Las calles se estiran como venas rotas bajo la luz mortecina de las farolas. El aire huele a lluvia estancada, a basura vieja y a algo más, algo agrio y metálico que prefiero no identificar. Mis botas chapotean en charcos sucios mientras seguimos a Alas a través de un laberinto de callejones que parecen todos iguales.
No sé en qué momento dejamos atrás la parte más transitada de la ciudad, pero ahora todo es más estrecho, más oscuro. Las sombras se adhieren a las paredes como moho. En las ventanas de los edificios cercanos parpadean luces tenues, algunas titilando con la intermitencia de un circuito defectuoso. Voces apagadas y risas ahogadas se filtran desde puertas entornadas. El sonido de una televisión vieja retumba desde algún piso alto, junto con la música amortiguada de una radio desafinada.
Este sitio es una madriguera. Un rincón de la ciudad donde el mundo parece haberse olvidado de su existencia.
—Dime que no vamos a morir aquí —murmuro.
—No prometo nada —responde Alas, con su tono despreocupado de siempre.
Nos detenemos frente a un bloque de apartamentos que se alza entre dos edificios igual de destartalados. Trece pisos de hormigón sucio, con balcones oxidados y ventanas cubiertas por cortinas raídas. La luz de la entrada parpadea, como si estuviera en las últimas.
Alas saca un manojo de llaves de su bolsillo y empieza a rebuscar entre ellas.
—¿De que son tantas llaves? — pregunto, cruzándome de brazos.
Él ni siquiera deja de buscar cuando responde:
—Ni sé ni quiero saberlo.
Fantástico.
Finalmente, encuentra la correcta y la introduce en la cerradura. La puerta se abre con un chirrido agónico, revelando un vestíbulo lúgubre con un par de sillas cojas y un ascensor con las puertas torcidas. Una cucaracha cruza el suelo a toda velocidad antes de desaparecer bajo un montón de correspondencia abandonada.
—Qué acogedor —comento, con el tono más seco que puedo reunir.
—Tienes que saber apreciar el encanto del lugar.
—¿Dónde? ¿Debajo de la mugre?
—Exacto.
Me lanza una sonrisa y avanza por el pasillo, ignorando el ascensor por completo. Le sigo sin preguntar. No hace falta. Sé que no funciona. Un edificio como este no gasta dinero en lujos como el mantenimiento.
Subimos las escaleras.
El aire es denso aquí, cargado con el olor de tabaco viejo, fritanga y humedad. Cada escalón cruje bajo nuestros pies, como si el edificio se quejara por nuestro peso.
Cuando finalmente llegamos al séptimo piso, siento las piernas pesadas. Alas ni siquiera parece cansado cuando se detiene frente a la puerta del apartamento 7B y repite el ritual de las llaves.
La puerta se abre con otro chirrido.
Lo primero que noto es el olor. No es desagradable, pero es… particular. A ropa lavada, a café viejo y a algo ligeramente metálico.
El apartamento es pequeño, apenas un espacio que parece aún más reducido por la forma en la que todo está distribuido.
Alas se gira hacia mí con una sonrisa orgullosa.
—Bienvenida a tu nuevo hogar. – Dice él rodeándome los hombros con el brazo
Levanto una ceja.
—¿Esto es una amenaza?
—Por favor, admira la arquitectura. No todos los días ves una obra maestra del minimalismo forzado.
No sé si reírme o salir corriendo.
El tour comienza.
—Esto de aquí —dice, señalando un sofá viejo con el tapizado desgastado— es el salón. O, como me gusta llamarlo, la zona de almacenamiento temporal.
Efectivamente, hay ropa amontonada sobre los cojines, junto con un par de libros abiertos boca abajo y una taza con restos de café seco en la mesa baja.
– Y eso de ahí es la tele, tenemos plataformas como netflix gracias al vecino de arriba – Señala al techo y me guiña un ojo – Y el wifi también es suyo.
Coje un poco de ropa y la mete debajo de un cojín, como si eso disimulara algo.
—A la derecha —sigue, moviéndose hacia una encimera diminuta— está la cocina. Perfecta para alguien que no cocina.
Abro un armario por instinto y me encuentro con un paquete de galletas abierto, dos latas de atún y un bote de café instantáneo.
—Esto no es una cocina. Esto es una despensa con complejos de grandeza.
—Aprecio que lo veas así —dice él, apoyándose en la encimera con una sonrisa. – Pero es porqué no has visto el cajón sagrado aún.
Abre un cajón lleno de folletos con ofertas de restaurantes de comida a domicilio.
– ¿Ves? ¿Quién quiere saber cocinar si hay gente que te la trae?
– Por suerte, yo sí que sé cocinar.
Deja escapar un suspiro de alivio, y sigue avanzando, se detiene frente a una puerta entreabierta.
—Ahora, la habitación principal.
Empuja la puerta con el pie y me deja ver el interior.
Es… pequeña. Muy pequeña. Apenas cabe una cama individual pegada a la pared, con una colcha revuelta encima y un único cojín con aspecto de haber sido aplastado muchas veces. Hay una ventana diminuta con una cortina medio caída y una cómoda con más ropa apilada encima.
—¿Y la cama extra? —pregunto, cruzándome de brazos.
Alas sonríe, demasiado satisfecho.
—No hay.
Le miro en silencio. Él me sostiene la mirada con la expresión más inocente que puede poner, que no es nada inocente.
—Voy a dormir en la cama —dice, encogiéndose de hombros— y tú puedes elegir.
—¿Elegir qué?
—Si quieres dormir conmigo o si prefieres el sofá.
Le suelto una carcajada seca.
—Dime que es broma.
—Yo nunca bromeo con cosas serias.
—Alas.
—Ren.
Nos quedamos en silencio. Su sonrisa no desaparece.
Carraspeo, ignorando la forma en la que mi cara se calienta.
— Enseñame el baño.
Él suelta una risita antes de señalar la última puerta.
—Aquí está la segunda joya del apartamento.
La abre con dramatismo.
El baño es… funcional. Pequeño, con un lavabo diminuto lleno de botes de colonia y un espejo con los bordes algo oxidados. La ducha tiene una cortina medio descorrida, dejando ver un par de toallas colgadas en la pared. El inodoro está limpio, lo que es un alivio, aunque el suelo tiene una mancha sospechosa en la esquina.