El miércoles, después de mi clase de valoración de activos, me dirigí al estudio de León con la bolsa de suministros de arte colgada al hombro. El aire del estudio, denso con olor a trementina, me pareció familiar ahora. Un olor a trabajo honesto.
León no estaba trabajando en mi retrato hoy. Estaba concentrado en la base de un lienzo enorme, lanzando pintura con una espátula. Me saludó con un gesto rápido.
—Hoy no poses —me dijo, sin dejar de mirar su trabajo—. Hoy solo siéntate y existe. Necesito que liberes la mente para que la pintura te encuentre a ti.
Me senté en el banquito de madera que solía usar. La armadura de Finanzas estaba intacta, pero la Atenea que estaba dentro se sentía extrañamente expuesta.
León rompió el silencio con una pregunta directa, sin rodeos, como solía hacer.
—¿Te buscó? ¿Habló de mí después de la cafetería?
Negué con la cabeza, mirando mis zapatos.
—No. Pero hay algo más. Esta mañana, revisé mi feed de forma automática, un viejo tic. Y él... publicó una foto.
Me mordí el labio. Era absurdo que una imagen en una pantalla pudiera tener tanto poder sobre mí.
—¿Una foto de qué? —preguntó León, parando la espátula.
—De su nueva novia. Rubia, sonriendo de forma perfecta, en un lugar de playa que solo la gente que tiene capital sobrante visita. Un título lacónico: 'Mi constante felicidad'.
El sarcasmo en mi voz era un escudo. León no comentó sobre el título; solo me miró. Su mirada no era de lástima, sino de comprensión profunda. Volvió a su lienzo, mezclando un gris oscuro en la paleta.
—¿Y qué sientes ahora?
—Nada. Alivio, supongo. Ya sabes, la liberación.
—No te creo —dijo él suavemente. Estaba buscando un color; yo, buscando la verdad
—. Dime la verdad, Atenea. No a la economista. A la musa.
La presión se rompió. Las lágrimas no vinieron, sino una oleada de confusión, de ese vacío que era peor que el dolor.
—Siento... vacío. Rabia de ser tan predecible. Y... y me preguntó, León.
—¿Qué te preguntas?
—¿Qué me gustó de él? Ahora que lo veo así, tan claro, tan posesivo, tan... fácil de leer. No puedo ponerlo en palabras. Intenté analizarlo en términos de inversión: ¿Era el beneficio? ¿La seguridad que proyectaba? Pero no encaja. Si era un mal activo, ¿por qué lo defendí tanto tiempo?
León se acercó y se sentó en el suelo, cruzando las piernas, con la espátula en la mano. Dejó de ser un artista y volvió a ser solo León.
—No todo tiene que encajar en una fórmula, Atenea. Las cosas que nos gustan no son siempre las cosas que nos convienen. ¿Qué te daba Elías? No lo que era, sino lo que te hacía sentir.
Me tomó un largo momento responder. Busqué en la memoria, no en la lógica.
—Me hacía sentir... elegida. Me convertí en el secreto. Él me decía que yo era su santuario, el único lugar donde podía ser él mismo, supuestamente.
Al convertirme en su "constante", yo no tenía que luchar para ser la novia, yo era la premisa de su vida. Me dio un estatus que no existía en la realidad, pero que se sentía muy real en mi cabeza.
León asintió lentamente, mezclando colores en el suelo.
—Te dio un cuento. Y tú, que amas la estructura, te aferraste a ese guion porque parecía inmutable. Es un truco muy viejo.
Se levantó, tomó mi caballete de sobremesa, y lo puso frente a mí. Me entregó un pincel y el tubo de azul Prusia que habíamos comprado.
—Ahora, vas a pintar el vacío. No intentes darle una forma, no intentes darle un valor. Solo gástalo. Haz que esa energía se convierta en algo que sí puedes ver y controlar. Necesitas hacer ruido en tu propia vida antes de que él llegue a tu casa esta noche a crear más silencio.
Me quedé mirando el lienzo en blanco, luego el pincel en mi mano. Era terrorífico. Poner ese miedo informe en un color. Pero, por primera vez, me sentía más como una fuerza que como una fórmula.
Por la noche Llegué a mi casa y coloqué mi nuevo caballete de sobremesa en la mesa del comedor. No tuve tiempo de pintar, pues la noche se acercaba y me sentía obligada a esperar. Una parte de mí, la Atenea de las finanzas, sabía que la visita de Elías era una operación de control, pero la Atenea emocional seguía esperando el familiar golpe en la puerta.
Elías nunca llegó.
Esperé hasta las nueve, luego las diez, con el teléfono cerca, sintiendo cómo la ansiedad se convertía lentamente en una rabia silenciosa y gélida. Me había preparado mentalmente para el enfrentamiento, para establecer límites, para usar mi nueva armadura artística, pero él me había negado incluso esa oportunidad. Simplemente, había retirado su atención, su activo más valioso, sin previo aviso.
Me di cuenta de la trampa. Al no venir, al no dar una explicación, me obligaba a mí a ser la que le preguntara, a ser la que rompiera el silencio. De nuevo, yo tenía que ser la que invirtiera la energía.
En lugar de eso, recordé las palabras de León: "No puedes seguir así".
Me levanté, fui a mi habitación y tomé mi teléfono. Por primera vez en mi vida, no sentí el miedo a la pérdida, sino el alivio de la cancelación. Fui al perfil de Elías, a su número, y pulsé la opción que nunca antes me había atrevido a tocar.
Lo bloqueé.
De todas partes.
Fue el verdadero "gasto total de energía" del que León me había hablado. La purga digital que hice la semana pasada fue solo cortar el contacto; esto era cortar el cable de vida que él utilizaba para saber que yo estaba ahí.
Respiréprofundamente.
El silencio en mi teléfono era total, pero esta vez, se sentía como una fortaleza.
A la mañana siguiente, me encontré con León en el patio central de la facultad, donde estaba haciendo unos bocetos rápidos de la arquitectura brutalista. Su cabello estaba, como siempre, revuelto, y el sol de la mañana resaltaba los motes de pintura en sus manos.
—¿Elías hizo su análisis de riesgo? —preguntó, mirándome por encima de sus lentes redondos.
Negué con la cabeza, esbozando una pequeña sonrisa que se sintió genuina.
—No. Y por primera vez, hice una jugada de riesgo que me dio cero remordimientos. Lo bloqueé. De forma permanente.
Editado: 08.12.2025