Tras la purga digital de Elías, el silencio en mi teléfono era un bálsamo, pero el vacío en mi pecho era una deuda impagable. Sentía el alivio de la liberación, pero también la vergüenza de haber sido tan incompetente en mi propia vida emocional.
—Es un buen plan de salida, Atenea, pero no es suficiente —declaró Valeria, la tarde siguiente, mientras yo revisaba unos modelos de valoración en mi laptop. Estábamos en el lobby de mi facultad, y ella apilaba libros de Historia del Arte sobre mi mesa—.
No has cortado el apego, solo el contacto. Necesitas una inversión emocional completamente nueva, algo que te obligue a enfocarte en una métrica diferente.
—Valeria, mi métrica ahora es el 4.0 de promedio. Mi próximo activo es una beca, no un chico —respondí con sequedad. —
No seas tan rígida. Te hablé de mi compañero, León Navarro. Te lo ruego, Atenea. Él está completamente atascado con su proyecto final. El profesor Vega quiere que sea una exploración de la "belleza de la contradicción". Y tú eres una obra maestra de eso.
La idea era absurda. Yo, una musa. Mi única experiencia con el arte era el cálculo del valor neto de los edificios del museo.
—¿Y qué se supone que haga? ¿Posar?
—Exacto. Él te necesita. Necesita pintar tu dualidad: la armadura de Finanzas sobre un corazón que se arriesga al colapso. Necesitas ver tu belleza a través de sus ojos. Créeme, es la mejor terapia de exposición para que dejes de pensar en ese manipulador.
Acepté. No por la terapia, sino porque Valeria era una fuerza de la naturaleza imposible de rechazar. Y, sinceramente, necesitaba que algo ocupara el espacio mental que Elías había devorado por tanto tiempo.
El estudio de León estaba en el ala menos usada del edificio de Artes, un espacio cavernoso con ventanales que daban a un patio trasero lleno de maleza. La atmósfera era espesa: una mezcla de aguarrás, pintura fresca y el frío metálico de los caballetes. Para mí, acostumbrada al orden prístino de los salones de conferencias, era un caos estimulante. León estaba de pie frente a un lienzo en blanco, una figura desgarbada, con el cabello largo y revuelto, y una camisa salpicada de colores. Al verme, se quitó unos lentes redondos y me dedicó una sonrisa tímida. No era la sonrisa calibrada y perfectamente segura de Elías; esta era incierta, casi disculpándose por su propia existencia.
—Hola, Atenea —dijo, su voz suave, con un eco en el gran espacio—. Soy León. Valeria me ha hablado maravillas de tu... de tu capacidad para ver la estructura en el caos.
—Y tú la estructura en el color, supongo —respondí, con mi habitual tono analítico, intentando no analizarlo a él. León rió, y el sonido fue genuino.
—No, no creo en la estructura. Creo en la fuerza. El arte no es una inversión, es un gasto total de energía.
Me atrajo de inmediato. Elías veía la vida como una métrica; León la veía como una fuerza.
—Valeria dice que me necesitas para el concepto de la "contradicción".
—Sí. La mente y el corazón. La lógica y la pasión —dijo, acercándose y observándome con una intensidad desconcertante. Sus ojos, de un color indefinido entre el verde y el marrón, se fijaron en los míos, no para admirar, sino para ver
—. Veo Finanzas en tus ojos. Veo miedo al riesgo. Pero también veo la imprudencia con la que te atreves a sentir.
Me sentí desnuda. Era la primera vez que alguien, ajeno a mi amistad con Valeria, penetraba mi fachada analítica.
—Tú eres la contradicción. La mente brillante que confía en el instinto. Y necesito pintar eso.
Durante las siguientes semanas, mi vida se dividió en dos: los números fríos de la facultad y el caos cálido del estudio de León.
Yo, Atenea, la musa. Posaba de pie, sentada, leyendo libros de Economía, con una calculadora en la mano. León no me pedía sonreír; me pedía existir.
Mientras León trabajaba, el aire entre nosotros se llenó de una conversación que se sentía extrañamente sencilla. Yo le hablaba de cómo la gestión de carteras era, en esencia, encontrar un balance estético entre el riesgo y la recompensa. Él reía, con ese sonido genuino que me desarmaba, y me respondía:
—Esa es la diferencia entre tú y yo, Atenea. Yo busco el riesgo porque ahí está la emoción; tú lo buscas para mitigarlo, para crear una red de seguridad. Eres el ancla y la vela al mismo tiempo. No eres un modelo de valoración, eres la musa de la contradicción. La que me obliga a pintar en dos tiempos a la vez.
Ese término, "musa", se me quedó grabado. Nunca nadie me había llamado así. Era un cumplido sin la carga de expectativas que Elías siempre ponía en cada palabra. Con León, no sentía la necesidad de ser perfecta; solo de ser.
Un martes por la tarde, después de cuatro horas de sesión, León bajó el pincel, dio un paso atrás y suspiró.
—Mi cerebro está frito. Vamos por un café. Necesito dejar de verte como una superficie y volver a verte como una persona normal por un rato.
Caminamos hasta la cafetería de la universidad, un lugar ruidoso y lleno de estudiantes que hablaban de exámenes y fiestas. Nos sentamos en un rincón y León, con la mirada aún encendida por el trabajo, me mostraba fotos del lienzo en su celular, discutiendo qué colores usaría para capturar la frialdad de mi lógica versus el calor de mi mirada.
Estábamos sumergidos en el debate cromático cuando una sombra familiar se proyectó sobre nuestra mesa. Levanté la vista y ahí estaba Elías, perfectamente vestido, con la impecable confianza que siempre había confundido con estabilidad.
—Atenea. Qué sorpresa —dijo, pero su tono era de reproche. Luego se giró hacia León, escaneándolo de arriba abajo con una expresión de superioridad apenas disimulada—. ¿Y este quién es?
León, que estaba señalando un tono ocre en su pantalla, no levantó la vista. Actuó como si Elías fuera una ráfaga de viento molesta.
Me sentí inmediatamente acorralada, volviendo a mi modo defensivo automático.
Editado: 08.12.2025