Musa cautiva

9

Había pasado una semana.
El hematoma en mi mejilla ya era solo una sombra de color marrón, fácilmente cubrible. Mi cuerpo ya no protestaba con cada movimiento, y mi mente, ahora bien alimentada con la lógica de mi escape y la poesía de mi pasado, estaba clara. Demian estaba al otro lado del mundo, con una diferencia horaria que me daba una ventana de seguridad de doce horas.
Era el momento.
Fui al armario y recuperé la tarjeta de León del forro de la chaqueta de tweed. Estaba húmeda y arrugada, pero el número era legible. Fui al teléfono de la cocina, que Demian no consideraba "privado" y, por lo tanto, no revisaba tanto como mi móvil personal.
Mis manos temblaron al marcar. Era el número que conectaba mi vida real con mi vida potencial.
Sonó dos veces antes de que contestara, y la voz al otro lado me hizo cerrar los ojos. No era la voz de estudiante; era más profunda, con una resonancia que me recordaba a la tierra húmeda y la trementina.
—¿Sí?
—León. Soy Atenea.
Hubo un silencio al otro lado, un silencio cargado de sorpresa y la misma intensidad que vi en sus ojos en la gala.
—Atenea. Sabía que llamarías —dijo, la simple afirmación enviando un escalofrío por mi espalda.
Fui directa, la profesional de las finanzas tomando el control para ocultar a la mujer aterrorizada.
—Acepto tu propuesta. La de la colaboración. La de la consultoría artística. Estoy libre esta semana.
Su risa fue baja y sincera.
—Me alegra oír eso, Atenea. Mucho. ¿Tienes tiempo mañana? Me gustaría que vinieras a mi estudio para ver el proyecto. Está a diez minutos del centro.
—Sí. Mañana, por la tarde —dije, sintiéndome extrañamente aliviada de que no hubiera preguntado por qué había tardado tanto.
Me dio la dirección. No era una galería, sino un antiguo almacén reconvertido. Me explicó cómo llegar en taxi, asegurándome de que tuviera una ruta sencilla.
—Estaré esperándote. Te veré pronto, Atenea.
—Hasta mañana, León.
Colgué el teléfono, sintiendo una inyección de adrenalina tan fuerte que casi me mareó. Lo había hecho. El plan había comenzado.
María y Claudia me observaban desde el umbral de la cocina. Habían oído la conversación.
—¿Mañana? —preguntó Claudia, con los ojos brillando de emoción.
—Mañana —confirmé, mi voz ya más firme—. Tengo que ir a su estudio para que me explique el proyecto.
Me senté en el taburete y respiré hondo. Sentía la necesidad de explicarles, de compartir la verdad que había guardado por tres años. Ellas eran mis únicas aliadas, merecían saber quién era el hombre que se había convertido en mi plan de escape.
—León no es como Demian —empecé, la voz temblándome por la emoción—. León... él no ve las cosas de forma binaria. No ve blanco o negro. Él ve el caos.
Él me conoció cuando yo estaba con Elías, y vio mi miedo. Él me pidió que fuera su musa para una pintura de tesis, la musa guerrera.
Les conté sobre el estudio, sobre el arte y la lógica. Les conté cómo nuestras citas eran pizza, silencio y largas horas de debate. Les conté cómo él me había enseñado a usar mis números no solo para calcular, sino para sentir.
—Y nos dimos un beso —susurré, sintiendo el rubor en mis mejillas, incluso después de todo este tiempo—. Nunca nos confesamos, nunca fuimos novios, pero éramos la constante más importante del otro. Pero él se fue a Berlín, yo caí en el orden de Demian... y nos perdimos.
Claudia se acercó y me abrazó.
—Pero te encontró, Atenea. Él te recordó.
—Lo que me asusta es que me vea ahora —admití, mi voz rompiéndose—. No quiero que vea a la esposa maltratada de Demian. Quiero que vea a la analista de finanzas que él admiraba. Necesito que él sea mi variable de liberación sin sentir lástima.
María, con su pragmatismo habitual, cortó el drama.
—Pues bien. No verá a la víctima. Verá a la mujer que está negociando su vida. ¡Claudia, al trabajo!
Las tres pasamos el resto de la tarde en la habitación, inmersas en la tarea más importante: elegir el atuendo perfecto. Era un acto de rebelión silenciosa, un rechazo a los vestidos de gala de Demian.
No elegimos seda ni joyas. Buscamos la Atenea que León recordaría:
• Un pantalón sastre de corte impecable, mi armadura de lógica.
• Una blusa de cuello alto, de un color azul profundo que recordaba al Prusia que León amaba, para esconder cualquier rastro de dolor en el cuello o los hombros.
• Zapatos planos y cómodos. Lista para caminar, lista para huir si era necesario.
Claudia me maquilló con una maestría increíble, cubriendo la sombra del hematoma y resaltando mis ojos.
