Musa cautiva

7

Me detuve en seco, incapaz de seguir huyendo de la única verdad que me importaba. Me giré despacio. Él estaba allí, la luz de la farola creando un halo dorado alrededor de su cabello largo.
—León... —Mi voz fue un hilito de sonido, un nombre que apenas recordaba cómo pronunciar.
Él se acercó, pero se detuvo a una distancia respetuosa, esa misma distancia que siempre había marcado, pero que nunca se había sentido como rechazo. Su mirada recorrió mi rostro, y por un instante, vi el mismo shock que yo había sentido.
—Estás... te ves increíble —dijo, pero su tono era reservado. Luego frunció el ceño.
—¿Ya te vas? El evento apenas comienza.
—Sí —logré decir, sintiéndome estúpidamente vestida con seda esmeralda en una acera de la ciudad—. Ya me voy.
Una sonrisa lenta y familiar apareció en sus labios, la misma sonrisa que prometía caos y entendimiento.
—Es aburrido, ¿verdad? —me preguntó, un brillo travieso en sus ojos—. Yo también ya me voy. Prometí quedarme solo para la subasta de ese horrible bronce.
Me reí. Era la primera risa que sentía auténtica en meses, y se sintió como romper una capa de hielo.
—Horrible, sí.
—Genial —dijo, encogiéndose de hombros—. ¿Me permites llevarte? Mi coche no es tan elegante como los que están estacionados allí, pero tiene radio y calefacción.
—No tengo dinero para un taxi —murmuré, sintiéndome humillada por mi propia realidad, incluso ante él.
—No hablo de llevarte a casa —me corrigió, su tono suave y reconfortante—. Hablo de invitarte un café en ese lugar que nos gustaba, el de las tartas de manzana, si es que sigue abierto. ¿Me aceptas?

El corazón me dio un vuelco. El café de las tartas de manzana era nuestro refugio de la universidad. Un lugar de lógica y arte, de largas horas de silencio roto solo por el rasgueo de su lápiz.
Asentí, sin poder decir nada, y él me tomó del codo suavemente, guiándome lejos del ostentoso salón de baile.
El café, por suerte, seguía abierto, envuelto en una luz cálida y el olor a canela. Nos sentamos en nuestra mesa habitual, junto a la ventana, y pedimos dos cafés negros.
Al verlo allí, con su cabello cayendo libremente sobre el cuello de su traje, el caos bajo control, sentí una extraña paz. Era como si el tiempo no hubiera transcurrido. Podríamos haber estado en medio de un examen de contabilidad o discutiendo sobre el último pigmento que él había descubierto. La atmósfera entre nosotros era la misma: inalterada, fácil, una constante en mi vida de variables complejas.

Hablamos de arte. Me contó sobre su residencia en Berlín, sobre cómo la estructura de la ciudad le había obligado a ordenar su proceso creativo, sobre la exposición que estaba preparando. Yo le hablé de la Bolsa, de los mercados asiáticos, de cómo las finanzas eran un arte en sí mismo, un baile de riesgos calculados.
Durante casi una hora, fui Atenea, la lógica apasionada, la musa guerrera, y no la esposa perfecta y silenciada.
León me miró fijamente después de que terminé de contarle una anécdota sobre un error en un algoritmo. Dejó su taza y se inclinó ligeramente sobre la mesa. Su mirada, siempre tan perceptiva, se posó en mis ojos, no en mi vestido.
—Me alegra mucho verte, Atenea. De verdad. Siempre pensé que encontraríamos la forma de seguir conectados.
Guardé silencio, saboreando ese momento de conexión, sintiendo cómo se me llenaban los ojos de una tristeza que no podía nombrar.
—Pero —continuó él, con una franqueza que siempre me desarmó—, tus ojos se ven tristes. Se ven más lógicos que nunca, pero hay una especie de... opacidad en el azul Prusia.
Me estremecí. Solo él podía leer mi alma en colores.
—¿Estás triste, Atenea? —preguntó.
Tomé aire, sabiendo que no podía mentirle a la única persona que realmente veía mi verdad.
—Me casé, León.
No hubo sorpresa, ni exclamación, ni el drama que yo esperaba de la noticia. Solo un asentimiento lento y grave.
—Lo sé.
El aire se sintió denso. Me incliné hacia adelante, mi voz apenas audible sobre el suave jazz del café.
—¿Cómo lo supiste? Nadie de la universidad...
León sonrió, y el recuerdo de su risa era un bálsamo.
—La mariposa social.
Mi mente hizo clic de inmediato.
—Valeria —dije, sintiendo un leve alivio de que no hubiera sido Demian quien se lo hubiera dicho.
—Exacto. Valeria y Andrés están en la ciudad por unos días. Me la encontré en una galería ayer. Tienen un bebé. Está feliz. Ella me puso al tanto de... tu situación.

