Musa cautiva

16

León me soltó a regañadientes y se separó para abrir la puerta. Su mano rozó mi espalda baja mientras yo salía del estudio.
Ya en el coche de León, el silencio era casi tan explosivo como el beso. Me abroché el cinturón de seguridad, mi cuerpo aún vibrando con la intensidad del contacto. Él se sentó, pero no encendió el motor. La llave colgaba de la ignición, una barrera entre el presente y el futuro.
La urgencia me obligó a hablar. Necesitaba saber.
—León —dije, mi voz apenas un murmullo—. En tu estudio me preguntaste: "¿Quién te hizo eso?". ¿A qué te refieres?
Mi miedo era palpable. Pensé que el maquillaje de Claudia y María había fallado, que había notado algún moretón.
León giró su rostro hacia mí. Sus ojos oscuros estaban llenos de una tristeza profunda, pero sin juicio.
—Al azul Prusia —respondió.
No entendí. Me quedé en silencio, confundida.
—No lo entiendes —dijo, asintiendo lentamente—. Me refería a que el azul Prusia, uno fuerte y hermoso que yo recordaba, ya no está. Ahora está opaco y sin vida. Tu alma, Atenea, está triste y sin vida. Ya no es ese hermoso azul Prusia. Y me duele.
Se inclinó ligeramente hacia mí.
—Para mí, tu alma es de ese color: un azul Prusia . Tus ojos siempre me fascinaron, no solo por bonitos, sino por lo expresivos que son. No necesitas sonreír o fruncir el ceño, basta con verlos para saber lo que sientes, lo que te duele o hace feliz en el alma.
Su mano buscó mi mejilla, sin llegar a tocarla, deteniéndose a medio camino.
—Me da rabia que ese estúpido diga que eres fea, que te haga dudar de lo valiosa que eres, pero lo que más me molesta es que tú le creas.
Sentí mis ojos humedecerse, no por el dolor, sino por la verdad desnuda que salía de sus labios. Era la primera vez que alguien, además de mis aliadas, nombraba mi agonía.
—No voy a juzgarte por casarte —continuó, con suavidad—. Solo eras una recién graduada deslumbrada.
—Fui cobarde, León. Debí esperar a tu regreso —confesé, el peso de los años cayendo sobre mis hombros.
—No, Atenea, no fuiste cobarde, fuiste arriesgada —me corrigió con firmeza, sacudiendo la cabeza—. Y eso me encanta. Te arriesgaste. No era tu obligación esperar a que yo volviera. ¿Qué pasa si no lo hubiera hecho? ¿Qué tal si jamás volvía y hacía mi vida? ¿Se te iba a ir la tuya esperando?
—Tú lo hiciste, León —respondió, la acusación teñida de un amor imposible.
Él suspiró, y esa exhalación fue una confesión.
—Yo lo hice porque soy demasiado egoísta como para compartir mi espacio con alguien, para dejarles ir más allá de la línea permitida. Porque era demasiado egoísta para dejarte ir, aunque solo fuera un recuerdo. No podía. Llegaste hasta lo más adentro, ¿cómo te iba a sacar de ahí? Te dejé llegar más allá de la línea permitida y lo hice con mucho gusto. Eres mi estrella fija.
La frase me dejó sin aliento.
—¿Estrella Fija?
Me tomó la mano, y el tacto fue suave, posesivo.
—Sí. Porque para mí, tú siempre fuiste la única constante en mi universo, sin importar la distancia.
El motor seguía apagado. Con esa frase, la distancia que nos separaba no era el asiento del coche, sino el universo entero. Habíamos redefinido nuestra relación.
León encendió el motor, y el coche se puso en marcha con un rugido suave que pareció profanar el silencio sagrado de nuestro momento. Condujo en silencio por unos minutos, la mano derecha firmemente sobre el volante y la izquierda, reposando en la palanca de cambios, un gesto de contención.
León rompió el silencio con la voz tranquila, pero con un aire de control que nunca antes le había visto.
—Hablemos de lo que hace que tu alma sea... opaca, Atenea. ¿Cómo terminaste bajo el radar de tu esposo?
Tragué con dificultad. Confesar la verdad, incluso a León, era admitir mi error.
