Me incorporé con lentitud, cada movimiento una batalla contra un cuerpo que aún recordaba el caos reciente. Los músculos, tensos como cuerdas al borde de romperse, protestaban en un lenguaje que solo el dolor entendía. La tierra se despegaba de mis manos en grumos pesados, húmedos, como si se aferrara a mí en un último intento de retenerme en su abrazo áspero. El aire era una cosa viva, cargado de una electricidad latente, esa que se esconde tras las tormentas, agazapada en el silencio, colándose entre las costillas, enroscándose en los huesos. Nada se había calmado realmente. Lo sabía en mi piel, en la vibración casi imperceptible que se arrastraba bajo la superficie. Esto no era la paz. Era la pausa. El suspiro del mundo antes de volver a rugir. Pero en mí, más allá del miedo, más allá del temblor y la incertidumbre, había algo más. Algo nuevo. Una chispa silenciosa. Determinación.
—¿Aire? —repetí con escepticismo, cruzando los brazos sobre el pecho como si ese gesto pudiera contener el torbellino que se agitaba en mi interior—. No soy un ventilador, Alas.
Él alzó una ceja, su expresión marcada por una paciencia que bordeaba lo celestial o lo condenadamente fastidioso. Una de esas que sólo poseen los que han visto demasiado y han sobrevivido para contarlo.
—Aún no —dijo, y la media sonrisa que curvó sus labios tenía algo de presagio, algo de promesa—. Pero con suerte, aprenderás a mover más que solo brisas.
Se alejó de mí como si perteneciera más al bosque que a cualquier ciudad, sus pasos tan livianos que apenas alteraban la quietud de las hojas secas bajo sus botas. Se movía con la fluidez de quien conoce cada rincón del mundo, como si los árboles lo reconocieran y se apartaran para dejarle pasar. Al poco, recogió una rama caída, una simple pieza de madera rota y olvidada por el tiempo. Sin esfuerzo, con una naturalidad que me hizo apretar los dientes, la lanzó al aire, y por un segundo flotó como si lo desafiara a seguir jugándole con tan poco respeto.
Entonces me miró. Y su mirada fue un reto sin palabras. Un conjuro. Una puerta entreabierta hacia algo que yo ni siquiera sabía que anhelaba cruzar.
—Hazlo girar —ordenó con una voz baja pero firme, como si el mundo entero dependiera de ello—. No lo toques. Solo imagina que puedes. Que el aire es parte de ti. Una extensión de tu voluntad.
—Eso suena increíblemente vago —murmuré, buscando refugio en el sarcasmo. Pero el nudo en mi estómago traicionaba mi voz. Era demasiado real. Demasiado posible.
—Es que lo es —respondió con un encogimiento de hombros. Su sonrisa era tenue, pero no por ello menos devastadora—. Bienvenida al mundo de los poderes, donde nada tiene sentido y todo depende de ti.
Sus palabras quedaron suspendidas entre nosotros, vibrando en el aire como una nota que no terminaba de morir. Lo observé con desconfianza, pero algo en su tono, en su certeza, me obligó a volver la vista hacia la rama. Estaba allí, apenas a dos metros, inerte sobre un lecho de hojas muertas. Era sólo un trozo de madera. Y sin embargo, se sentía como un obstáculo imposible. Como una muralla levantada con siglos de duda.
Cerré los ojos.
Inhalé.
El aire me llenó, lento y profundo, arrastrando consigo el olor a tierra húmeda, a savia, a lo antiguo. Escuché el bosque. No con los oídos. Con el cuerpo entero. El crujido distante de una rama. El roce de una brisa lejana. El susurro de algo que no tenía nombre. Exhalé, y en ese aliento solté el miedo, el juicio, las voces que siempre me decían que no era suficiente.
No traté de mover el palo. No directamente. Mi atención se desvió hacia lo que lo rodeaba. El aire. Ese tejido invisible que lo envolvía, que lo tocaba incluso cuando nadie más lo hacía. Lo imaginé fluyendo como un río sin cauce, y mi conciencia se deslizó con él. Visualicé mis dedos extendiéndose más allá de la piel, transformados en hilos translúcidos, entrelazándose con la brisa, guiándola sin fuerza, sólo intención.
Y entonces, ocurrió.
Un zumbido, apenas perceptible, surgió a mi alrededor. No era sonido. No era viento. Era… presencia. El palo se movió. No voló, no giró en espiral como una danza mágica. Pero se desplazó. Rodó un poco sobre sí mismo, como si respondiera a una orden susurrada en un idioma que apenas comenzaba a aprender. Y luego, como burlándose de mi esfuerzo, se detuvo. Inmóvil. Silencioso.
Abrí los ojos.
La normalidad volvió a caer sobre mí con la pesadez de una piedra en el pecho. El palo seguía ahí, torcido sobre las hojas secas, movido apenas unos centímetros. Nada que no pudiera explicar el viento. Y sin embargo, algo dentro de mí sabía que no había sido el viento. Me sentí ridícula por haber creído, por haber esperado… algo. Pero también, por debajo de esa voz cruel que siempre me castigaba, había una certeza tenue. Había hecho eso. Yo.
—¿Eso fue… algo? —pregunté, incapaz de decidir si debía reír o rendirme ante la desesperanza.
Alas me observó por un largo momento. Y luego, sonrió. No con burla. No con piedad. Sino con algo que se sentía como verdad.
—Eso fue magia.
Y por primera vez en mucho, muchísimo tiempo, sonreí también.
No porque lo hubiera dominado. Sino porque, al fin, había sentido el eco de lo que podía llegar a ser.
El palo yacía quieto ahora, como un centinela silencioso, testigo de mi primer paso. El aire aún vibraba en torno a mí con una sutil energía que se negaba a disiparse. No era grande. No era deslumbrante. Pero era real. Y eso era suficiente para encender algo en mi interior que había estado dormido por demasiado tiempo. Algo primitivo. Salvaje. Libre.
—Eso fue magia —repitió Alas, esta vez en un susurro, como si no quisiera romper el frágil hilo que unía este momento con lo imposible.
Pero no era la magia de cuentos ni leyendas. No tenía la dulzura de un encantamiento infantil, ni la armonía de los antiguos conjuros. Esta magia era cruda. Bruta. Inestable. Una fuerza que vibraba bajo mi piel con la promesa de maravillas… y ruina. Me hacía sentir viva, sí, pero también peligrosamente al borde de mí misma. Como si un paso en falso bastara para desatar algo que no podría volver a encerrar.