Murió una estrella

3o. Lo que no se cuenta.

Despierto con la calidez del sol derramándose sobre mi rostro como una caricia lenta, y durante un segundo —uno de esos extraños, preciosos segundos en los que la mente todavía no recuerda lo que duele— creo que no ha pasado nada. Que sigo siendo solo una chica más, en una cama cualquiera, envuelta en sábanas que aún conservan el olor de alguien más. El aire está tibio, casi perezoso, como si el mundo decidiera tomarse la mañana con calma. Parpadeo, y el techo de madera, con sus vetas desgastadas por los años y el humo, me devuelve a la realidad.

Alas no está.

No es una sorpresa. Él rara vez se queda demasiado tiempo en la cama. A veces pienso que su cuerpo no sabe lo que es el descanso; que su alma lleva demasiado tiempo alerta como para confiarle del todo la quietud. Me giro, tanteando las sábanas aún un poco calientes, y escucho el tintinear suave de la loza en la cocina, acompañado por el rumor de algo burbujeando. Café, probablemente. No porque sea especialmente bueno haciéndolo, sino porque se niega rotundamente a admitir que yo lo preparo mejor. Es su manera de compensar.

Suspiro, y me obligo a incorporarme, dejando atrás el calor de la cama como quien deja una tregua momentánea. El suelo está frío bajo mis pies, la madera cruje con suavidad bajo mi peso, como si la casa misma saludara mi paso. Afuera, los árboles filtran la luz del sol en haces dorados que atraviesan las ventanas, dibujando patrones cambiantes sobre las paredes. El mundo, por un instante, parece en paz.

Camino hasta la cocina, descalza, el cabello aún enredado por el sueño y las sábanas. Alas está de espaldas, inclinado sobre la estufa, una taza en una mano y una sartén en la otra. Lleva esa camiseta vieja y desteñida que se niega a tirar —la que tiene un agujero en el hombro izquierdo y letras casi borradas que alguna vez dijeron algo como “No confíes en los dragones”. Su cabello está desordenado, y aún así parece más despierto que yo. Siempre parece más despierto que yo.

—¿Dormiste algo o decidiste luchar contra los dioses en sueños? —le pregunto, mi voz aún ronca de haber estado callada por horas.

Se gira apenas, ofreciéndome una taza ya preparada —con la cantidad exacta de azúcar que me gusta, aunque nunca se lo haya dicho en voz alta— y una sonrisa ladeada que apenas roza lo malicioso.

—Ambas. Pero gané, por si te lo preguntas. —Me estudia con un ojo entrecerrado, como si buscara signos de alguna batalla propia—. Tienes cara de haber discutido con el sol.

—Él empezó. —Bostezo y acepto la taza, soplando el vapor como si fuera a disolver mis pensamientos.

—Tenemos que comprar más café —murmura, sin mucha emoción, como si fuera parte de una lista interminable que nadie quiere escribir.

—¿Y yo soy la única que sabe dónde está el mercado o simplemente esperas que haga trueques con hojas secas y buena voluntad?

—Tienes una sonrisa convincente. Eso debería bastar.

—Hoy cocinas tú —le digo, con un tono que no admite réplica, aunque ambos sabemos que me dará pelea igual.

—¿Y eso por qué?

—Porque anoche yo fui la que casi incendia la cocina intentando hacer sopa.

—Fue una combustión controlada.

—Fue un grito y dos cubiertos derretidos.

Me río, por lo bajo, y el sonido me sorprende un poco. Hace meses, mi risa era una criatura tímida, esquiva. Ahora aparece sin que tenga que ir a buscarla. No siempre. Pero suficiente.

Me apoyo contra el marco de la puerta, la taza caliente entre las manos, y lo observo mientras termina de preparar algo que huele a pan tostado y especias. Afuera, los árboles se mecen con lentitud, y el día promete ser claro. Uno de esos días que parecen una pausa en medio de algo mucho más grande.

Y en esa cocina pequeña, con la luz colándose entre los cristales empañados, por un momento, no soy una fuerza inestable aprendiendo a controlar el viento. No soy la chica marcada por un pasado que aún no sé si quiero recordar del todo. Solo soy Ren.

—¿Cómo surgió el equipo? —pregunto de pronto, la voz saliendo más tranquila de lo que se siente en mi cabeza.

Alas alza una ceja, pero no deja de remover lo que sea que está cocinando. Su silueta, recortada por la luz que entra por la ventana, parece más relajada de lo habitual. O al menos lo suficiente como para que no lo sienta como un campo minado andante.

—¿Eso salió de la nada o llevas días ensayando la pregunta en la ducha?

—Llevo meses. Pero me ha tomado hasta ahora admitir que tengo curiosidad.

—¿Curiosidad o paranoia?

—¿Por qué no ambas?

Alas se ríe, y el sonido tiene ese tinte grave que me hace pensar en algo entre humo y madera vieja. Me mira de reojo, los ojos brillando con una chispa que nunca estoy segura si es diversión o peligro. A veces son ambas.

—¿Y qué versión quieres? —pregunta mientras apaga el fuego—. ¿La formal, con uniformes brillantes, frases inspiradoras y juramentos de fidelidad eterna? ¿O el chisme sin filtrar, con errores de juicio, decisiones cuestionables y traumas envasados al vacío?

—¿Tú qué crees?

—Vale. —Suspira, pero en su boca se forma esa sonrisa torcida que me hace sospechar que acaba de divertirse a mi costa, aunque no sé cómo aún—. Pero no me culpes si te arruino la mística.

Camina hasta la mesa, dejando dos platos con lo que parecen ser tostadas hechas a la fuerza de voluntad y especias robadas. Se sienta, se estira como si estuviera a punto de contar una historia que ha tenido guardada bajo llave, y me lanza una mirada cargada de algo entre advertencia y complicidad.

—Todo empezó con Ade —dijo Alas, apoyando un codo sobre la mesa mientras la otra mano jugaba con la cuchara dentro de la taza, el tintineo leve del metal contra la porcelana marcando el ritmo de su voz—. Fue el primero en unirse a mi equipo. M me dejó escoger a quienes quería, después de un favor que le hice. Me lo gané. Y él… él llamó mi atención desde el principio.




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