Después de la pizza, las salidas espontáneas con León se convirtieron en la nueva "constante" en mi vida.
Ya no era solo la musa que posaba en el estudio; ahora era la compañera de aventuras casuales.
Fuimos a una librería de segunda mano, donde León buscaba libros sobre historia del arte y yo me perdía en la sección de economía conductual. En lugar de estudiar, terminamos sentados en el suelo, leyéndonos en voz alta fragmentos aleatorios: él sobre el simbolismo del color, yo sobre la falacia de los costos hundidos.
Un día, me llevó a un parque enorme para alimentar patos, comprando pan que supuestamente era "el mejor alimento para patos" que existía, aunque yo insistía en que era una estrategia de marketing.
—No todo es una estrategia, Atenea —me dijo, arrojando un trozo de pan al agua. Su mirada era suave—. A veces, algo es lo que es: un acto de bondad, o una necesidad de color, o simplemente un pato que tiene hambre.
—Es un concepto peligroso —respondí, sintiendo cómo se me ablandaba el corazón con la simplicidad de su lógica.
—Es el único que funciona.
En otra ocasión, fuimos a una feria local. León insistió en subir a una atracción que giraba muy rápido y me hizo reír a carcajadas. Cuando bajamos, me sentía mareada y con el pelo completamente revuelto, pero libre. Él me miró, con el suyo igual de desordenado, y en sus ojos vi una alegría tan pura que el mundo de los números pareció una dimensión lejana.
La cercanía física aumentó con la naturalidad de nuestras actividades. Al cruzar la calle, su mano encontraba la mía con un agarre firme pero gentil. Si yo me inclinaba para señalar algo en un libro, nuestros hombros se tocaban. Eran roces fugaces, no planeados, que enviaban pequeños choques eléctricos por mi cuerpo.
En el estudio, la tensión también era diferente. Yo ya no me sentía cohibida. Él me pedía que le hablara mientras posaba. Le conté de mi fascinación por el cielo nocturno y de cómo solía calcular la distancia a las estrellas solo para sentirme pequeña en el universo. Él escuchaba, sin analizar, pintando esa profundidad en mi mirada.
Un atardecer en el estudio, la luz que entraba por el gran ventanal era de un naranja profundo. Yo estaba de pie, con el brazo apoyado en el caballete vacío, y León estaba tan cerca que podía oler la mezcla de aguarrás y su propia colonia fresca.
Me miraba fijamente, pero esta vez, no estaba viendo la pintura. Estaba viendo solo a mí.
—¿Qué ves? —pregunté en un susurro, mi voz temblando ligeramente.
Él no se movió.
—Veo que tu armadura se está agrietando, Atenea —dijo, con voz baja y sincera. Su mirada bajó a mis labios y luego regresó a mis ojos—. Y es la cosa más hermosa que he pintado. No tienes miedo al caos, solo a la mediocridad.
Levantó su mano y, en lugar de tomar un pincel, la pasó suavemente por mi mejilla, apartando un mechón de pelo. Mi respiración se aceleró. La piel donde me había tocado ardía.
Era la cercanía física más íntima que habíamos tenido. No era un roce accidental en la calle. Era una elección, una intención clara que disolvía toda duda.
Yo cerré los ojos por un instante, sabiendo que no podía volver atrás. No con él. No con la verdad que sentía en ese momento.
—León —susurré, abriendo los ojos.
Él se inclinó lentamente, y su boca estaba a solo unos centímetros de la mía. El momento se suspendió, cargado con toda la honestidad que habíamos construido en el caos de la pintura y la alegría de la pizza. Estaba a punto de besarme, cuando el sonido insistente de mi teléfono vibrando en mi bolsillo rompió el hechizo.
Era un número desconocido. Lo ignoré. Pero el momento se había ido. León se enderezó, respirando hondo, y dio un paso atrás.
—Necesito más sombra en la esquina del lienzo —dijo, volviendo a su tono profesional, aunque su voz aún sonaba ronca.
Yo asentí, sintiendo la frustración, pero también el entendimiento. Él se había detenido por respeto, o quizás por su propia versión de la torpeza. Dejé el estudio esa noche, sintiéndome como si hubiera estado al borde de un precipicio, y aunque no me había caído, sabía que pronto lo haría.
El número desconocido me llamó de nuevo mientras caminaba a casa. Contesté.
—¿Hola?
—Atenea. Soy Elías.
Me detuve en medio de la acera. El aire se sentía repentinamente frío. La voz de Elías era la misma: segura, cálida, con ese tono de propietario que siempre me había hecho sentir importante y atrapada al mismo tiempo.
—¿Elías? —Mi voz sonó sorprendida, pero no asustada.
—Sí, soy yo. Usé el teléfono de un amigo en común, porque tu número... bueno, tu número parece estar teniendo problemas técnicos conmigo. Llevo días esperando que me llames.
Su tono era de reproche suave, el mismo que usaba cuando yo "fallaba" en mi papel de su "constante". Era su forma de obligarme a disculparme y a explicar mi ausencia. Pero esta vez, las palabras de León resonaron en mi cabeza: te usa para mantenerte enganchada.
—¿Y por qué debería llamarte, Elías? —pregunté, sintiendo una calma inesperada.
Hubo una pausa al otro lado de la línea. Era obvio que mi tono firme y directo lo había descolocado.
—¿Cómo que por qué? No hemos hablado desde hace días, y yo te dije que iría a verte... pero has estado muy ocupada con tu "proyecto de arte", ¿no? Te busqué en la universidad, pero desapareciste. Quería saber si estabas bien.
—Estoy perfectamente bien. Y sé que ibas a venir, pero... no viniste.
—Tuviste un imprevisto —replicó, intentando recuperar el control de la conversación—. Un viaje rápido por negocios. Pero sabes que me gusta tener la certeza de que estás ahí.
—No. No lo sabes —dije, sintiendo que mis pies se anclaban en el suelo—. Escucha, Elías, esto es incómodo.
—¿Por qué es incómodo?
—Porque tienes novia.
La respuesta lo tomó por sorpresa. Se produjo un silencio largo, lleno de estática y de su propia incapacidad para improvisar.
—Ah... sí. Clara. Bueno, eso es diferente, Atenea. Tú sabes que tú y yo... eso es una conexión completamente distinta. Tú eres mi constante. Te necesito en mi vida.
—No, Elías. No lo soy. Y no es correcto que yo te busque, ni que tú me busques. Tienes una novia y yo... yo estoy ocupada buscando algo que no sea una reserva de valor.
Editado: 08.12.2025