El jueves, me vestí con una falda lápiz de lana gris y una blusa de seda color crema con cuello alto. Aún era mi uniforme de batalla, mi "estructura", pero la seda era suave al tacto. Mis notas sobre la fórmula de "El Colapso del Miedo" estaban en mi bolso, pero mi mente estaba más ocupada con la imagen de las manos agrietadas en la pintura de León.
Llegué al almacén y toqué la puerta.
León me abrió con una sonrisa tan genuina que me hizo olvidar, por un momento, la seriedad de mi misión. Él era el caos en carne viva hoy. Su cabello, normalmente recogido, caía suelto sobre sus hombros, con un par de mechones pegados a su frente por el sudor. Llevaba una camiseta sin mangas, y había un audaz rastro de pintura dorada y roja que le manchaba el hombro y la mandíbula.
Sonreí, un gesto enternecido y honesto que no había practicado en años.
—Pareces un guerrero regresando de la batalla —le dije, entrando al estudio.
—Y tú pareces la estrategia que planeó la victoria —replicó él, señalando mi atuendo.
León me guio hacia el centro del estudio, donde la luz cenital era perfecta.
—Tengo dos cosas para hoy —dijo, frotándose las manos, dejando un rastro de pintura dorada en su pulgar—. Primero, tu análisis sobre la jaula y la erosión. Y segundo... una nueva pintura que estoy planeando.
Hizo una pausa, su mirada se volvió intensa.
—Para la próxima sesión, quiero que uses el vestido más lujoso que tengas. El que mejor represente la estructura y la prisión.
Lo miré, sorprendida. —¿Mi vestido más lujoso? ¿Para qué, León?
—Es para esta nueva pieza —respondió, con un misterio juguetón en su voz—. No puedo decirte de qué se trata aún, es una sorpresa. Solo sé que necesito la antítesis del caos. Y tu lujo es el orden más imponente.
Ambos sonreímos, una sonrisa de complicidad. Sentí que no me estaba pidiendo un vestido, sino el símbolo de mi encarcelamiento.
—Entendido. El jueves próximo, traeré la estructura más cara que poseo.
—Perfecto. Ahora, a lo nuestro.
León caminó hacia un viejo tocadiscos en la esquina.
—¿Aún utilizas música para trabajar? —pregunté.
—Siempre. Solo que ahora la mantengo baja para no romper el silencio. —Puso una aguja sobre el vinilo y una suave melodía clásica, casi imperceptible, llenó el aire.
—Vamos a empezar. Olvídate del cuaderno por un momento. No te pediré que captures la lógica o la matemática como la última vez. Esta vez, quiero capturar lo que está más allá.
León me pidió que me sentara en la silla de musa.
—Siéntate y respira. Piensa en el caos. Piensa en la liberación, Atenea.
Mientras ajustaba la luz, su expresión se relajó.
—Ah, y a propósito —dijo, encogiéndose de hombros—. Sabes qué he estado haciendo últimamente, por pura nostalgia. He vuelto a ver esa película del tiburón en el tornado. No sé por qué, pero me trae unos recuerdos muy buenos.
Sonreí, al recordar las noches de cine con él, donde veíamos las peores películas solo para reírnos de la trama. Pero mi sonrisa se congeló al darme cuenta de que, desde que me casé, no recordaba si había ido al cine con Demian alguna vez. La vida con él era una serie de eventos, no de recuerdos.
León notó mi silencio y se acercó a la silla.
Se inclinó, no para dar una indicación, sino para... algo más. Su mano, manchada de oro y rojo, se acercó a mi cintura. Su agarre fue suave, cálido, totalmente diferente a la brusquedad con la que Demian siempre me jalaba o me tomaba. No había posesión, sino un toque de respeto y admiración.
La proximidad de su cuerpo, el olor a pintura y madera en lugar de colonia costosa, me inundó. Sentí ese nerviosismo inconfundible de adolescente, la misma punzada en el estómago que experimentas cuando el chico que te gusta se acerca o te mira más de la cuenta.
Nuestras caras quedaron muy cerca, y pude ver la textura de la pintura dorada en su mandíbula. Mis ojos se dirigieron involuntariamente a su garganta. Noté cómo León pasaba saliva con dificultad; su manzana de Adán subió y bajó en un movimiento revelador.
Él estaba tan nervioso como yo. Y esa vulnerabilidad compartida fue la cosa más poderosa que había sentido desde que regresé. La estructura estaba a punto de colapsar.
—Tengo que... tengo que empezar a dibujar —murmuró, su voz ronca, sin soltar mi cintura.
—Sí —respondí en un susurro, mi corazón latiendo contra mis costillas.
León retiró lentamente la mano de mi cintura, el calor de su toque tardó un segundo en desvanecerse. Se acercó a su caballete, respiró hondo y tomó un trozo de carboncillo. La música clásica seguía sonando suavemente, un testigo silencioso de la tensión.
Comenzó a dibujar. El sonido del carboncillo rasgando el papel era el único que rompía el silencio. Pero no miraba el papel; sus ojos, concentrados y oscuros, estaban fijos en los míos. Su mirada era un análisis profundo y doloroso, no de mi pose, sino de mi alma.
Después de varios minutos bajo esa inspección intensa, mi nerviosismo creció. Me sentía expuesta de una manera que Demian jamás había logrado, porque León me estaba viendo.
—León —pregunté, mi voz apenas un hilo—. ¿Qué pasa? ¿Mi postura es incorrecta? ¿Estoy demasiado rígida?
León no dejó de dibujar, pero una sonrisa lenta y suave se dibujó en sus labios, el único punto de calma en su rostro concentrado.
—Tu postura es perfecta, Atenea. No cambies nada.
Hizo una pausa, su mirada se volvió más oscura, más íntima.
—Solo me quedo aquí viendo... tus ojos. Son como una ventana a todo ese caos hermoso que tratas de ocultar con funciones y trajes de seda. Él... tiene que haber dicho esto al menos una vez, ¿verdad? Que tienes los ojos más increíbles que existen.
Sonreí, una sonrisa pequeña y amarga que apenas movió mis labios.
—Demian no es de esas cosas.
Mi tono era tan plano como si estuviera hablando del clima o de un rendimiento de bonos.
—Él me ha dicho que mi rostro es demasiado serio, que soy igual de fea que llegar a números rojos en un trimestre. Y que tengo... —Busqué la frase exacta que él usaba, como si la citara de un informe—. Que tengo rasgos de vieja de cementerio cuando no sonrío.
Lo dije con la misma tranquilidad con la que daría la hora. Era un hecho. Una constante en la ecuación de mi vida.
León dejó de dibujar. El carboncillo cayó sobre el lienzo con un golpe sordo, rompiendo el ritmo tranquilo de la música.
Se quedó mirándome. Su mirada se volvió negra, no de rabia, sino de una oscuridad profunda y protectora. Se pasó la mano por el cabello suelto, echando los mechones hacia atrás, un gesto brusco que reveló la tensión de su mandíbula. Mis ojos se dirigieron a su mano derecha, donde noté cómo apretaba con tanta fuerza el pincel que sus nudillos se pusieron blancos.
El aire en el estudio se había vuelto pesado. León se inclinó ligeramente, cruzando el umbral de su espacio artístico.
Me miró fijamente, con una intensidad que prometía tanto caos como venganza.
—Es un estúpido —dijo, la voz baja y grave, llena de una ira controlada que me heló la sangre. Era una declaración de guerra, un juicio final emitido por el artista sobre la constante que me mantenía prisionera.
Editado: 27.12.2025