Musa cautiva

6

León dio un paso atrás, pero no me soltó la mirada. El silencio de la noche, después de la adrenalina de la llamada con Elías, era denso, lleno de la verdad que ambos sentíamos. Mi corazón latía con una nueva libertad que solo él había visto nacer.
Él no se movió hacia mí, sino que se quedó quieto, estudiándome, tal como lo hacía con el lienzo. Yo entendí que, esta vez, el paso debía ser mío.
Sin decir una palabra, di un pequeño paso hacia adelante, cerrando la escasa distancia que nos separaba. Levanté mi mano y, con la yema de mis dedos, rocé suavemente la pintura seca en su mejilla. Era una mancha de ese azul Prusia que tanto le gustaba.
León cerró los ojos ante mi tacto. Abrió los ojos y, por primera vez, no vi el caos de un artista, sino la certeza de un hombre.
—Atenea... —murmuró, su voz apenas un susurro.
—Solo un poco de caos —respondí, mi voz temblando por la emoción.
Él se inclinó y me besó.
No fue un beso calculado ni una explosión dramática. Fue suave, tentativo, pero lleno de una honestidad tan pura que me desarmó por completo. Era la antítesis de todo lo que había conocido: no había posesión, solo una conexión profunda. Cuando se separó, su frente rozó la mía y respiramos el mismo aire frío de la noche.
Ninguno de los dos habló de sentimientos, ni de lo que significaba. No hubo promesas ni preguntas sobre "qué somos". El beso era una simple y poderosa declaración de la verdad, una métrica completamente nueva para ambos.
—Mañana. El estudio —dijo León, con una sonrisa de media luna, su tono ahora más ligero, pero sus ojos aún cargados de una nueva intensidad.
—Mañana —confirmé, y luego entré a mi portal, dejando atrás el mejor riesgo que había tomado en años.
La Inspiración y la Despedida
El beso marcó un cambio innegable. Durante los meses siguientes, León y yo fuimos un torbellino de estudio y creación. Nos vimos a diario, ya fuera en el estudio, en la biblioteca o explorando los rincones más inesperados de la ciudad. No tuvimos un título, pero teníamos una constante de proximidad inquebrantable.
Compartimos silencios, risas y la intimidad de dos personas que se sienten vistas por primera vez. Las citas eran espontáneas y sencillas: dibujar en el parque, noches de pizza en su "caos pequeño" (que resultó ser un apartamento lleno de libros y lienzos) o discusiones filosóficas que duraban hasta la madrugada.
Llegó el día de la entrega del proyecto de León. Yo posé por última vez, y él pintó el punto de quiebre, usando un rojo brillante para representar mi liberación de Elías, anclado por el azul Prusia de mi lógica.
Dos semanas después, León me encontró en el campus, con una sonrisa radiante.
—¡Atenea! Lo logré. ¡Una A! El profesor Vega dijo que era la mejor exploración de la dualidad que había visto. Dijo que la pintura me obligó a salir de mi zona de confort y encontrar una estructura emocional.
Me sentí tan orgullosa que casi grité.
—¡Felicidades, León! Lo sabía. Tu caos tiene una lógica maravillosa.
Él tomó mi mano y me llevó a un rincón tranquilo. Sacó de su bolsillo un papel doblado, manchado de color.
—No podría haberlo hecho sin mi musa. Tú me diste el color de la verdad. Esto es para ti.
Era un poema corto, escrito a mano:
Tú, la ecuación perfecta, hallaste en mi caos la resta. No busco la certeza, sino el riesgo de tu mirada honesta. Fuiste el ancla, la vela, el mar, la musa que aprendió a zarpar.
El poema era más profundo que cualquier confesión verbal. Lo leí, y el nudo en mi garganta no me permitía hablar.
—Lo guardaré —susurré.
Días después, celebramos nuestra graduación. Yo, con mi título en Finanzas; él, con su título en Artes. En medio de la euforia, nos encontramos en la cafetería donde nos habíamos conocido.
—Me voy a Berlín —dijo León, sus ojos llenos de una mezcla de emoción y tristeza—. Tengo una residencia en un estudio. Es mi gran oportunidad.
—Es maravilloso, León —dije, sintiendo un dolor sordo.
—Te escribiré. Te llamaré. Volveré —prometió, tomando mi mano sobre la mesa.
Juramos mantenernos en contacto, pero la distancia, el tiempo y la diferencia horaria eran variables demasiado complejas. Las llamadas se hicieron esporádicas, los correos electrónicos más cortos. Él se sumergió en su arte, yo me sumergí en mi carrera. La vida nos arrastró, y poco a poco, nuestra hermosa "constante de proximidad" se desvaneció en el recuerdo.

3 años después

El reencuentro con la vida real después de graduarme fue brutal. Mi primera incursión en el mundo laboral fue en una firma de consultoría de élite, dirigida por Demian.
Demian era el opuesto absoluto a León. Era impecable, exitoso y, lo que más me atrajo inicialmente, proyectaba una seguridad financiera inquebrantable. Me persiguió con la misma tenacidad que usaba en los negocios: invitaciones incesantes, regalos calculados, la promesa de una vida sin variables inesperadas. Me convenció de que la estabilidad y el orden que él ofrecía eran el verdadero "valor seguro".

Cansada de la incertidumbre de la vida sin León, y confundiendo la posesividad de Demian con una atención exclusiva, caí.

Tres años después, Atenea ya no existía. Solo quedaba la esposa de Demian, atrapada en un matrimonio que era una jaula de oro. Demian, mi exjefe, era frío, controlador y, con el tiempo, su control se había vuelto físico.
El arrepentimiento era una constante silenciosa.
Demian no siempre estaba en casa. Sus viajes de negocios eran largos y frecuentes, dejando el gran apartamento en un silencio sofocante que olía a orden y soledad. Su ausencia era la única tregua real que tenía .

La única vez que intente huir, la única vez que el miedo a perder mi libertad fue mayor que el miedo a confrontarlo, Demian regresó antes de tiempo. La golpiza fue brutal. Me golpeó con un cinturón, sin piedad. Las marcas, desvanecidas pero aún visibles en mi espalda y muslos, eran un recordatorio físico de mi fracaso y la razón por la que ya no intentaba huir.




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