Murmurium

Capítulo 1

EL CASO PEDRO RAMÍREZ Comodoro Rivadavia, 8 de julio de 1999, 02:00 a. m.

La tranquilidad en el barrio policial solo es interrumpida por algún que otro ladrido de perros callejeros que se disputan las bolsas de basura. Las decenas de monobloques de tres pisos lucen como oscuras cajas gigantescas, alineadas en forma oblicua, una junto a la otra, proyectando sombras informes que se funden entre sí bajo la luz pálida de la luna.

En el monobloque Nº 3, la quietud es casi absoluta, y las familias descansan esperando la llegada de un nuevo día. Algunas mujeres están con sus esposos; otras duermen solas, pues sus maridos —todos policías— están de guardia esa noche.

En el departamento del sargento Pedro Ramírez no hay esposa ni hijos. Ramírez es soltero y vive solo. En el departamento contiguo vive la familia García, cuyo padre es cabo en la seccional tercera. Esa noche, Sergio García descansa junto a Eleonora, su esposa, y en la habitación contigua duerme su hijo Alejandro, de cinco años. Duermen tranquilamente, como la mayoría de los ocupantes de aquel edificio, como todo el barrio. Sin embargo, desde hace un tiempo, el sueño apacible de los García se ve, de vez en cuando, interrumpido en plena madrugada por llantos apagados y súplicas ahogadas que provienen del departamento de Ramírez.

—¡Maldita sea! —murmura Sergio a su esposa—. ¡Otra vez este tipo! Ya me tiene harto...

—Debe de tener algún problema, Sergio. ¿No has hablado con él?

—No, no tengo relación con ese hombre, y me parecería inapropiado preguntarle por qué llora por las noches. Seguro que...

—¡Escucha! —susurra la mujer al oído de su marido, interrumpiéndolo. Ambos prestan atención a los sonidos del departamento vecino.

—¡Basta, por favor... basta! ¡Déjenme en paz, déjenme tranquilo! —suplicaba Pedro Ramírez, sollozando en voz baja.

Su departamento está completamente a oscuras. Él se encuentra en la última habitación. El desorden es total, y su cama, con las sábanas y mantas revueltas, revela su falta de sueño. En un rincón, donde se forma el ángulo recto de las dos paredes, Ramírez está sentado en el suelo, con las rodillas encogidas y las manos cubriéndose los oídos. Tiene los ojos desorbitados, el rostro desencajado, la barba crecida por varios días y un miedo primitivo que lo consume hasta el paroxismo. Su cuerpo está cubierto por un sudor frío y pegajoso, mientras un escalofrío recorre su espalda una y otra vez, mutilando los últimos vestigios de su cordura. A su lado, sobre el piso, descansa una pistola 9 mm, su arma reglamentaria.

—¡Este hombre está loco! —exclama Sergio, enfadado y con cierta piedad—. Será mejor que me levante y vea si necesita ayuda —concluye, mirando a su esposa como buscando apoyo en su decisión—. ¿Qué hago?

—No lo sé, amor... no lo sé. Ese hombre me da miedo.

—¡¡¡Basta!!! —se escucha de pronto un grito desgarrador desde el otro lado.

Es la primera vez que Ramírez grita, y lo hace con tal fuerza que se escucha en otros departamentos del mismo monobloque.

—¡Rayos! —dice Sergio—. Ya no aguanto más. Voy a ver qué pasa; este hombre necesita ayuda —expresa mientras se levanta y se pone los pantalones vaqueros.

No alcanza a calzarse las zapatillas cuando, del otro lado, irrumpe un grito aún más potente:

—¡¡¡Nooo!!! —un alarido atronador, un grito de histeria, de horror y de pánico, inmediatamente seguido por un disparo.

El estruendo del balazo retumba en el edificio de doce departamentos, despertando por completo a todos sus ocupantes.




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