—No hacía mucho tiempo que trabajaba en la empresa. Recién graduada —empecé, sintiendo vergüenza—. Y él apenas un año antes acababa de tomar el poder en la empresa de su padre. Yo era nueva, él era la novedad. Todas en la oficina estaban deslumbradas por él... su ambición, su poder.
Me detuve, buscando las palabras exactas para que él entendiera que no se trató de dinero.
—Él empezó a seguirme por todas partes. Regalos insistentes, invitaciones. No era por su dinero, créeme. Era por su atención. Parecía... que solo me veía a mí. Era la primera vez que un hombre tan poderoso se fijaba de esa manera en la inmadura y analítica Atenea. Me sentí, por primera vez, deseada de una forma que no entendía.
León me escuchó sin interrumpir, sin juicio. Solo asintió, enfocando su mirada en la carretera.
—Te arriesgaste. Y lo entiendo. No te enamoraste de un hombre, sino de la idea de ser vista —dijo, su tono comprensivo, liberador—. No fuiste cobarde, Atenea. Fuiste humana.
Llegamos a la entrada de mi edificio de lujo. El sol se estaba ocultando, tiñiendo el cielo de naranja y violeta. León detuvo el coche.
Giró hacia mí, y la intensidad de sus ojos era la misma de hace un momento contra la puerta. Se inclinó sobre la consola central. En lugar de un beso, me dio uno tierno y reverente en la frente.
—Te veo mañana, etérea —murmuró, usando su propio apodo para mi alma, "Estrella Fija"—. Descansa.
Abrí la puerta y salí del coche. El aire exterior se sintió frío y vacío.
Entré al departamento con una sonrisa que no podía ocultar, a pesar del cansancio. Mis aliadas, Claudia y María, me recibieron en el recibidor.
—¿Cómo le fue, señorita? —preguntó María, con la ansiedad marcada en su rostro.
—¿Terminó el boceto? —secundó Claudia.
—El boceto está en proceso —dije, quitándome la chaqueta con calma. Pero mi voz traicionó mi euforia—. Pero... no solo hubo arte.
Me acerqué a ellas, sintiendo que necesitaba compartir el peso de esa intensidad.
—León me besó —confesé, y luego me corregí, mi sonrisa creciendo al recordar la fuerza—. No un beso suave, chicas. Un beso de verdad. En la boca. Fue... fue como la explosión que necesitábamos. Me estampó contra la puerta del estudio.
Claudia se llevó la mano a la boca, sus ojos brillando por la emoción, aunque teñidos de preocupación por las consecuencias. María exhaló un suspiro de alivio, la tensión en sus hombros disminuyendo.
—¿Y ahora qué? —preguntó Claudia, el cerebro operativo volviendo a la realidad.
—Ahora... —dije, pasando mi dedo sobre mis labios, sintiendo el recuerdo de la menta y la pasión—. Ahora sé que mi Estrella Fija está aquí. Y yo, su guerrera, tengo una razón para luchar. Me voy a la cama. Necesito descansar para la batalla de mañana.
A la mañana siguiente, cerca del mediodía, el sonido estridente del teléfono me despertó. Miré el identificador: Demian.
—Dime —respondí, con un tono neutro, esperando la habitual ola de toxicidad.
—¿Qué estás haciendo? —espetó, su voz seca y con prisa, seguramente desde su oficina.
—Estoy pensando en cambiar la decoración del departamento —mentí, mirando el techo, que era lo único que no había podido personalizar en la jaula de lujo.
Hubo un silencio del otro lado, cargado de irritación.
—Haz lo que se te dé la maldita gana —respondió—. Siempre y cuando no sean decisiones estúpidas, como las que sueles tomar cuando te crees fiera.
Apreté la mandíbula. El epíteto "fiera" se había convertido en su forma de denigrar mi inteligencia.
—No te preocupes —respondí, negando con la cabeza lentamente, aunque él no pudiera verme—. Solo serán decisiones prácticas.
Él colgó sin despedirse. Una victoria insignificante, pero una victoria al fin y al cabo.
A los pocos minutos, Claudia y María entraron a mi habitación como un comando de asalto. Tenían tres atuendos diferentes colgados en sus brazos.