Valeria. Sí, la recordaba. La reina de los rumores bien intencionados, pero también una amiga sincera. Hablaba poco con ella ahora, solo cuando Demian estaba de viaje y podía usar mi teléfono sin riesgo. Valeria se había casado por amor y tenía la vida que yo ingenuamente había pensado que el orden me traería.

—Me alegro por ella —logré decir.
Decidí que el único camino de regreso a la normalidad era cambiar el enfoque.
—¿Y tú, León? ¿Encontraste a tu musa perfecta? ¿Te casaste?
Él se echó a reír, un sonido lleno de ese caos que tanto extrañaba.
—¿Yo? ¿Casarme? ¿Lo recuerdas? Soy un imán para los romances desastrosos. Soy un desorden a tiempo completo. El problema es mío; el estudio se ha convertido en mi amante. Vivo prácticamente allí.
Me permití sonreír de verdad, sintiendo el calor de esa vieja familiaridad. Era bueno ver que algunas constantes no habían cambiado.
—Sigo siendo pésimo para compartir mi espacio. Pero mi arte... eso sí está funcionando.
Se puso serio de nuevo, su expresión volviendo a ese enfoque intenso que dedicaba a sus lienzos.
—Voy a tener una exposición importante a fin de año. Por primera vez, en una galería grande. Es mi gran jugada. Y... aún tengo la pintura. La de la musa guerrera.
El corazón me dio un brinco. Había pensado en esa pintura muchas veces.
—La han querido comprar. Muchos coleccionistas la ven y la quieren, pero... no está a la venta. Nunca lo estuvo. Es la única pintura que no pude terminar porque, en cierto modo, no tiene final. Es el inicio.
Sentí una lágrima de emoción picarme los ojos.
—León, eso es...
—Quiero que volvamos a trabajar juntos, Atenea. No por la pintura de la musa, sino por el nuevo trabajo. Mis nuevas obras exploran la tensión entre la lógica y la liberación. Y no hay nadie que encarne ese tema mejor que tú. Necesito tu ojo. Necesito tu estructura. Necesito que seas mi musa, y me paguen por tu tiempo.
Sacó un tarjetero de cuero gastado y me entregó una tarjeta de presentación minimalista, sin logo, solo su nombre y un número de teléfono. Era su ancla al mundo exterior. Un salvavidas.
—Piénsalo. Llámame cuando puedas. Cuando quieras un café y hablar de caos, de números o de cualquier cosa.
Salimos del café, dejando atrás la calidez para enfrentar la noche. Me llevó en su coche, un vehículo antiguo, confiable, que olía a pintura y trementina.
Cuando se detuvo frente a mi lujoso edificio, la opulencia del lugar se sintió más pesada que nunca.
—Aquí estamos. El castillo.
—Gracias, León —dije, aferrando la tarjeta en la palma de mi mano. Era el único objeto de valor real que llevaba.
Me giré para abrir la puerta. Él se inclinó ligeramente, cruzando el escaso espacio que nos separaba, y su voz se hizo baja y ronca.
—Una cosa, Atenea.
Me volví a mirarlo.
—Te extrañé.
El aire se me fue de los pulmones. Era un peso que no sabía que había estado cargando. Me extrañó. No mi lógica, no mi cuerpo, no mi ayuda, sino a .
No dije nada. Solo lo miré, mis ojos probablemente traicionando todo el dolor y la verdad que guardaba. Asentí, salí del coche y cerré la puerta, dejando a León y la promesa de una vida diferente atrás, para volver a entrar en mi jaula de oro.




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