La lucha interna de León era tan clara como el contorno de un músculo bajo la camisa. Él estaba tratando de refugiarse en el arte, pero yo no se lo permitiría. No después de lo que me había hecho sentir. No después del beso.
Rompí la pose. Me levanté lentamente de la silla, sintiendo el deslizamiento del terciopelo Esmeralda contra mi piel. Cada movimiento era una provocación silenciosa.
Caminé despacio, acercándome al caballete. La excusa era trivial: ver el boceto. El verdadero propósito era anular el metro de distancia que nos separaba.
Me situé a su lado, tan cerca que podía sentir el calor de su brazo.
León sostenía el carboncillo con una fuerza innecesaria. Vi las venas de su antebrazo marcarse, tensas y abultadas, un mapa de su contención. El olor a trementina y el almizcle de su piel me envolvieron.
Me incliné levemente sobre el cuaderno de bocetos, observando las líneas rápidas y poderosas que había trazado. El boceto no era de la pose, sino un estudio de la luz sobre los pliegues de la tela.
—Tu mano es increíblemente fuerte, León —dije, mi voz apenas un susurro cargado de sensualidad—. La fuerza y la pasión que pones en cada trazo... Es palpable. Debe ser agotador mantener esa intensidad a raya.
La pausa que siguió fue más elocuente que cualquier palabra. Él captó el doble sentido. La fuerza que ponía en el arte, la pasión que yo reprimía y la intensidad que ambos luchábamos por mantener "a raya".
León dejó caer el carboncillo. El sonido fue un eco en el silencio. Lentamente, giró su cabeza para mirarme.
Nuestros rostros estaban a centímetros. Podía sentir el calor de su respiración contra mis labios. La represión sexual de mi matrimonio, donde solo conocía el dolor y la imposición, explotó en un deseo ciego por este hombre que me miraba con adoración.
Sus ojos negros, que habían estado estudiando la forma en que el vestido Esmeralda realzaba mi rostro, se fueron de mi barbilla a mis labios. Se quedaron allí, fijos, intensos, anhelantes.
Yo esperé. Mi cuerpo le pedía a gritos que borrara el sabor a menta del pasado, que me mostrara lo que era un toque de deseo y respeto.
Él se inclinó, solo un poco. El roce de su camisa con el terciopelo fue el último contacto antes de que nuestros labios casi se tocaran. El aire se había ido.
Pero el miedo, ese guardián cruel y silencioso, nos detuvo a ambos.
León se enderezó primero. Fue un movimiento brusco, como si hubiera recibido un golpe de conciencia. Se alejó un paso, rompiendo el hechizo, respirando hondo. El carmesí regresó a sus orejas, pero esta vez, había una desesperación en sus ojos.
—Necesitas volver a la pose, Atenea —dijo, su voz grave y autoritaria, pero sin la crueldad de Demian—. Necesito terminar el estudio de la luz.
Ambos habíamos llegado al borde del precipicio y habíamos dado un paso atrás, forzados por el recuerdo del peligro.
León no pudo mantenerlo. La formalidad que intentó imponer duró solo tres segundos. Su cuerpo tenso se relajó, su mirada se hizo vulnerable, y en lugar de tomar el pincel, se dio la vuelta y se acercó de nuevo a mí.
Esta vez, no hubo intención de dibujar ni de hablar de música. Solo el hombre, roto por la preocupación.
Se detuvo frente a mí. Su mano se levantó lentamente, sin prisa, y esta vez, fue directo a mi rostro. Su dedo pulgar, manchado ligeramente de pigmento, rozó suavemente la mejilla donde había estado el hematoma la semana pasada. El maquillaje escénico era impenetrable, pero el toque se sintió como si me hubiera quemado la piel.
—¿Quién te hizo esto? —exigió, su voz ahora era un gruñido bajo, doloroso. Su mirada no se desvió de la mía, buscando la verdad que yo me negaba a dar.
