—¡Mierda! ¡Se pegó un tiro este idiota! —dice agitado Sergio.
—¡Mamá! —se escucha el llanto angustiado del niño desde la otra habitación.
—¡Hijo! —corre la madre a su encuentro—. ¡No vayas, Sergio, por favor! —dice Eleonora, angustiada, con lágrimas en los ojos, mientras cobija en sus brazos al niño asustado.
Sergio no le contesta. Toma su arma reglamentaria y sale al pasillo.
Pronto comienza a agruparse gente de los pisos inferiores, y varios policías que estaban fuera de servicio esa noche aparecen con sus armas.
Pedro Cáceres, el oficial de mayor rango, toma la voz de mando.
—¡Hay que llamar a la seccional tercera!
—¡Ya lo hice yo, señor! —contesta Gómez.
—¿Alguien conoce a este sujeto? —pregunta Cáceres.
—Yo lo conozco —responde Octavio Ruiz—. O sea, lo conozco de vista solamente; trabaja en la seccional primera conmigo.
Tocan el timbre del departamento… Nada. Ninguna respuesta, ningún sonido.
—Este tipo se mató —dice Sergio—. Estaba bastante mal. Hace un par de meses que nos viene despertando con sus llantos, siempre hablando solo, pero nunca había gritado como hoy.
—Quizá hay alguien más adentro —dice Gómez.
—Podría ser —responde Cáceres—. Pero no podemos hacer nada. Esperemos al comisario.
Diez minutos después, tres patrulleros estacionan frente al edificio. Para ese momento, el ruido de sirenas y la confusión reinante ya han alcanzado los edificios vecinos. Varias luces se encienden y los curiosos asoman sus rostros por las ventanas.
El comisario Mendoza y cinco agentes suben rápidamente las escaleras hasta el tercer piso. Allí se informa de la situación por boca de Cáceres. Esperan la orden del juez de turno para poder allanar el departamento. Cuando finalmente esta llega, se disponen a actuar.
—A ver, tú y tú —dice, señalando a dos de los policías que vinieron con él—, pónganse a ambos lados de la puerta. Rodríguez, Mandrafina, Prados, conmigo. Ustedes, muchachos, cúbranse por si acaso y estén atentos. Puede haber un sospechoso adentro, o este tipo puede estar loco y salir disparando —expresa el comisario Mendoza.
—¡Ramírez, sargento Ramírez! ¡Abra la puerta, le habla el comisario Mendoza de la seccional tercera!
Nada. Ninguna respuesta. Mendoza baja lentamente el picaporte. La puerta está cerrada por dentro.
—¿Listos? —pregunta Mendoza a sus subordinados. Estos asienten con la cabeza—. Adelante, Rodríguez.
Rodríguez, un agente de dos metros de altura y 110 kilos de puro músculo, lanza una patada contra la puerta y la hace volar.
Entran rápidamente, linterna en mano.
—¡Trata de ver si hay luz, Mandrafina!
—¡Negativo, señor!
—¡Demonios!
Alumbran de un lado a otro, nerviosos, ansiosos, apuntando constantemente sus armas hacia donde dirigen el haz de luz.
—¡Ramírez, o quien sea que esté allí, salga con las manos en alto! —grita el comisario.
Pero no hay respuesta. La escasa luz de las linternas revela un lugar desordenado. Están en el comedor. Hay una mesa atestada de trastos sucios, un sillón de dos cuerpos cubierto con papeles y ropa, y varias colillas de cigarrillo desperdigadas por el suelo.
Una puerta da acceso a un pasillo de no más de un metro de ancho. Ese pasillo conduce a las habitaciones y al baño del departamento. Dos policías se colocan frente a la puerta cerrada, apuntando constantemente. Los otros registran el comedor y la cocina, pero no encuentran nada.
Ahora todos se ubican delante de la puerta que da al pasillo, también cerrada. Nuevamente, Rodríguez se prepara. A la cuenta de tres, lanza otra patada...
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Editado: 15.12.2025