Después de una hora de trabajo intenso, donde la conversación oscilaba entre la lógica impecable de Atenea y las metáforas de liberación de León, él se detuvo. Había llenado tres páginas de bocetos, todos con mis ojos como centro de la composición.
—Bien —dijo, estirándose, sus músculos tensos por la concentración—. Es suficiente caos por un día. Tómate un descanso.
Dejó el carboncillo.
—¿Tienes hambre? ¿Quieres un café?
—Solo agua, por favor —dije, sintiéndome seca por la intensidad del momento.
León se dirigió hacia el fondo del almacén, donde había una pequeña zona de cocina improvisada. Mientras él estaba allí, aprovechando la oportunidad de moverme sin la mirada de Demian o la de León, di unos pasos para estirar mis piernas.
Mi atención fue capturada por una puerta oculta, que parecía ser solo parte de la pared de ladrillo. Estaba ligeramente entreabierta. Me acerqué, movida por una curiosidad que no sentía desde la universidad.
Adentro, había una pequeña habitación. No era un desordenado refugio de artista. Era un espacio pulcro y minimalista. Y en el centro, había una cama perfectamente ordenada, cubierta por un edredón de lino gris. Había incluso una mesita de noche de madera sencilla con un libro y una pequeña lámpara de lectura. Era un santuario.
León regresó en ese instante, con dos vasos de agua helada en la mano. Me encontró con la mirada fija en la habitación.
—¿Qué escondes aquí, León? ¿A la musa guerrera en persona?
León sonrió, y el rubor subió ligeramente a su cuello, como la primera vez que me habló de la pintura.
—Solo un refugio. A veces me quedo aquí cuando se me hace demasiado tarde y no quiero conducir de vuelta al caos de la ciudad. Es mi propia estructura, Atenea. Un lugar donde el arte no puede entrar.
Me ofreció el vaso de agua. Al tomarlo, nuestros dedos se rozaron, enviando esa familiar descarga eléctrica. La química, esa constante que se forjó en la universidad, aún persistía y se resistía a morir pese a la distancia que nos separó y el matrimonio horrible que había elegido. Era la fuerza más pura y caótica que conocía.
—Si quieres, puedes sentarte un rato allí —dijo, con un tono suave de ofrecimiento y una profunda confianza—. Para que descanses un poco del mundo exterior. Es el único lugar donde no hay pintura ni preguntas.
Negué con la cabeza, sonriendo, aunque el ofrecimiento era tentador. Sentarme en esa cama sería cruzar una frontera que aún no estaba lista para saltar.
—Estoy bien, León. Gracias.
Sin embargo, la inercia del día y la comodidad de la presencia de León me hicieron dudar. Me sentía tan agotada por la intensidad del encuentro que, finalmente, cedí. Dejé el vaso sobre una mesa auxiliar y caminé tímidamente hacia la pequeña habitación anexa.
—Solo un minuto —murmuré, entrando al santuario.
tome asiento sobre el borde de la cama, sintiendo el confort del lino fresco. Mi mirada recorrió la habitación, buscando un punto de anclaje. Mis ojos se desviaron hacia la pared justo encima de la mesita de noche.
Allí, pegadas con cinta adhesiva, había una serie de fotografías en blanco y negro y pequeños dibujos rápidos. Y en el centro, había una foto a color de León junto a una chica.
La chica tenía ojos rasgados, el cabello oscuro con unas mechas de un color fantasía, y una apariencia dulce y tierna. Estaban sonriendo, abrazados, con el telón de fondo de un paisaje urbano que reconocí como Berlín.
Una punzada, tan afilada como inesperada, se clavó en mi pecho. Era un sentimiento que no había sentido desde hacía más de una década: celos. León era de mi propiedad conceptual, mi caos. Ver la evidencia de otro caos compartido me desequilibró.
—¿Quién es ella? —pregunté, mi voz sonando más firme de lo que pretendía, pero con un tinte de fragilidad.
León se acercó al umbral, con el vaso en la mano. Miró la foto, y su expresión se suavizó con una nostalgia que no me gustó.
—Ella es Luna. Una amiga que conocí en Berlín. Es artista, igual. Trabajamos juntos un tiempo en una serie sobre el color y la memoria.
—Es bonita —dije, sintiendo el impulso de mentir sobre mi indiferencia, pero solo logrando sonar forzada.
León me miró, y entendió el subtexto de mi pregunta. Él siempre entendía el subtexto.
—No funcionó —respondió, encogiéndose de hombros—. Diferente visión.
Su respuesta debería haberme tranquilizado, pero la punzada permaneció. Recordar que él había intentado seguir adelante, había buscado a otra "visión" cuando yo lo abandoné, me hizo sentir egoísta e infantil.
Me levanté de la cama, la incomodidad palpable.
—Creo que... tengo que irme —dije, titubeando visiblemente. Ni siquiera tenía un pretexto real.
León caminó hacia mí, deteniéndose justo frente a la puerta.
—Entiendo —dijo, su tono grave, sin juzgar, pero con una profunda tristeza.
Me di la vuelta y caminé hacia la salida. Estaba a punto de tocar el pomo de la puerta principal cuando la mano de León me tomó suavemente la muñeca. Su toque me detuvo en seco.
Me giré. Sus ojos no tenían la rabia de antes, sino una urgencia desesperada.
—Atenea... volverás, ¿verdad?
Mi corazón se apretó. Podía leer la inseguridad en su mirada. Él también temía esta nueva separación.
—Sí —respondí, mi voz firme a pesar de la tormenta interna—. Mañana.
León soltó mi muñeca. Salí del estudio.
Apenas crucé la calle, sentí que el aire se me iba. Me apoyé contra una pared de ladrillo. ¿Y si esa chica fue importante? ¿Y si aún lo era? ¿Y si en el corazón de León ya no estaba yo, sino ella, o alguien más?
Me regañé con la dureza de un inversor que ha perdido millones en un solo día. No puedes ser egoísta, Atenea. No puedes querer a León para ti sola si tú misma estás atrapada en tu matrimonio. Él tiene derecho a su propio caos. Pero el pensamiento no me consoló.
Ahora, el Riesgo Calculado ya no era solo por mi libertad, sino por la posibilidad de recuperarlo a él.
Editado: 27.12.2025