Mi corazón dio un vuelco. Era la pregunta que Demian me había prohibido que respondiera, la pregunta que yo no me atrevía a responder. Mi cuerpo se tensó por el reflejo de la amenaza, pero mi mente se mantuvo firme.
Fingí ignorancia. La Atenea actriz se puso en marcha.
—¿De qué hablas, León? —pregunté, con una sonrisa ligera y confusa—. Estoy perfectamente bien. Solo fue... una mala semana, con mucho estrés.
Retiré mi rostro con suavidad, evitando el contacto.
—Te lo dije. Todo está bien ahora.
León cerró los ojos por un instante, aceptando mi mentira con un dolor visible. El deseo que había en el aire se transformó en una ternura insoportable. Cuando los abrió, había lágrimas en sus ojos, no de tristeza, sino de frustración.
—No te creo —murmuró—. Pero no te voy a presionar.
Se inclinó, y esta vez, no buscó un beso, sino que apoyó su frente contra la mía. El gesto era de rendición, de súplica.
—Atenea, no quiero que esto acabe —su voz era un susurro ronco, vibrando contra mi frente—. Necesito que sepas que no voy a huir de nuevo. Quiero ser tu constante.
Me quedé inmóvil, sintiendo la carga de esa confesión. Tu constante. Él quería ser la verdad inmutable en mi vida llena de mentiras.
León se separó, con la respiración entrecortada. El momento era demasiado grande, la urgencia demasiado peligrosa. Necesitaba un escape.
Dio media vuelta y caminó hacia la cocina, su postura aún tensa.
—Voy a hacer un café —dijo, sin mirarme—. ¿Tienes hambre? No hemos comido nada. ¿Quieres algo? Puedo pedir comida, lo que quieras.
El cambio de tema fue abrupto, pero lo agradecí. Era una vuelta segura a la normalidad, un recordatorio de que él estaba ahí, en el presente.
—Sí —respondí, mi voz suave por el impacto de su confesión—. Sí, por favor.
León ordenó comida italiana y me indiqué el baño de nuevo. Me cambié deprisa, guardando el terciopelo Esmeralda en su funda. Me puse mi ropa de calle: unos pantalones de lino y una blusa sencilla. La armadura se había ido, y eso, paradójicamente, me hacía sentir más vulnerable y más expuesta al deseo.
Cuando salí, León había dispuesto una pequeña mesa de trabajo en el centro del estudio, limpiando un espacio entre lienzos y latas de pintura. La comida llegó en un par de cajas de cartón.
Nos sentamos, uno frente al otro, en la burbuja de intimidad que él había creado.
Mientras comíamos la pasta caliente, el contacto era inevitable. Nuestras manos se movían hacia el pan al mismo tiempo; nuestros dedos se rozaban. Eran toques fugaces, accidentales, pero cada uno enviaba un latigazo eléctrico por mi columna. Mis ojos, a pesar de mis esfuerzos por concentrarme en la comida, se alzaban constantemente para buscar los suyos.
La tensión era un pulso constante bajo la mesa, silenciada solo por la pasta y la desesperación de no poder cruzar la línea.
León decidió romper esa pesadez con nostalgia.
—¿Recuerdas en la universidad el desastre que hice en mi apartamento ? —preguntó, con una sonrisa amplia.
Me reí, saboreando el recuerdo. —¡Claro! Pensaste que la pasta se cocinaba sin agua y arruinaste la única olla que tenías.
—¡El único error fue confiar en mi habilidad culinaria! —defendió, agitando su tenedor—. ¿Y qué me dices de la vez que arruinaste la cocina de tu casa ? Tu padre casi me asesina porque te dejé sola con fuego
—Él te adora —dije, sintiendo una punzada de tristeza al mencionar a mi padre, mi verdadero protector, ajeno a mi infierno—. Siempre le gustó tu caos. Mamá era más escéptica. Pero sí, mi fase independiente duró tres meses hasta que me di cuenta de que sin supervisión pude haber incendiado la casa —
El ambiente se aligeró con las anécdotas. Hablamos de sus exposiciones en Berlín (donde él había sido el artista bohemio que yo siempre admiré) y de mis primeros meses en la consultoría, justo después de graduarme (donde yo había sido la genio inmadura que él había amado). Por media hora, fuimos León y Atenea, los chicos de la universidad, sin Demian, sin marcas, sin el terciopelo Esmeralda.