Al mirarme en el espejo, no vi a la "vieja de cementerio" que Demian describió. Vi a la mujer que había trazado un plan, con la lógica fría de mi carrera y la promesa de un caos artístico en mi corazón. Estaba lista. Mañana me encontraría con mi constante perdida.
Las tres pasamos el resto de la tarde eligiendo el atuendo de mi armadura: pantalón sastre, blusa azul Prusia de cuello alto, y zapatos cómodos. Estaba lista.
taxi me dejó frente al almacén. Toqué la puerta.
Se abrió y allí estaba él. Su cabello recogido, con una camiseta negra manchada de pintura. La tensión entre nosotros fue palpable.
—Atenea. Estás justo como te imaginé.
—¿Me imaginaste, León?.
Él sonrió, su antigua alegría.
—Bueno, te imaginaba ya sabes... los recuerdos. Cuando te perdí de vista, me preguntaba a qué dedicarías tu lógica ahora. tú me entiendes.
El dolor que había cubierto se sintió menos pesado. Él me estaba dando la bienvenida de nuevo a un espacio donde mi identidad era definida por la fuerza de mi mente.
—Ven, tengo que mostrarte el proyecto —dijo León.
Me guio hasta una escultura de barras de acero pulido, una cuadrícula perfecta, siendo violentamente desgarrada por una masa de pintura roja.
—Mi exposición de fin de año se llama "La Tensión de la Estructura" —explicó—. Explora cómo el orden autoimpuesto—la jaula que nos construimos—es lo que finalmente colapsa bajo el peso del caos emocional.
—Es brutal, León —susurré.
—La estructura que creas no es la que colapsa —dije, mirando la obra—. Colapsa la que te imponen. Yo puedo darte la lógica que necesitas. Puedo ser el ancla para tu vela.
—Pero tienes que prometerme algo.
León me miró con seriedad.
—Lo que quieras, Atenea.
—Solo somos analista y artista. Nada más. Nuestro pasado es una variable que no afecta nuestro presente. ¿Aceptas?
—Acepto el acuerdo, Atenea —dijo, sonriendo con un brillo—. Pero como tu artista, tengo derecho a pintar tu estructura de vez en cuando.
La atmósfera se relajó ligeramente. León dejó el drama para tomar el rol de guía y maestro, el mismo que recordaba de la universidad. Durante la siguiente hora, me guio a través de los prototipos y bocetos de su exposición, explicando meticulosamente la intención detrás de cada obra.
Me mostró un lienzo gigantesco, casi totalmente negro, pero roto por un único vector de luz blanca que lo cruzaba de esquina a esquina.
—Esto es "El Umbral" —explicó León, con el pincel en la mano—. Es el momento justo antes de la decisión. La oscuridad es cómoda, pero el vector blanco, la verdad, es doloroso y te obliga a moverte. Necesito que analices la intensidad del blanco. ¿Es demasiado puro? ¿Se siente fabricado?
Yo, a mi vez, respondí con la precisión de un informe financiero.
—La composición es sólida, León. El blanco es correcto. Pero tu línea del vector es demasiado recta, demasiado predecible. La liberación no es una línea recta; es una función exponencial. Necesitas una ligera desviación, un factor de caos de 0.05% para que la liberación parezca orgánica, no forzada.
León me observaba con una concentración que me hacía sentir que cada palabra mía era oro. Se giró hacia mí, con una sonrisa amplia y satisfecha.
—Ahí estás. Ahí está la razón por la que te llamé. Tú ves la vida en funciones, y yo la pinto en abstracciones, pero ambos buscamos el punto de inflexión.
El trabajo fluía con una facilidad asombrosa. Era la danza que habíamos practicado, donde mi lógica nutría su instinto, y su instinto liberaba mi lógica.
Aprovechando una pausa mientras León buscaba un cuaderno, mi curiosidad superó mi precaución.
—La pintura, la de la musa guerrera. Dijiste que aún la tenías y que no estaba a la venta.
León se detuvo, su mano sobre una pila de cuadernos.
—Correcto.
—Me sorprende que no la hayas cedido a un museo. Es una pieza clave de tu obra de ese período.
Él arqueó una ceja, volviendo a ese tono de confidencia íntima.
—No está en un museo. Está en un lugar seguro.
—¿Dónde? —pregunté, sintiéndome una niña otra vez, buscando un tesoro escondido.
Me miró directamente, la intensidad en sus ojos era la misma que había visto en el café.
—En mi casa. En la pared de mi estudio privado. No la venderé. No hay un precio para un principio.
Esa declaración me dio un golpe más fuerte que el arte. Yo era su "principio", un momento de su vida que él atesoraba por encima del valor comercial.
La tensión entre nosotros se volvió gruesa. León se inclinó ligeramente, dejando de lado los cuadernos. Había terminado la fachada de trabajo.
—Atenea —dijo, su voz baja—. Tienes la misma opacidad en los ojos que tenías hace años con Elías. Es una opacidad que no se va con el dinero o con los vestidos de seda.
Me encogí, sintiendo cómo el maquillaje se hacía menos fuerte contra la verdad.
