Musa cautiva

13

Una semana pasó. Cada día fue una tortura silenciosa, una agonía de noches vigiladas por Demian, donde la "frecuencia" que recomendó el médico se convirtió en una nueva forma de control. Pero yo había sobrevivido. Mi cuerpo estaba magullado, pero mi mente estaba intacta.
Finalmente, Demian volvió a salir de viaje. Esta vez, su ausencia duraría más tiempo. Como yo no había protestado, ni me había defendido, ni había mostrado el menor atisbo de la "fiera" que él odiaba cuando quiso tomarme, se sintió seguro y me dio la información completa.
—Hay un problema con un cliente en el extranjero que debo solucionar —me dijo, con la condescendencia habitual—. Me llevará bastante tiempo. Además, quiero aprovechar para hacer nuevas conexiones.
Esperé dos horas. Dos largas horas en la quietud de la casa , asegurándome de que su coche no regresara por un objeto olvidado o un impulso de paranoia. Dos horas donde el miedo se transformó en la urgencia más pura.
Me alisté. Me quité el traje sastre, me puse ropa sencilla y un abrigo largo para ocultar cualquier marca. Mi maquillaje era denso, cubriendo la última sombra amarillenta en mi mejilla. Tomé mi bolso y la tarjeta de León que había escondido.
Caminé por el sendero hacia el estudio con pasos rápidos y decididos. Era la primera vez en días que el aire sabía a algo más que terror.
Llegué a la puerta de metal, la misma que había cerrado la semana anterior bajo la humillación, y toqué. Dos golpes suaves.
La puerta se abrió casi de inmediato. León estaba detrás, vestido con una camiseta s manchada de colores brillantes, el cabello oscuro y lacio le caía sobre los hombros. Sus ojos negros, profundos e intensos, se abrieron de alivio.
—¡Atenea! —Su voz era áspera, cargada de una preocupación no disimulada.
Antes de que pudiera hablar, me abrazó. Fue un abrazo efusivo, un contraste brutal con la rigidez con la que vivía. Me aferré a él, hundiendo mi rostro en el hueco de su hombro, inhalando el olor a trementina y caos que tanto me faltaba. Era la primera vez en una semana que sentía una conexión física que no era posesiva.
Me soltó, sosteniéndome por los hombros, y sus ojos escanearon mi rostro con la intensidad de un artista que busca la verdad.
—Pensé que habías decidido no volver —dijo, la preocupación teñida de un reproche suave—. Pasó una semana.
Me alejé un poco, componiendo mi rostro en la máscara de calma.
—Hubo problemas en casa —dije, una frase codificada, la única verdad que podía permitirme.
—¿Problemas? ¿Estás bien? —insistió.
—Sí —dije, forzando una sonrisa ligera—. Solo... visitas. Familiares. Todo está bien ahora.
Me moví hacia la silla que ya consideraba mía. Al sentarme, noté el cambio en la mirada de León. Él no me creyó. Su ceño se frunció ligeramente, sus ojos oscuros recorriendo mi cara y mis manos. Había algo en mi rigidez, en la forma en que mis ojos no se encontraban con los suyos por completo, que le decía que mentía.
Pero, milagrosamente, tampoco me preguntó. Respetó el muro que levanté. Me dio espacio, y ese simple acto fue más sanador que cualquier palabra.
—De acuerdo —dijo, tomando su pincel, pero sin empezar a pintar—. Entonces, hablemos de esa Musa que ya tiene una semana de retraso.
León dejó su pincel y se acercó a un caballete auxiliar, donde había varias telas pequeñas y cuadernos de bocetos.
—Mira esto —me dijo, con la voz volviendo a su tono profesional, el artista concentrado—. He estado trabajando en los colores.
Me mostró pinturas nuevas, explosiones de color con texturas inesperadas. Me explicó, paso a paso, cuáles usaría en mi retrato, diciendo cosas que me hicieron sonreír genuinamente por primera vez en días.
—Este tono de ámbar claro y dorado combina con tus ojos. Para tu cabello... una cascada de sombras, pero con destellos de siena que le den volumen.
Sonreí. Me sentía vista, no como una esposa trofeo o un vientre para un heredero, sino como una obra de arte digna de ser estudiada.
—Quítate el abrigo —dijo, señalando la cama donde habia estado la sesion anterior —. Puedes dejarlo ahí.
Acepté con un asentimiento. Me levanté y sentí un nudo de ansiedad. Desabroché el abrigo, la capa protectora contra el mundo y contra las marcas de Demian. Me cercioré de no tener marcas visibles en los brazos, el cuello o el rostro; para mi suerte, las peores se limitaban a mis muslos y torso, cubiertos por mi ropa interior y la falda. Me sentí aliviada al poder desprenderme del abrigo.
