Murió una estrella

24. Creo que he murto.

Las escaleras parecían interminables, una espiral que se retorcía sin cesar, conduciéndome a través de la penumbra opresiva de aquel castillo. Cada escalón era un desafío que me empujaba más hacia lo desconocido, un laberinto vertical en el que la única constante era la sensación de que las sombras me vigilaban. El lugar parecía tan vivo como ominoso, como si los muros mismos respiraran en un ritmo tenue, apenas perceptible, pero lo suficientemente inquietante como para helarme la sangre.

Con cada paso que daba, los muros parecían cerrarse más sobre mí, el aire tornándose más asfixiante, más denso, como si la piedra misma se empeñara en aprisionarme. El eco de mis pisadas reverberaba como un tambor lejano, deslizándose por las paredes curvas, repitiéndose una y otra vez en un ciclo sin fin, recordándome lo sola que estaba. Ese sonido, que al principio me había parecido reconfortante, un indicio de movimiento en un lugar tan vacío, comenzó a transformarse en un recordatorio de mi fragilidad, una especie de burla persistente que no me dejaba escapar.

El musgo húmedo cubría las paredes, una película verdosa y viscosa que desprendía un olor penetrante y agrio, como el de la tierra mojada que ha permanecido demasiado tiempo sin tocar la luz del sol. A medida que ascendía, ese olor se volvía más fuerte, invadiendo mis fosas nasales hasta el punto de provocarme arcadas. Toqué la pared por instinto, intentando buscar apoyo cuando tropecé levemente con un escalón desgastado, y mis dedos se hundieron ligeramente en la capa resbaladiza. Sentí un escalofrío recorrerme al ver cómo el verde oscuro, casi fluorescente en la tenue luz, se pegaba a mi piel. Me limpié apresuradamente la mano en mi pantalón, con una sensación de urgencia irracional, como si aquel musgo pudiera transmitir algo más que simple suciedad.

El aire, denso y pesado, parecía envolverme como un paño húmedo, dificultando cada inhalación. Respirar se convirtió en un esfuerzo deliberado, como si el oxígeno fuera un recurso escaso en aquel lugar. Mis pasos se volvieron más torpes a medida que subía; los escalones, erosionados por el tiempo y cubiertos de humedad, hacían que mis pies resbalaran ligeramente. Cada avance requería una concentración exhaustiva, un cálculo minucioso para no perder el equilibrio. Pero mis músculos, agotados por la acumulación de esfuerzo y la presión creciente en mi pecho, comenzaban a fallar.

El sonido de gotas de agua cayendo resonaba desde algún lugar lejano, un goteo constante que se entremezclaba con mi respiración entrecortada. Ese ritmo monótono se convirtió en un telón de fondo casi hipnótico, una especie de metronomo que marcaba el paso del tiempo, aunque allí abajo el tiempo parecía no existir. Cada vez que me detenía para recuperar el aliento, apoyaba una mano contra la pared, sintiendo la textura rugosa del musgo bajo mis dedos, como un recordatorio de que aún estaba atrapada en esa pesadilla.

Finalmente, cuando el cansancio y la opresión amenazaban con doblegarme por completo, una tenue luz comenzó a filtrarse desde arriba. El brillo, aunque débil, fue suficiente para darme una chispa de esperanza, un impulso que me hizo acelerar el paso. Mi corazón latía con fuerza, una mezcla de anticipación y miedo ante lo que podría encontrar al final de aquel ascenso. Pero la última curva me dejó sin aliento, y no por el esfuerzo físico.

Frente a mí se extendía una sala vacía, desprovista de cualquier mueble o decoración, salvo por un pedestal de piedra que ocupaba el centro. La luz que descendía desde un tragaluz lejano iluminaba el espacio de forma desigual, dejando la mayor parte del lugar sumido en sombras. Aquel pedestal parecía tan antiguo como el castillo mismo, y aunque en un principio pensé que podría albergar algo importante, estaba vacío.

La frustración comenzó a acumularse en mi interior. Me acerqué al pedestal con pasos inseguros, el eco de mis movimientos resonando en la inmensidad de la sala. Pasé mis dedos por su superficie áspera, buscando inscripciones, marcas, cualquier indicio de que mi búsqueda no había sido en vano, pero no encontré nada. La textura fría y desgastada de la piedra era lo único que respondía a mi contacto, como un testigo mudo de los años de abandono.

Miré a mi alrededor, intentando encontrar algún rastro, una señal, algo que explicara el propósito de aquel lugar. Pero no había nada. Las paredes, altas y monolíticas, se alzaban sin interrupciones, como si quisieran sellar el lugar de cualquier intrusión. El silencio era abrumador, tan absoluto que cada uno de mis movimientos sonaba ensordecedor. Intenté calmar mi respiración, pero incluso eso parecía demasiado ruidoso en comparación con la quietud sepulcral que impregnaba el ambiente.

Fue entonces cuando ocurrió. Una punzada aguda atravesó mi pecho, como si algo invisible hubiera clavado una garra en mi interior. La sensación era tan intensa que me tambaleé, llevándome una mano al corazón mientras intentaba recuperar el aliento. Pero el dolor no cedía; al contrario, se intensificaba con cada segundo que pasaba. Mi respiración se volvió errática, una sucesión de jadeos desesperados que apenas lograban llenar mis pulmones.

Mis piernas flaquearon, y caí de rodillas, el impacto resonando débilmente en la sala vacía. Sentí el sudor frío correr por mi frente mientras el mundo comenzaba a girar a mi alrededor. Intenté mantenerme consciente, aferrarme a algo tangible, pero mi visión se nubló, y la oscuridad me envolvió como un manto pesado e ineludible.

Y entonces, un ruido me sacó de mi aturdimiento. Algo cayó al suelo con un golpe seco, un sonido que resonó con fuerza en el vacío. Me giré lentamente, aún tambaleándome, y mis ojos se dirigieron hacia el tragaluz. Antes de poder discernir lo que había pasado sentí algo que me empujaba, un destello de luz me cegó, y el mundo pareció desmoronarse bajo mis pies.

Caía.

El vacío me envolvía como un abismo sin fin, y el aire frío golpeaba mi rostro, cortándome la piel con su intensidad. La velocidad con la que descendía hacía que cada fibra de mi cuerpo se tensara, pero al mismo tiempo, sentía que todo se ralentizaba, como si el tiempo mismo se retorciera para prolongar mi caída. Intentaba gritar, pero el sonido no salía, atrapado en mi garganta junto con el pánico que me invadía. Mi cuerpo giraba de forma descontrolada, y el mundo a mi alrededor se convertía en un torbellino de sombras y destellos que se entremezclaban sin orden ni sentido.




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