Murió una estrella

27. Mercado de los traumas.

La rutina se asienta de una manera extrañamente cómoda. Despertar en el mismo apartamento, discutir sobre quién usa la ducha primero, pelear por el último trozo de pan en el desayuno… y, de alguna forma, siempre terminar la noche compartiendo la misma cama.

No me doy cuenta de cuánto tiempo ha pasado hasta que abro la nevera y encuentro más aire que comida.

—Alas… —lo llamo, con un tono que deja claro que no traigo buenas noticias.

Desde el sofá, él levanta la vista del mando que está arreglando.

—¿Sí?

Me giro hacia la nevera abierta y extiendo un brazo, como si con ese gesto pudiera explicarlo todo.

—No hay comida.

Él frunce el ceño, se pone de pie y se acerca para comprobarlo por sí mismo. Mira el interior de la nevera durante unos segundos antes de encogerse de hombros.

—Pues sí, no hay comida.

pongo los ojos en blanco.

—Gracias por la observación, genio. ¿Qué hacemos?

Alas se apoya en la encimera, pensativo.

—Podríamos pedir algo.

—No podemos vivir a base de pizza.

—Podríamos intentarlo.

Le lanzo una mirada de advertencia.

—No. Vamos a hacer una compra decente.

Él pone cara de sufrimiento.

—¿Salir? ¿Caminar? ¿Cargar bolsas?

—Sí, exactamente eso.

Se cruza de brazos.

—Podríamos simplemente robar algo.

—No vamos a robar comida, a menos que quieras que nos encuentre alguien de la unidad.

Pone los ojos en blanco, pero al ver mi expresión, suspira con resignación.

—Está bien, está bien. ¿A dónde quieres ir?

Pienso por un momento. Hay mercados más cercanos, supermercados con todo ordenado en estanterías impecables… pero no.

—Conozco un sitio.

Él alza una ceja.

—Eso suena sospechoso.

Sonrío con un deje de nostalgia.

—Es un mercado donde solía ir mucho antes. Está un poco lejos, pero es barato y tienen de todo.

—¿Antes? ¿Antes de qué?

—Antes de entrar a la unidad.

—Ooooh, ¿ahí aprendiste a robar? —dice apoyando las manos en las rodillas y agachándose como si fuera una niña pequeña.

Lo fulmino con la mirada.

—No empecé a robar en un mercado, idiota.

—¿Ah, no? ¿Entonces dónde?

—Eso no es de tu incumbencia.

Alas sonríe con suficiencia y se irgue de nuevo, cruzándose de brazos.

—O sea que sí empezaste ahí.

—No he dicho eso.

—Pero tampoco lo has negado.

Suelto un suspiro exasperado y cierro la nevera de un empujón.

—Da igual. ¿Vienes o no?

—¿Tengo opción?

—No.

Se pasa una mano por el pelo, como si de verdad estuviera considerando si negarse. Pero ambos sabemos que al final terminará cediendo.

—Está bien, está bien. Vamos a tu mercado misterioso.

Lo miro de reojo mientras cojo un par de bolsas reutilizables y me las cuelgo del brazo.

—Si vas a estar quejándote todo el camino, te dejo en casa.

Él alza las manos en señal de rendición.

—No me quejaré.

—Eso ya lo veremos.

Salir del apartamento siempre es un pequeño desafío. Primero, porque hay que bajar siete pisos por las escaleras debido al ascensor que no funciona. Y segundo, porque Alas siempre encuentra alguna razón para distraerse antes de salir.

—Espera, se me olvidó la navaja.

—¿Para qué necesitas una navaja en un mercado?

—No es para el mercado, es por si nos intentan asaltar.

—Tú eres el que parece un asaltante.

—¡Exacto! Tengo que defender mi imagen.

pongo los ojos en blanco mientras lo veo revolver su chaqueta en busca del arma.

Cuando finalmente salimos del edificio, nos recibe el aire cargado de la ciudad, con ese aroma a humo, comida frita y algo más difícil de identificar.

—Bien, ¿cómo vamos? —pregunta Alas, metiendo las manos en los bolsillos.

—Caminando.

Su cara es un poema.

—¿Caminando?

—No tenemos coche y no vamos a gastar dinero en transporte.

—Me suena a tortura.

—Lo superarás.

Empezamos a avanzar por las calles, con el sonido de bocinas y voces como telón de fondo. Me sorprende lo rápido que me acostumbro a caminar con él al lado, a su presencia constante, a la forma en la que se asegura de estar siempre medio paso detrás de mí, como si quisiera vigilar mis espaldas sin que se notara demasiado.

Es extraño. Cómodo, pero extraño.

—Así que… —dice después de unos minutos en silencio—. ¿Qué tiene de especial este mercado?

Me encojo de hombros.

—Simplemente tiene de todo. Es grande, hay buenos precios y es más caótico que los supermercados normales.

—¿Más caótico? Genial. Mi lugar favorito.

Suelto una risa baja.

—Aguanta hasta que lleguemos.

El mercado está a unas diez calles de distancia, lo suficientemente lejos como para que Alas empiece a quejarse de verdad.

—Si me haces caminar más de esto, voy a necesitar un masaje en los pies.

—Ni lo sueñes.

—Eres cruel, Ren.

Lo ignoro y seguimos avanzando, esquivando puestos callejeros y gente que va demasiado rápido. Cuando doblamos la última esquina, el mercado aparece ante nosotros: una gran explanada de pasillos improvisados con toldos de colores desparejados, donde se vende de todo, desde comida fresca hasta herramientas oxidadas. El sonido del regateo llena el aire, y el olor a especias y fritura se mezcla con el calor de los cuerpos moviéndose de un lado a otro.

Alas silba, impresionado.

—Definitivamente parece un sitio en el que te criarías.

—No sé si tomar eso como un insulto o un cumplido.

—Las dos cosas.

pongo los ojos en blanco y le doy un suave empujón en el brazo antes de adentrarnos en el mercado.

Nos sumergimos en el caos del mercado, esquivando puestos abarrotados y a los vendedores que gritan sus ofertas con voces entrenadas para imponerse sobre el ruido ambiente. Hay un bullicio constante, una sensación de desorden orquestado que me resulta extrañamente familiar.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.