Murió una estrella

25. La vida criminal no es como en las películas.

El frío es lo primero que siento. Se filtra a través de mi piel como garras invisibles, penetrando hasta los huesos, envolviéndome en una oscuridad helada. Mi cabeza late con un dolor sordo, un tamborileo insistente que acompaña el sonido del agua goteando en algún rincón de este lugar. El aire huele a humedad rancia y piedra vieja, a hierro oxidado y desesperación.

Intento mover los dedos primero. Luego las muñecas. El más leve gesto hace que mis músculos protesten, rígidos y agarrotados como si hubieran estado demasiado tiempo sin usarse. Mi garganta está seca, pastosa, y cuando trago, siento el rastro de sangre en mi lengua.

No estoy muerta. Pero por la forma en que mi cuerpo duele, no me sorprendería descubrir que lo estuve por un rato.

Abro los ojos con un parpadeo lento y pesado. Lo primero que veo es la piedra gris de la pared frente a mí, cubierta de musgo en las esquinas, con fisuras tan profundas que parecen cicatrices. La tenue luz de una antorcha se filtra a través de los barrotes gruesos y oxidados de la celda, proyectando sombras largas y oscilantes sobre el suelo de piedra húmeda.

Estoy en una mazmorra.

El aire es sofocante, la quietud aplastante. Solo el eco distante del agua es testigo de mi despertar.

Un escalofrío recorre mi espalda cuando intento incorporarme. Cada músculo protesta, cada articulación cruje, pero consigo arrastrarme hasta sentarme contra la pared helada. Me llevo una mano a la frente, tratando de recordar cómo llegué aquí.

Fragmentos de memoria emergen en mi mente como un rompecabezas desordenado. El caos de la Unidad. Gritos. Explosiones. Las sombras de nuestros cuerpos moviéndose entre el humo y la sangre. Luego, el impacto. La oscuridad. Nada más.

Una voz rompe el silencio.

—Vaya, por fin despiertas.

El sonido es familiar, como una chispa en medio de la penumbra. Parpadeo y giro la cabeza lentamente hacia la celda de enfrente.

Alastor está sentado contra los barrotes, con los brazos cruzados sobre su pecho y una pierna estirada, la otra flexionada. La luz trémula de la antorcha resalta su cabello oscuro, y aunque su expresión es despreocupada, sus ojos no dejan de analizarme.

Hay algo en su mirada que no me gusta. Algo tenso, algo contenido, como si hubiera estado esperando este momento durante demasiado tiempo.

Intento hablar, pero lo único que sale de mi garganta es un susurro áspero, un sonido tan débil que apenas parece mío. Trago saliva e intento de nuevo.

—¿Cuánto tiempo…?

Cada palabra raspa mi garganta como papel de lija.

—Un día, más o menos —responde Alastor, inclinando la cabeza hacia un lado, observándome con esa mirada astuta que nunca parece desaparecer de su rostro—. Difícil decirlo aquí abajo.

Un día.

El pensamiento se desliza por mi mente con el peso de una piedra, hundiéndose lentamente en mi conciencia.

Me muevo con cautela, probando la movilidad de mis piernas, de mis brazos. Cada músculo se queja, pero consigo arrastrarme un poco más cerca de los barrotes. El aire que se cuela entre ellos está viciado, denso con el olor de piedra mojada y metal oxidado.

Mis ojos recorren el reducido espacio de mi celda. No hay más que una losa de piedra en un rincón que debe hacer las veces de cama y un cubo en la otra esquina. Me envuelve una sensación de claustrofobia, como si el techo fuera a venirse abajo en cualquier momento, como si estas paredes fueran a cerrarse sobre mí.

Intento ignorarlo. Intento concentrarme en algo más.

—¿Dónde están los demás? —pregunto, con la voz todavía quebrada.

Por un momento, Alastor no responde. Se limita a observarme, tamborileando los dedos contra su rodilla con un ritmo irregular, como si estuviera pensando en cómo formular su respuesta.

Y entonces, con la misma ligereza con la que podría comentar el clima, dice:

—Se piraron.

La palabra se siente como un golpe en el estómago.

—¿Cómo que se piraron?

Su expresión no cambia.

—Cuando todo se fue al carajo, cada quien tomó su camino. No sé si están vivos o muertos.

La mazmorra se siente más fría de repente.

Mi respiración se vuelve más lenta, más pesada.

Me aferro a los barrotes con fuerza, sintiendo el hierro rugoso y oxidado bajo mis dedos. La frustración se enrosca en mi pecho, mezclada con una punzada de traición, con un miedo latente que me dice que tal vez nunca volveré a verlos.

Pero no hay tiempo para eso.

No hay tiempo para lamentarse.

—Nos largamos de aquí —digo, mi voz más firme de lo que me siento por dentro.

Alastor levanta una ceja, pero no parece sorprendido.

—Eso estaba esperando.

El frío de la piedra se filtra a través de mis ropas raídas mientras me arrodillo frente a los barrotes de mi celda. Mis dedos recorren la superficie metálica, sintiendo la aspereza del óxido acumulado con los años. El aire es denso, cargado de humedad y ese hedor rancio que solo tienen los lugares donde la desesperación se ha asentado por demasiado tiempo.

Cierro los ojos y exhalo lentamente.

Respiro.

Siento.

El metal es viejo, pero fuerte. Resistente. Hecho para contener a personas como yo. Personas con habilidades que no deberían existir. Pero yo no soy una prisionera cualquiera, y estos barrotes no son más que otro material esperando a ser moldeado.

Deslizo mis palmas sobre ellos y dejo que mi don se extienda, que se filtre en cada pequeña partícula de hierro y las haga suyas. Siento la vibración en mis huesos, el zumbido familiar que recorre mi piel cada vez que ejerzo mi voluntad sobre la materia. No intento forzarlo. No intento romperlo.

Lo convenzo de que cambie.

El metal cruje en un susurro ahogado, un sonido bajo que apenas corta el silencio opresivo de la mazmorra. Bajo mis manos, los barrotes tiemblan, reacomodándose con lentitud, como si despertaran de un sueño profundo. Y entonces, empiezan a moverse.




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