Musa cautiva

12

Ambas mujeres se movieron con una eficiencia silenciosa, un plan de contingencia practicado en la sombra de los abusos de Demian. Claudia me ayudó a ponerme de pie, mientras María recogía los pedazos rotos del vestido de seda, tratando de borrar la evidencia.
Me llevaron al baño adyacente, un espacio de mármol frío que contrastaba con el calor de su preocupación. Me ayudaron a entrar en la tina, el agua tibia amortiguando el dolor físico y la humillación. Mientras me sumergía, Claudia preparó compresas frías, envolviéndolas en un paño suave.
—Esto ayudará con el golpe, señorita —dijo, aplicando la compresa con una ternura infinita sobre mi mejilla ardiente.
Cerré los ojos, disfrutando el alivio. Me sentí como una niña enferma cuidada por su madre. Pero la calma era fugaz.
—No podré verlo —dije, sintiendo la desesperación del encierro.
—¿A quién, señorita? —preguntó María en voz baja.
—A León —respondí, usando su nombre por primera vez en voz alta con ellas, como si él fuera un arma secreta—. Se suponía que iría mañana. Necesito decírselo.
Claudia me miró, sus ojos firmes y serios.
—No. No puede, señorita. No hasta que el señor Demian se vaya de nuevo. Es demasiado arriesgado. Si él contesta, si ve un mensaje...
La lógica de Claudia era impecable y cruel. Tampoco puedo llamarlo. No quería arriesgarme a que Demian volviera a revisar mi celular o encontrara alguna nota. Estaba atrapada.
Y si tarda en irse? —susurré, la ansiedad apretándome la garganta. Podría ser una semana. Podría ser un mes.
—Entonces usted actúa desde aquí —dijo María, mojándome el cabello con suavidad
—Díganos qué necesita, señorita. Y lo haremos —prometió Claudia.
era una máscara de porcelana perfecta: pálida, controlada y sin fisuras. Por dentro, el odio era un motor limpio y eficiente.
Más tarde por la noche
Nos sentamos a la mesa del comedor, un espacio ridículamente formal para solo dos personas. Demian parecía satisfecho, como si la violencia de la tarde hubiera restablecido el orden en su universo.
La conversación era, como siempre, un monólogo sobre sus negocios y la grandeza de su familia. Me limité a asentir, mi mente ocupada en la lógica de supervivencia.
—Hablé con mi padre hoy —dijo Demian, cortando un trozo de carne con brusquedad—. Me preguntó cuándo diablos le daríamos un nieto. Está ansioso por tener uno más. Ya sabes, la hermana de Brasil tiene dos, y él siempre tiene que comparar.
Sentí un escalofrío. El tema de los hijos era una nueva jaula.
Demian me miró directamente, con esa superioridad que siempre me hacía querer gritar.
—Atenea. Mañana por la mañana iremos a una clínica.
Dejé el tenedor sobre el plato con un sonido apenas audible, pero que resonó en el silencio de la formalidad.
—¿Para qué? —pregunté, forzando un tono inocente.
Demian soltó una carcajada fría, como si yo hubiera hecho el chiste más patético del mundo.
—¿Cómo que para qué? ¿Para comer pastel y tomar café? No seas estúpida, Atenea. Iremos a que te revisen. Necesito saber por qué carajos no te has embarazado.
El aire se me fue de los pulmones. Mi cuerpo, mi última posesión, estaba a punto de ser invadido por su control.
El pánico se disolvió en una claridad brutal. La rabia por la bofetada y la humillación por la clínica se unieron. Me obligué a sonreír y asentir.
—Claro. Mañana por la mañana. Lo que tú digas.
Demian sonrió, satisfecho con mi obediencia.
Me levanté de la mesa apenas terminó de comer, mi mente corriendo a la velocidad de la luz.
—Disculpa, Tengo un poco de dolor de cabeza. Me retiro.
—Bien, y no olvides que te quiero perfecta mañana —dijo él, sin mirarme.
Salí de la habitación. Mi mente, que normalmente calculaba futuros complejos, estaba en el presente absoluto. Solo existía la mañana. La clínica. El terror. La humillación. No había un plan de huida, no. Solo el recuerdo de la última vez que intenté escapar, la paliza que me paralizó y el juramento que me obligó a hacer Demian de jamás volver a intentarlo. El Riesgo Calculado de la huida no era un capital, era la muerte.
La mañana llegó demasiado pronto. Me vestí con la misma estructura que me había fallado: un traje sastre inmaculado que ocultaba la verdad de mi cuerpo, pero que ahora se sentía como un uniforme para el matadero. Bajo el maquillaje, el golpe de Demian seguía latiendo.
La clínica era tan pulcra como esperaba, llena de mármol y silencios incómodos. Demian estaba radiante de arrogancia; yo, una estatua de hielo a su lado.
El médico, un hombre mayor con una sonrisa cansada, nos recibió. Después de las pruebas y las esperas que se sintieron como siglos, regresó con los resultados.
—Bueno, señor y señora Zarájef —dijo con una voz monótona, señalando un laptop con gráficos—. Tras revisar ambos análisis, me complace informarles que todo está en orden. Ambos son perfectamente fértiles.
Sentí un frío mortal. ¿Perfectamente fértiles?
—Entonces, ¿por qué no ocurre? —preguntó Demian, impaciente.
—Hay muchas razones, señor Demian. A veces, solo es cuestión de tiempo, de estrés. Les recomiendo que lo sigan intentando con más frecuencia, de forma relajada. La naturaleza es sabia. Aumenten la frecuencia de las relaciones.
El doctor nos dedicó una sonrisa de complicidad y nos dio la mano, sellando la consulta con su consejo médico.
—Frecuencia. Relajación —murmuró Demian mientras caminábamos hacia el coche, su rostro iluminado por la solución.
Mi interior se retorció. Frecuencia. Relajación. Para él, la intimidad ya era una posesión, un acto de control, a veces violento, a menudo despectivo. No era placer ni conexión; era una herramienta para afirmar su dominio. Con el diagnóstico médico dándole luz verde y la indicación de "intentarlo más seguido", Demian tenía la excusa perfecta para intensificar la brusquedad y la humillación.
Sentí la bilis subirme por la garganta. La voz de la analista en mi cabeza . La jaula no solo se había cerrado, sino que Demian ahora tenía la llave para girarla más a menudo.
Durante el viaje de regreso en el coche, el silencio se rompió cuando Demian puso su mano en mi muslo, apretándolo con una posesividad dolorosa. Su mirada estaba fija en la carretera, pero su voz era fría y controlada.
—Escucha bien, Atenea. Si no quedas embarazada pronto, me veré en la necesidad de buscar una mujer.
Mi corazón se detuvo. Lo miré con los ojos abiertos, sin poder creer la crueldad. —¿A qué te refieres? —pregunté, mi voz apenas un susurro.
Él me dedicó una media sonrisa, la de un depredador que ofrece una pequeña limosna.
—Buscaré una mujer para que tenga al bebé, por supuesto. Pero no te asustes, princesa. Tú sigues siendo mi esposa. No le daré mi apellido a una puta cualquiera. Además, mi padre te adora.
La humillación era más profunda que la bofetada. Él me relegaba a un objeto decorativo, reemplazando la única función que su familia me había impuesto. Yo sería la esposa estéril que sería testigo de cómo otra mujer llevaba a su hijo, mientras él conservaba el decoro social.




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