Cuando giré para salir, mis ojos se detuvieron en la pared.
La foto de la chica de mechas de color fantasía ya no estaba en su lugar.
En su lugar, fijado con una cinta de color neón, había un dibujo rápido y espontáneo: un campo floral. Líneas sencillas, pero que transmitían paz y color.
Una calidez, que no sentía desde hacía meses, me recorrió el pecho. León lo había quitado. Lo había reemplazado con algo hermoso y neutro. Era su forma silenciosa de decirme que ese espacio, al menos por ahora, era mío.
Salí del pequeño espacio. Cuando mis ojos se cruzaron de nuevo con los de León, me sentí desnuda bajo su mirada.
—Luces hermosa —dijo.
No fue un cumplido casual. El tono en que lo dijo fue lento, grave, como un anhelo pronunciado en voz alta. Por un instante, el artista desapareció y solo quedó el hombre.
De inmediato, recuperó su postura profesional, pero no fue lo suficientemente rápido. Vi el carmesí subir por sus orejas y su cuello. Se aclaró la garganta, sintiéndose tan expuesto como yo.
—Voy a abrir las ventanas —dijo, buscando algo que hacer con sus manos—. Necesitamos mejor luz.
Regresó a su lienzo. Luego se detuvo justo detrás de mí.
—La barbilla debe ir un poco más alta. Aquí. sus dedos en mi mandíbula, guiando mi rostro hacia la luz. Fue un contacto tan breve, tan increíblemente tierno, que mi mente se inundó con el recuerdo de ese único beso en el pasado. Un toque tan respetuoso que me hizo darme cuenta de cuánto extrañaba no tener miedo.
Abrí los ojos. León retiró la mano de inmediato, como si la electricidad de mi piel lo hubiera quemado. Sus ojos brillaron, y en ese destello vi un arrepentimiento instantáneo, no por el toque, sino por la intensidad que había revelado.
—Perfecto —dijo, y su voz estaba ligeramente áspera, como si hubiera corrido.
El ambiente cambió. El aire se hizo pesado, saturado de la confesión silenciosa de su anhelo y la dolorosa memoria de mi esclavitud. Mis mejillas ardieron, pero me mantuve inmóvil.
No duele, pensé. No me ha roto. No me ha ordenado.
Atenea, la analista, se levantó de nuevo para imponer el orden. Mantente quieta. Sonríe. No muestres el dolor.
Me obligué a mantener la pose. León volvió a su lienzo, pero ahora sus movimientos eran menos fluidos, su respiración más audible. Sabía que ambos estábamos fingiendo que la tensión no existía, pero el raspado del carboncillo se había vuelto un latido nervioso. La sesión continuó, una danza muda de deseo reprimido y peligro oculto.
—Por hoy, es suficiente —dijo finalmente León, dejando caer el carboncillo en la bandeja.
Me levanté, sintiéndome aliviada por el fin de la tortura de la inmovilidad, y a la vez, aterrorizada de tener que volver a casa.
León me observó mientras me ponía el abrigo, un gesto que en otro contexto habría parecido solo cortesía, pero que ahora se sentía cargado.
—¿Te llevo a casa, Atenea?
Mi cuerpo se tensó por un reflejo automático; el miedo a ser vista con él, a la confrontación de Demian. Luego, la maravillosa realidad: Demian estaba lejos. Me relajé, el alivio inundando mi rostro.
—Sí, por favor, León —dije, sintiéndome infantilmente dependiente.
Una sonrisa genuina, la primera que le veía en el día, cruzó su rostro.
—Perfecto. Recuerdo la dirección del castillo.
Salimos del estudio y caminamos hacia su coche. Era un modelo viejo, funcional, con un asiento tapizado gastado y un ligero olor a pintura al óleo. Era el opuesto radical del coche blindado de Demian, y por eso, se sintió como una cápsula de libertad.
Me instalé en el asiento del pasajero. León encendió el motor y, sin preguntar, conectó su teléfono al sistema de sonido.
La voz de Brandon Flowers llenó el coche. Era The Killers, la canción "Here With Me".
La conocía. La habíamos escuchado juntos una tarde, antes de que Demian apareciera y lo destrozara todo. En aquel entonces, la letra era solo una promesa; ahora, era un espejo cruel de mi vida.
León puso el coche en marcha, y la melodía penetró directamente mi corazón, rompiendo la máscara de Atenea la esposa.
Maybe we were too young, but I'm not giving up on us, giving up on us... ("Quizá éramos demasiado jóvenes, pero no me rindo con nosotros, no me rindo con nosotros...")