Pero incluso en la broma, el deseo era un fantasma presente.
León me contó la anécdota de una fiesta de Halloween en Alemania, donde se disfrazó de vampiro. Al relatar el momento en que una chica le mordió el cuello, sus ojos se oscurecieron.
—Pensé que me estaba desangrando, Atenea —dijo, con una sonrisa que no llegó a sus ojos.
Mi respiración se detuvo. Pensé en la mordida, en la sangre. Pensé en el deseo de morder y ser mordida, de un toque que fuera de pasión y no de dolor.
—Supongo que algunas personas confunden la intensidad con la... posesión —murmuré, mi mirada clavada en la suya.
León entendió el mensaje. Su sonrisa se desvaneció. La mano que sostenía la botella de agua se tensó de nuevo, volviendo a marcar las venas que tanto había notado antes. Habíamos vuelto al presente, al peligro y al anhelo.
Dejó la botella. Se inclinó ligeramente sobre la mesa.
—La intensidad —dijo, su voz profunda—. No es algo que se pueda fingir, Atenea. Ni en el arte, ni en...
No terminó la frase. Ambos sabíamos que se refería a los besos, a las manos, a la química que no se había apagado. Estábamos a un movimiento de volcar la mesa y dar rienda suelta al deseo.
León se levantó, rompiendo la intimidad de la mesa. Caminó hacia el perchero, su silueta tensa.
—Será mejor que te lleve a casa —dijo, su voz de vuelta al tono formal, aunque áspero.
Me levanté yo también. Estaba junto a la puerta, esperando que él se pusiera su chaqueta. Me observó mientras se la ajustaba, y esa mirada, cargada de la confesión de "ser tu constante", fue el detonante final.
Ya no pude soportar más la tensión. El miedo a Demian, el terror de arrepentirme de vivir en un pudo haber sido.
Me acerqué a él, mis pies moviéndose solos. Él se giró justo cuando yo me lancé.
Mis labios se encontraron con los suyos en un acto de pura desesperación. Era un beso suave al principio, una pregunta silenciosa, una súplica. Me separé inmediatamente, lista para huir, para dejarlo con la menta y el caos.
Pero León fue más rápido.
—No —dijo, y la palabra fue una negación profunda y gutural.
Me alcanzó en un paso. Me tomó de la cintura y, con una fuerza controlada y electrizante, me estampó contra la puerta de metal del estudio. El impacto fue un recordatorio de la realidad, pero su intención era de pura pasión.
Ahora, él tenía el mando. El beso dejó de ser una pregunta y se convirtió en una demanda. La suavidad se rompió; la boca de León se abrió sobre la mía, y la intensidad nos consumió. Una de sus manos se posó en mi cintura, apretando mi cuerpo contra la puerta, fundiéndonos.
Mis manos se aferraron instintivamente a su rostro, mis dedos desesperados por sentirlo. Luego, instintivamente, se enredaron en la coleta que sujetaba su cabello, desordenando los mechones que se escapaban.
Los besos pasaron de ser intensos a más demandantes. Nuestros jadeos llenaban el estudio, un ritmo caótico que contradecía el silencio de la calle. Era la liberación de tres años de negación, la explosión del anhelo.
De repente, León rompió el beso.
No me soltó. Dejó su frente caer contra la mía, con la respiración pesada y errática. Sentí la piel de su frente caliente contra la mía, el olor a óleo, a menta, a deseo.
—La musa guerrera debe volver a casa a descansar —susurró, con la voz rota por la pasión.
Pero no se movió. Nos quedamos allí, pegados el uno al otro, viéndonos a los ojos, el peligro y la promesa grabándose en nuestras almas. El beso había terminado, pero la conexión era más fuerte que nunca.
Editado: 27.12.2025