Mi mano se alzó hacia su rostro. Él no se movió, paralizado por la expectativa. En lugar de besar sus labios, dejé mis labios en su mejilla. Fue un beso suave, rápido, cargado con el peso de siete años perdidos y la urgencia de mi miedo actual.
Al separarme, lo miré a los ojos, y le susurré, citando el dolor que acabábamos de compartir en la música:
—Porque es algún tipo de pecado vivir toda tu vida en un pudo haber sido.
Mi corazón latía frenéticamente. El tiempo se había acabado.
Abrí la puerta del coche con una brusquedad que rompió el silencio. No le di tiempo a reaccionar, a hablar, a preguntar.
Te veo mañana —dije, una orden y una súplica en dos palabras.
Salí del coche y corrí hacia la seguridad ilusoria de la entrada del edificio de lujo.
Cerré la puerta del apartamento detrás de mí, sintiendo que el pulso me golpeaba en los tímpanos. La sangre corría rápida, una mezcla de terror y euforia. Había besado a León. Había declarado que no viviría en el arrepentimiento.
Claudia y María salieron de la cocina con rostros tensos. Me miraron con una ansiedad silenciosa que ya conocía.
—Señorita Atenea... ¿Cómo le fue? —preguntó María, examinando mi rostro.
Me quité el abrigo, sintiendo el peso de la seda. La risa tonta de "Mr. Brightside" todavía resonaba en mis oídos.
—Increíble —respondí, y la palabra era débil para describir la intensidad de las últimas dos horas.
Una sonrisa de alivio cruzó el rostro de María. Pero Claudia se acercó, su expresión de preocupación.
—El señor Demian llamó hace apenas minutos —dijo en voz baja.
Sentí un escalofrío helado que me borró la euforia al instante. Mi corazón se encogió.
—¿Qué le dijeron? —pregunté, mi voz apenas un siseo.
—No se preocupe, señorita —intervino María, poniendo una mano tranquilizadora en mi brazo—. Le dijimos que estaba durmiendo porque se sentía un poco mal, con dolor de cabeza, por el estrés de las pruebas de la clínica. Él dijo que la dejáramos descansar. Pero... llamará de nuevo a las 10 en punto. Quiere hablar con usted.
Eran las ocho y media. Un reloj de una hora y media para recomponerme.
—¿Quiere comer algo? —preguntó Claudia, tratando de volver a la normalidad.
Negué con la cabeza. La comida era lo de menos. La verdad tenía que salir. Me senté en el sofá, me tapé el rostro con las manos un momento, y luego las bajé para mirar a mis dos confidentes.
—Lo besé —confesé.
Ambas se quedaron inmóviles. María se llevó una mano a la boca, no por miedo, sino por el impacto. Claudia parpadeó, la estoica se había roto.
—En el coche. Después de una canción... —empecé a relatar, y la verdad se derramó—. La música. La tensión en el estudio. "El pudo haber sido ". Le di un beso en la mejilla, justo antes de bajarme.
Conté cómo se había unido a mí para cantar, cómo había quitado la foto de la otra chica, el roce accidental de su mano en mi mandíbula. Les conté la verdad de la conexión, esa química que Demian nunca podría robarme.
Claudia, al final de mi relato, dejó escapar el aire que había contenido.
—Dios mío, señorita. Y mañana tiene que volver a verlo.
—Voy a enloquecer —susurré, mirando el techo, donde Demian, de alguna forma, siempre parecía estar.
Con el corazón aún acelerado, me dirigí a nuestra suite. Claudia y María me habían dejado sola para que pudiera relajarme antes de la llamada de Demian. Me dejé caer sobre la cama de seda fría, sin encender la luz.
Cerré los ojos, y el mundo se redujo al interior del coche de León. Me pregunté, con una culpa deliciosa y punzante: ¿Y si el beso hubiera sido en los labios?
Mi mente me traicionó, llevándome al pasado. Recordé la única vez que lo había besado de verdad, años atrás. Un destello de una tarde robada. Sus labios… Sabían a dulce de menta. Esa memoria se convirtió en mi único refugio contra el terror.
La alarma de mi teléfono sonó, rompiendo el hechizo. Las diez en punto.
Demian.
Contesté con una voz que había ensayado mil veces: la de la esposa dulce, un poco cansada pero sumisa.