Volteé hacia la ventana, donde el viento me golpeaba el rostro. La calle se difuminó en una acuarela de movimiento. Las lágrimas, que había contenido durante toda la semana de abusos y humillaciones, cayeron. No fueron sollozos; fueron lágrimas silenciosas, calientes, cayendo sobre el cuello de mi abrigo.
I don't want your picture on my phone, I want you here with me... ("No quiero tu foto en mi teléfono, te quiero aquí conmigo...")
Esa línea me desgarró. Yo no tenía su foto, pero tenía su presencia, la cercanía, la humillación de la tina, las amenazas de Demian. Quería la verdad, la vida que esta canción representaba.
León conducía en silencio, ajeno (o eso creía yo) a mi colapso silencioso. La letra continuó, cada verso un puñal.
I would line up for you, a thousand times... ("Yo haría fila por ti, mil veces...")
La canción se convirtió en el grito silencioso de ambos. Mi amor prohibido, su anhelo por el pasado.
Cuando la canción terminó, León se aclaró la garganta, rompiendo el hechizo.
—Empecé a escuchar a The Killers con mucha más frecuencia después de que me fui a Berlín —dijo, su voz baja y reflexiva, sin mirarme—. No sé. Me ayudó a... digerir.
León no preguntó por mis lágrimas. Había reconocido el dolor y me había dado el espacio para sentirlo, entendiendo sin palabras que esa canción era nuestra historia. No necesitaba saber los detalles de Demian; solo necesitaba saber que la ausencia lo había afectado tanto como a mí.
Seguí llorando. Me había vuelto una experta en esa agonía silenciosa; las lágrimas caían sin esfuerzo, sin que mi cuerpo se convulsionara. Era la única forma de purgar el veneno sin alertar.
León no dijo nada más, pero sentí su mano dudando sobre la palanca de cambios, como si quisiera alcanzarme. En lugar de eso, se acercó al teléfono y deslizó el dedo por la pantalla.
Un segundo después, el riff de guitarra más icónico y enérgico del indie rock explotó en el coche.
—¡Apuesto a que esta te la sabes! —dijo León, con una alegría tan libre que me contagió.
Era "Mr. Brightside". La risa, la primera honesta en días, escapó de mí. Volteé a verlo, la música vibrando en mis huesos.
Él pasó una mano por su cabello lacio y oscuro, peinándolo hacia atrás con un gesto de impaciencia. Su rostro, bañado por la luz del atardecer que se colaba por el parabrisas, se transformó. Empezó a hacer movimientos exagerados con una mano libre y su rostro, como un actor de teatro en un monólogo dramático.
Jealousy, turning saints into the sea... —cantó, inclinando la cabeza con una pose exagerada.
Luego, puso su mano simulando un micrófono y me lo ofreció.
—¡Viene el estribillo! ¡Canta conmigo, Atenea!
Me reí de nuevo, sintiendo cómo esa risa me sanaba el alma. La máscara se cayó por completo. Por primera vez en la semana, no era Atenea la esposa cautiva; era Atenea, la chica apasionada que recordaba cada letra.
It was only a kiss, it was only a kiss! —canté, la voz ronca por las lágrimas, pero llena de euforia.
León me miró, y en ese cruce de miradas, la música se hizo irrelevante. Estábamos juntos, en su coche y apestoso a pintura, gritando una canción sobre los celos, la traición y el anhelo. Nuestras voces se unieron en el estribillo, un coro de dos almas que se habían encontrado de nuevo.
Me sentí viva, vibrante. La intensidad de ese momento compartido, la energía cruda que había entre nosotros, era más peligrosa y más real que cualquier estrategia financiera. Era una química que no entendía de activos Era una atracción que, tras años de represión, se había desatado.
León me devolvió el contacto visual un instante, y en sus ojos negros vi la misma llama, el deseo puro que no se atrevía a nombrar.
El coche frenó. La canción se apagó lentamente. El momento de la verdad había llegado. Estábamos justo frente a las gigantescas rejas de hierro de mi prisión.
La mano de León seguía en la palanca de cambios. El silencio era ensordecedor. La puerta de la libertad estaba a un paso, pero el terror de cruzar la verja me paralizó.
Me giré hacia él, la adrenalina de la canción y la desesperación de la realidad colisionando en mi pecho. Necesitaba un ancla, una prueba de que ese momento no era un sueño fugaz.
No dije nada sobre Demian, ni sobre el dinero. Solo el instinto. La necesidad de sentir un toque que no fuera de posesión.
Mi mano se posó en su brazo, y antes de que él pudiera reaccionar, me incliné y, rompiendo todas mis reglas y el pacto de no huir, lo besé.




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