—Mi matrimonio... es complicado.
León asintió, su comprensión era absoluta, sin la necesidad de palabras explícitas.
—Lo entiendo. Es como Elías. No necesitas decirme. Lo veo en tus ojos. Se ven tristes. Pero te prometí que no te preguntaría más, y no lo haré. No voy a forzar tu estructura.
Se irguió, rompiendo el momento de profunda intimidad. Su sonrisa volvió, la sonrisa del viejo amigo que sabía cómo traer el caos para aliviar el dolor.
—Ahora. Suficiente de arte y suficiente de estructuras rígidas. Hay una pizzería maravillosa a la vuelta de la esquina que hace la pizza de cuatro quesos que te gustaba. ¿Pizza?
—¿Aún recuerdas mi pizza favorita? —pregunté, sintiendo un nudo de emoción en la garganta. Demian ni siquiera recordaba si tomaba el café con azúcar o sin ella.
León me tomó del brazo para guiarme hacia la salida.
—Claro que lo recuerdo, Atenea —dijo, y su voz era suave y segura—. Jamás podría olvidar lo que le gusta a mi única musa.
Caminamos por la calle, sintiendo el aire fresco. La pizzería era pequeña y ruidosa, llena de vida. Pedimos nuestra pizza y dos cervezas ligeras, en lugar de café. Era un nuevo ritual, una nueva libertad.
Mientras esperábamos, el ruido de la gente común me hizo sentir protegida. León me contó sobre su tiempo en Berlín, pero esta vez, no habló de arte. Habló de la vida, de lo mundano y gracioso.
—Hubo una época horrible, justo después de la universidad, en que estaba experimentando con un solvente industrial nuevo. Era súper tóxico, pero daba un brillo al óleo que... en fin, la genialidad a veces te pide un sacrificio.
León hizo una pausa dramática, tomando un sorbo de cerveza.
—Una noche, estaba tan absorto en terminar un encargo que olvidé ventilar bien el estudio. Me quedé dormido sobre la obra. Cuando me desperté a las tres de la mañana, sentí un hormigueo extraño en el cuero cabelludo.
Me incliné, fascinada.
—¿Qué pasó? ¿Te intoxicaste?
—Peor. El disolvente se había secado, y mi cabello, todo este caos que ves ahora —dijo, jalándose un mechón—, se había pegado a la pintura como si fuera pegamento industrial. Intenté liberarme con agua, con jabón, con aceite de oliva... nada funcionó.
Yo ya estaba sonriendo, anticipando la catástrofe.
—Tuve que ir a un amigo que estudiaba química en la universidad y pedirle que usara un compuesto especial para disolverlo sin derretirme la cabeza. Estuve a punto de quedarme calvo, Atenea. Por el arte. Tuve que usar gorro durante un mes entero.
Y entonces, sucedió.
La risa brotó de mí, fuerte y genuina, la primera risa sin control que recordaba desde que me casé. Fue un estallido de alegría y alivio, que resonó en el bullicio de la pizzería. Me cubrí la boca con la mano, avergonzada por el volumen, pero incapaz de parar.
León me miraba con una expresión de pura satisfacción. Su sonrisa era amplia, sus ojos se arrugaban en las esquinas. Me reía tanto que sentí que mis ojos se llenaban de lágrimas.
—¡Calvo, León! ¡No puedo imaginarte calvo! —logré decir entre risas.
—¡El horror! —exageró él, haciendo un gesto teatral—. Pero ahí tienes, la vanidad del artista confrontada por la química.
Mi risa se fue apagando, convertida en un suspiro largo y tembloroso. Me sentí ligera, como si hubiera soltado un peso que había estado cargando por mucho tiempo.
—Gracias —dije, más seria—. Gracias por eso.
—Gracias a ti por reírte. Es un sonido que me hacía falta —respondió León, extendiendo su mano sobre la mesa. Su gesto era una invitación abierta, pero yo me contuve, manteniendo mi parte del trato.
En ese instante, la camarera llegó con nuestra pizza de cuatro quesos, cortando la tensión. La simple vista de mi comida favorita, la presencia de León, el sabor de la cerveza ligera y la prueba de que aún podía reír, eran una receta perfecta.
Mientras mordía el primer trozo de pizza, sentí que la Atenea lógica y la Atenea caótica se reconciliaban.
León me observó comer, con un cariño silencioso y familiar.
—Y bien —dijo, después de un momento—. Ahora que hemos terminado con las catástrofes capilares y hemos cumplido el requisito de carbohidratos... Tomó mi mano sobre la mesa, un toque breve y electrizante que no pude rechazar.
—Lo que veo en tus ojos no es la opacidad de la tristeza, Atenea; es la opacidad de la paciencia. Pero sé que esa paciencia se está agotando. Y estoy aquí para cuando el caos sea inevitable.
Retiró la mano y volvió a tomar un trozo de pizza, actuando como si el momento no hubiera existido.
—Entonces, ¿qué dices? ¿Continuamos con la consultoría el jueves? .




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