—me alegra que llames. ¿Cómo va todo por allá?
—Todo en orden, Atenea. María me dijo que te sentías indispuesta. ¿Qué hiciste todo el día? —Su tono era seco, controlador, la línea de negocio sin espacio para la ternura.
—Oh, no fue nada. Ya estoy mucho mejor —mentí con una sonrisa que él no podía ver—. Aproveché el día libre para reorganizar la sección de gala de mi armario. Estuve colocando los vestidos más aptos para la temporada y descartando un par de modelos viejos. Sabes que me gusta tener todo impecable para cuando tú me necesites.
Esa era la respuesta perfecta. Le gustaba verme como la típica esposa superficial que solo se preocupa por comprar cosas caras y mantener la falsedad de la ropa elegante. Su orgullo se inflaba con mi inutilidad percibida.
—Bien —ronroneó él, satisfecho—.
– ¿Y el negocio? ¿Cuándo regresas?
—Aún no sé. Quiero hacer conexiones sólidas, no solo un negocio rápido. Eso lleva tiempo —Su respuesta era ambigua, pero me dio lo que necesitaba: tiempo. No regresaría pronto.
—¿Aún te sientes mal? —preguntó, con un matiz de impaciencia.
—Ya pasó.
—Eso te pasa porque no me haces caso. El médico fue claro con la necesidad de frecuencia y tú te descuidas —Su voz se endureció—. Más vale que te repongas. No quiero que parezcas una moribunda cuando regrese. Tenemos una agenda social que cumplir.
—Lo entiendo, Demian.
—Ajá.
Colgó. Sin despedida. Me quedé con el teléfono en la mano, la furia y la náusea luchando contra el recuerdo del sabor a menta.
Salí de la habitación, buscando a mis aliadas. Ambas estaban en el salón.
—Llamó. Dijo que me recupere —dije, resumiendo el abuso.
Luego, mi voz se suavizó y se llenó de la excitación de mañana.
—Necesito ayuda. Mañana voy a verlo de nuevo. Y León me pidió que llevara el vestido más lujoso.
Miré a Claudia y María con ojos suplicantes.
—Ayúdenme a escoger. Necesito uno que no deje a la vista las marcas de mi espalda. Y que lo deje sin aliento.
Claudia y María se miraron. La misión era clara: proteger y empoderar.
En minutos, la habitación se convirtió en un campo de batalla de sedas, lentejuelas y terciopelos. Entre las tres sacamos, deslizamos y descartamos más de una docena de diseños.
—El rojo de Balmain, no. El escote en V es muy audaz, pero la espalda es demasiado abierta, señorita. No podemos arriesgarnos con el moretón —dijo María, descartando una pieza.
—El azul de Chanel... es elegante, pero el color es muy frío para lo que quiere transmitir —opinó Claudia, analizando el efecto emocional.
Descartamos los vestidos que se ajustaban demasiado a la cintura (riesgo de exponer los hematomas laterales) y los que tenían cortes asimétricos o espaldas totalmente descubiertas.
Finalmente, encontramos dos candidatos viables.
• El Vestido Esmeralda: Un diseño de terciopelo pesado, de un profundo color esmeralda, con un corte imperial que caía desde el pecho. Tenía mangas largas y la espalda era alta y cubierta, pero su tela se movía como agua, hipnotizando.
• El Vestido Oro Pálido: Un diseño slip dress de seda de oro pálido. La espalda era cubierta, y el brillo sutil de la seda disimularía cualquier imperfección. Era simple, pero su caída y la forma en que jugaba con la luz gritaban riqueza y sensualidad sutil.
tomé el vestido de oro pálido.
—No. Quiero el Esmeralda —dije con voz firme—. El terciopelo Esmeralda. Es opulento, es un color que nunca uso y, lo más importante... —me tocó el cuello—. Es el color que mejor contrasta con mis ojos .
Claudia y María asintieron, entendiendo que esa elección era un arma.
—Pero, señorita —dijo María, preocupada—, ¿cómo nos aseguramos de que no se note nada?
sonreí con una frialdad recién descubierta.
—Mañana. Mañana lo maquillaremos. Claudia, por favor, saca el maletín de maquillaje escénico. No queremos una simple base. Queremos una obra maestra de cobertura.
Editado: 27.12.2025