Habían pasado unos días desde la salida al cine, y la atmósfera entre León y yo había cambiado.
El silencio en mi teléfono era un hecho consumado; el ruido en mi cabeza era una novedad bienvenida. Ya no nos concentrábamos solo en la "contradicción" de la mente y el corazón, sino en la simple y extraña comodidad de estar juntos.
El lunes volví al estudio para posar. El lienzo, que antes era solo una base, ahora estaba cargado de color. Me senté en el banquito, sujetando un libro de Economía con una mano, pero mi mente estaba lejos de los números. León estaba concentrado, dando pinceladas rápidas, su respiración marcando un ritmo suave y constante.
El silencio no era tenso, sino productivo. Era el tipo de silencio que solo ocurre cuando confías plenamente en la persona que tienes enfrente.
Después de un rato, mi curiosidad me venció. Quería ver lo que él estaba viendo. Quería saber si él, el artista, podía ver la Atenea que yo apenas estaba empezando a descubrir.
—León, ¿puedo ver? Solo un segundo.
Él paró, sosteniendo su pincel en el aire. Suspiró, pero no se negó.
—Bien. Solo un vistazo. Prométeme que no te vas a reír.
Me levanté del banquito y di un par de pasos lentos hacia el caballete. Lo que vi me dejó sin aliento. No era una representación fotográfica; era una explosión de mí. Los colores eran fuertes, brillantes, pero anclados por una línea oscura y firme. La Atenea de los números estaba allí, en la rectitud de mi postura, pero mis ojos, pintados con una profundidad de verde y marrón, gritaban algo completamente diferente.
—Es... —dije, sintiendo un nudo en la garganta—. Es hermoso, León. De verdad.
Me giré para verlo, y nuestros ojos se encontraron. La intensidad que ponía en el lienzo estaba ahora dirigida a mí. Se acercó un paso. Estábamos peligrosamente cerca.
—No es el cuadro —murmuró, su voz inusualmente profunda y suave. Me miró, sin escudriñar, sin analizar, solo viendo—. Tú eres hermosa.
El corazón me dio un vuelco. Fue un golpe directo, sin la ambigüedad, sin el cálculo que siempre había caracterizado a Elías. Era una verdad simple, desnuda y preciosa. Mi mente, acostumbrada a procesar la complejidad, se quedó en blanco ante la absoluta sencillez de la frase.
Me quedé allí, congelada en esa burbuja de luz y pintura, esperando que me besara, esperando que dijera algo más, cualquier cosa que confirmara que este momento era real.
León parpadeó, y la burbuja se rompió. Su mirada volvió a su trabajo con una brusquedad casi cómica, como si hubiera olvidado por un instante por qué estaba allí.
—¡Necesito más rojo en esta esquina! —dijo, dando un paso atrás, volviendo a ser el artista disperso. Tomó un pincel más pequeño y se inclinó sobre el lienzo.
Me quedé de pie, sintiendo el calor en mi rostro y el torbellino en mi interior. Había pasado de sentirme expuesta a sentirme vista, y luego, con la brusca mención del color, vuelta a poner en mi lugar de musa. Era su forma de ser: sincero hasta el extremo, pero incapaz de mantener el peso de la emoción por mucho tiempo.
Volví a mi banquito. Había sido un momento fugaz, pero me bastó. Me había dicho "tú eres hermosa" con más sinceridad que cualquier promesa que Elías me había hecho jamás. Me senté y me perdí en el silencio del estudio, preguntándome qué otros colores descubriría León sobre mí.
León seguía concentrado en la esquina del lienzo, y yo, para llenar el incómodo pero dulce silencio, me centré en un detalle que nunca le había preguntado.
—León —empecé—. ¿Siempre usas el pelo atado así, en una coleta?
Él levantó la vista, se tocó la coleta revuelta con la mano.
—¿Esto? No, no siempre. Solo cuando estoy en modo pintura total. Si lo dejo suelto, es como si una brocha estuviera colgada de mi cabeza. Acaba con más pintura que el lienzo. Y el aguarrás es terrible para el brillo.
Sonreí ante su explicación práctica. Su caos tenía sus propias reglas.
—Ya veo. La eficiencia ante todo —bromeé.
—Exacto. La estructura en el caos —me devolvió el guiño. Luego, su mirada se dirigió a mis orejas, donde solo llevaba unos discretos pendientes, y sonrió ligeramente—. Pero hablemos de estructuras diferentes. Tienes unos pendientes muy... organizados.
—Soy Atenea, ¿qué esperabas? Un gráfico de barras en cada oreja.
León rió.
—Yo tengo más que eso. ¿Cuántas crees que tengo?
Me fijé mejor en él. Tenía un par de pequeños aros en una oreja, y pude distinguir un punto metálico en la otra que apenas se veía entre su pelo.
—Diría que tres. Eres discreto.
—Fallo de cálculo. Tengo siete. Dos en una ceja, uno en la lengua y los demás en las orejas —confesó, con un brillo de orgullo travieso en los ojos.
Me quedé boquiabierta. No podía imaginarme a Elías, tan preocupado por su imagen profesional, con una sola perforación.
—¿En serio? ¿Por qué la ceja? Y, espera, ¿la lengua?
—Sí, la lengua fue un acto de rebeldía adolescente, lo admito. La ceja... bueno, cada uno tiene su historia. Me las hice cuando sentí que necesitaba un recordatorio físico de que no todo en la vida es permanente, que el cuerpo es un lienzo que puedes modificar cuando quieras. Que puedes romper tu propia estructura si te aburres.
Me contó que tenía diferentes modelos de aros y barras, y que los cambiaba según su estado de ánimo o el proyecto en el que estuviera trabajando. Era como si cada perforación fuera una declaración de independencia.
—Es fascinante cómo conviertes algo que parece tan aleatorio en una forma de expresión —dije.
León se encogió de hombros, volviendo a su caballete.
—Es solo ruido en el sistema. Pero el ruido te mantiene despierto. A veces, el estudio me abruma, es muy grande y cavernoso. Necesito más espacio para estirarme.
Dejó el pincel y se giró hacia mí, apoyándose en el caballete. La seriedad regresó a sus ojos, pero esta vez, con una invitación sencilla y sin pretensiones.
Editado: 08.12.2025