Alastor.
El sol entra a traición por la rendija de la cortina, cálido y suave como una promesa que no sé si quiero cumplir. Ren duerme aún, enredada en las sábanas, con una pierna sobre la mía y el ceño ligeramente fruncido, como si incluso en sueños estuviera lista para pelear con el mundo.
No me muevo durante un momento. Solo la miro. El pelo desordenado, la respiración tranquila. El contraste entre lo que es ahora y lo que fue cuando la conocí sigue siendo difícil de digerir. Antes era todo filo. Ahora… sigue siéndolo, pero deja que me acerque sin cortarme del todo.
Con cuidado, aparto su pierna y me deslizo fuera de la cama. El suelo está frío bajo mis pies descalzos, pero me viene bien. Me despeja. Paso por la cocina y enciendo la cafetera con un movimiento automático. El aroma empieza a llenar el espacio, denso, amargo, familiar. Me apoyo en la encimera mientras espero, los ojos clavados en la ventana, aunque no estoy viendo nada.
Cuando termina, sirvo una taza rápida, sin azúcar, sin nada. Solo café. Me lo bebo casi de un trago y cojo la sudadera que dejé tirada ayer cerca de la puerta. Afuera, la mañana huele a tierra y a algo a medio camino entre el verano y el otoño. Bajo las escaleras hasta el buzón, frotándome los ojos.
El correo es una mezcla de lo de siempre: publicidad, una factura doblada mal, y…
Una carta.
La reconozco antes de leer el remitente. El sello de la Unidad está grabado en seco, apenas visible si no sabes dónde mirar. El papel es más grueso de lo necesario, oficial de ese modo innecesario que siempre han tenido. Rompo el sobre con los dedos, sin prisas. Solo quiero confirmar lo que ya me ha dado una punzada en el estómago nada más verla.
Convocatoria oficial: se cita al personal antiguo perteneciente a la Unidad 3.5 a una reunión extraordinaria.
Motivo: devolución de material clasificado, revisión de pertenencias retenidas y cierre administrativo de expedientes individuales.
Fecha: esta noche.
Asistencia obligatoria.
Me quedo quieto.
Las palabras se quedan suspendidas frente a mí como si el aire se hubiera vuelto denso. No lo esperaba. No así. No tan pronto.
No es peligroso —me repito, aunque no estoy del todo convencido—, solo molesto. Incómodo. Un recordatorio de que no todo se cierra cuando uno quiere. Algunas puertas se quedan abiertas solo para escupirte en la cara cuando menos te lo esperas.
Doblo la carta con calma. Me la meto en el bolsillo. Respiro hondo.
Ren no tiene que saberlo.
No es porque no confíe en ella. Es porque la conozco. Porque sé que querría venir. Porque haría preguntas. Porque esa mirada suya, medio juicio y medio fuego, me perseguiría durante toda la noche, y esta vez prefiero llevar mi propio peso sin testigos.
Ya pensaré en una excusa.
Quizás algo con la compra. Una tontería. Nada que suene a alarma, solo suficiente para evitar que se acerque a la verdad. Solo por hoy.
Subo de nuevo, notando el peso del papel en el bolsillo como si quemara. Ren sigue dormida. O finge. No lo sé. Me acerco y le acaricio el pelo, despacio, como si con eso pudiera borrarme lo que acabo de leer.
Pero no se va.
La luz ha cambiado cuando vuelvo a salir, unas horas después. Ren se ha quedado en casa, con un beso distraído y una excusa simple sobre entrenamiento y papeleo. No ha hecho demasiadas preguntas. Solo ha levantado una ceja con esa expresión suya que ve más de lo que debería. Pero ha dejado que me fuera. Por ahora.
El camino a la Unidad se siente más largo de lo que debería. No porque lo sea —lo he recorrido demasiadas veces como para perderme— sino porque algo en él ha cambiado. O soy yo. O es todo.
Los muros están agrietados. El portón oxidado cruje al abrirse, como si se quejara del abandono. Dentro, el patio central aún conserva esa extraña mezcla de solemnidad y desgaste. Donde antes había columnas enteras, ahora hay huecos. Donde antes todo era ordenado y limpio, ahora crecen malas hierbas entre las losas del suelo. Pero la bandera sigue ondeando arriba. Como si alguien se empeñara en fingir que nada ha cambiado.
Y sin embargo, todo está roto.
Hay más gente de la que esperaba. Antiguos miembros, rostros conocidos, otros que apenas me suenan. Algunos cruzan miradas rápidas, otros evitan el contacto visual como si no nos hubiéramos entrenado juntos, sangrado juntos. La incomodidad flota en el aire como una niebla espesa.
—¿Alas?
La voz es suave, reconocible al instante. Me giro y ahí está Xav, con las manos en los bolsillos y la chaqueta medio abierta. Su postura es la misma de siempre: relajada, distante. Pero sus ojos… sus ojos están un poco más oscuros. Más cansados.
—No esperaba verte —le digo, estrechando su mano con un apretón corto, real.
—Yo tampoco. Pero aquí estamos —responde. Luego baja la mirada, como si le costara mantenerla. Como si pensar en el motivo de esta reunión le arrancara algo del pecho—. Oli está por ahí, jugando con un trozo de madera como si fuera una espada. No ha cambiado nada.
—¿Sabes donde ha estado metido desde que esto cayó?
—Si, volví a por él, se ha quedado en mi apartamento.
Eso me deja mudo durante unos segundos, no sabía que Xav pudiese querer tanto a alguien.
—¿Y Averi? ¿Ade? —pregunto, tanteando.
Xav no responde al instante. Se humedece los labios, desviando la vista como si algo le doliera en los dientes. Al final, suelta el aire lentamente.
—Se fueron el día de la misión, por el mundo. No creo que vuelvan.
Solo eso. Seco. Definitivo. Pero no lo es.
—¿Se han ido... juntos?
Asiente. No dice más. No necesita hacerlo. La tensión en su mandíbula lo cuenta todo. Xav siempre ha sido bueno guardando secretos. Pero peor aún tragándoselos.
Lo dejo estar. Por ahora. No es el momento ni el lugar para abrir heridas que nunca llegaron a cerrarse del todo.