No mucho después de que Demian cerrara la puerta de su despacho con un golpe seco, la puerta del baño se abrió lentamente. Eran María y Claudia. Sus rostros no mostraban asombro; solo una tristeza profunda y una ira silenciosa. Sabían exactamente lo que había sucedido.
María, con un suspiro que era una oración, se arrodilló a mi lado.
—Vamos, Señorita Hay que mover ese cuerpo antes de que te congeles.
Entre las dos me ayudaron a levantarme. Me tambaleaba, la cabeza me daba vueltas, y el frío del agua calaba hasta los huesos. Me llevaron a mi habitación.
Claudia me despojó del vestido esmeralda empapado. Era un alivio sentir cómo la seda se despegaba de mi piel. Al verme el cuerpo, Claudia apretó los labios para contener las lágrimas.
—Es un monstruo —murmuró, y la rabia en su voz era palpable.
—Es Demian —corregí yo, la voz áspera. Él era una verdad matemática, una variable que no se podía eliminar con una simple protesta moral.
Mientras María preparaba una compresa tibia para mi mejilla golpeada y me cubría con una toalla suave, yo me aferré a la única cosa que me importaba.
—La tarjeta.
Con la mano temblorosa, señalé el montón de seda mojada en el suelo. Claudia la recogió de inmediato. Estaba empapada, pero el papel grueso de la tarjeta de León resistió.
—Toma, Atenea. Guárdala —dijo Claudia.
La tomé y la miré. León, Arte, Exposición, Berlín. Era mi boleto de escape. Si Demian la encontraba, todo lo que quedaba de mí sería destrozado.
—Necesito esconderla muy bien —dije, mi mente volviendo a operar con la lógica fría que me había salvado tantas veces.
Rápidamente, me levanté la sábana y caminé hacia el armario. Busqué entre mi ropa de invierno, la que Demian nunca me veía usar porque la consideraba "demasiado informal". Encontré una chaqueta de tweed que llevaba años sin ponerme y, con un alfiler de seguridad que María me dio, aseguré la tarjeta arrugada en el interior del forro, junto a la costura del bolsillo. Estaba a salvo.
María me curó las marcas en el rostro y me puso una pomada para los moretones que anticipaba aparecerían en mis brazos. Su tacto era suave, su silencio, mi mayor consuelo.
—Gracias —susurré, con la garganta apretada.
—Ya sabe, señorita. Usted solo enfóquese en mejorar —me dijo María, mirándome con una mezcla de lástima y admiración.
Me recosté en la cama, envuelta en un pijama de algodón. El dolor físico era fuerte, pero la punzada de esperanza que me había dejado León era más poderosa.
Mi mente comenzó a trazar el plan. No podía contactarlo ahora. Demian estaba aquí, podía revisar mis llamadas, y cualquier movimiento en falso sería fatal. La paciencia era la única opción.
Sabía que Demian no tardaría en irse. Los viajes de negocios eran su constante, su válvula de escape. En una semana o dos, estaría lejos, persiguiendo su siguiente gran "inversión" en el extranjero.
Tenía que esperar. Tenía que ser la esposa perfecta y silenciosa por unos días más. Tenía que recuperar mi energía. Tenía que ser la ecuación perfecta en la superficie, mientras debajo, mi musa guerrera tejía una red con el hilo de la oportunidad que me había dado León.
El caos. La liberación. Volveríamos a ello. Solo debía ser paciente. Y esperar a que Demian se fuera.
Horas más tarde, cuando el silencio de la noche se había asentado y el único sonido era la respiración regular de Demian desde su despacho (indicando que había caído en un sueño pesado después de su explosión), me levanté de la cama.
La tarjeta de León estaba a salvo en el forro de la chaqueta. Pero necesitaba el ancla más antigua, la que había sobrevivido a tres años de matrimonio.
Fui al fondo de mi cajón de lencería, donde guardaba documentos de trabajo antiguos y sin importancia para Demian. En el fondo, en una pequeña caja de madera que contenía un único mechón de cabello seco (de mi abuela, la única mujer que me había enseñado la fuerza), encontré el poema de León.
La hoja estaba amarillenta y maltratada, marcada por innumerables dobleces y las incontables veces que la había leído a escondidas, en las noches de soledad. Las manchas de pintura azul y roja que León tenía cuando me la entregó eran casi indistinguibles de las huellas de mis propios dedos.
Lo desdoblé con manos temblorosas y, a la luz débil del pasillo, leí de nuevo, dejando que las palabras se convirtieran en la voz que había olvidado:
Tú, la ecuación perfecta, hallaste en mi caos la resta. No busco la certeza, sino el riesgo de tu mirada honesta. Fuiste el ancla, la vela, el mar, la musa que aprendió a zarpar.
Un sollozo silencioso se atascó en mi garganta. Él no me había llamado "activa", me había llamado "ancla" y "vela". Me había visto como una fuerza que lo calmaba y una fuerza que lo impulsaba, no como un adorno que se podía romper.
Las lágrimas se derramaron, mojando el papel, pero el daño ya estaba hecho. Me pregunté, con una desesperación física que me hacía temblar: ¿Qué habría sido de mí si hubiera elegido el caos y el riesgo? ¿Qué habría sido si la honestidad de León hubiera sido mi constante en lugar de la falsa certeza de Demian?
Si me hubiera quedado con él, no habría un vestido de seda esmeralda, sino lienzos sucios. No habría noches de silencio helado, sino discusiones apasionadas hasta el amanecer. No habría marcas de cinturón en mi espalda, sino el rastro de la pintura en mi mejilla.
La elección de la lógica me había llevado directamente a la prisión más segura y dolorosa.
Apreté el poema contra mi pecho, sintiendo el ardor de la bofetada en mi mejilla como un recordatorio brutal del presente. El dolor de esa noche no era solo físico; era la punzada de saber que había desperdiciado tres años.
Pero el poema también tenía un mensaje final: la musa que aprendió a zarpar. El barco se había hundido, pero yo seguía a flote.
Limpié las lágrimas rápidamente. La nostalgia era un lujo que no podía permitirme. Me recordé a mí misma que ahora tenía una segunda oportunidad. Tenía que convertirme de nuevo en la ecuación perfecta: la calma en la superficie, el cálculo frío y preciso en el interior.
El plan era simple: esperar.
Editado: 08.12.2025