ti despertara de golpe. Como si te dijera "Oye, aquí estoy".
– ¿Como una alarma? – preguntó, frunciendo el ceño.
– Algo así – respondí, riendo por lo simple que lo había puesto. – Pero no hay prisa, Oliver. No tienes que ser como yo ni como nadie más. Eres tú, y eso ya es suficiente.