—Para su encuentro con tu Estrella Fija, el Azul Prusia debe brillar con discreción —decretó Claudia, examinando mi rostro.
Eligieron un pantalón ancho de color hueso y una blusa de seda suelta en un tono terracota, lo suficientemente elegante para una visita al estudio, pero lo bastante sencillo para evitar comentarios de Demian. María, con manos expertas, se encargó del maquillaje. Se concentró en mi espalda, aplicando capas de corrector para cubrir los últimos vestigios de la noche del asalto, asegurando que yo fuera una fortaleza impenetrable.
—Que le vaya bien, señorita. Y recuerda... eres Atenea —me deseó María.
Les di las gracias, sintiéndome como una diosa siendo vestida por sus leales antes de la batalla.
Salí del edificio sintiendo el sol en mi piel, la coquetería y la adrenalina elevando mi ánimo por encima del miedo.
Llegué al estudio de León. Abrí la puerta sin llamar.
León estaba en su ambiente, una camisa grande de trabajo manchada de pintura azul, el cabello oscuro atado en una coleta desordenada y sexy. Se giró, y su mirada me hizo sentir que la ropa sobraba. Había ternura en sus ojos, pero la sombra del deseo ardía bajo la superficie.
—Llegaste, guerrera —saludó, su voz grave.
—Aquí estoy. Lista para ser tu musa —respondí, notando que la intimidad entre nosotros era ahora tan palpable como el olor a aguarrás y pigmento.
Me ofreció agua, café, o un té de menta que él mismo preparaba. Rechacé todo.
—Bien. Vamos al boceto.
Me indicó el taburete. Sus dedos se posaron en mi cintura para guiar mi posición. Luego, sus manos subieron a mis hombros, ajustando el ángulo de mi cabeza con toques suaves, casi eléctricos, que me hicieron contener la respiración.
Se apartó y tomó su pincel, pero la atmósfera en la habitación no era de arte, sino de peligro.
—Te ves... radiante —murmuró, sin quitar los ojos del lienzo, como si el cumplido fuera accidental.
—Dejaste crecer tu cabello —dije, rompiendo el silencio con un tono meloso, un poco más audaz de lo que pretendía—. ¿Demasiado frío en los oídos?
León sonrió, sus ojos oscuros brillando sobre el caballete.
—Un 30% sí. Ya sabes, los inviernos en Berlín eran fríos.
—¿Y el otro 70%? —pregunté, mi voz una invitación abierta.
Dejó el pincel y me miró directamente, la tensión sexual en su rostro una promesa.
—El otro 70%... Te lo diré después, Atenea. Es una confesión que merece más tiempo que esta sesión.
Mi corazón dio un vuelco.
Cambié de tema, buscando el ancla en el mundo exterior.
—Oye, ¿sueles ir a eventos como el de caridad con frecuencia?... ¿Es ya parte de tu rutina como artista de renombre?
León regresó a la pintura, el ritmo de su pincelada intenso.
—No —dijo—. Sinceramente, no. Sé que asistir a esos eventos me garantiza conexiones, me abre el mercado, pero soy nuevo en eso, en un evento de esa magnitud. Digamos que me estoy acostumbrado a ello. Mi agente, una mujer muy eficiente, se encarga de que asista a los obligatorios. Es un baile que estoy aprendiendo a bailar.
"Yo también estoy aprendiendo a bailar, pero la música es otra", pensé. La tensión entre nosotros seguía subiendo, un hilo invisible y peligroso que él estaba a punto de cortar con el borde de su pincel.
El silencio regresó, pero era un silencio denso, lleno de la urgencia de su mirada. León ya no pintaba solo mi rostro; pintaba la luz que se había encendido en mis ojos. Se acercaba al caballete, luego retrocedía, sus ojos nunca abandonándome.
—Si no fueras mi musa —dijo de repente, su voz baja y rasposa—, ya te habría regañado.
—¿Por qué? —pregunté, sintiendo cómo el calor subía por mi cuello.
—Porque la concentración en tus ojos es demasiado intensa. Es casi una distracción. Podría equivocarme en el tono del Azul Prusia, Atenea. Y no queremos eso, ¿verdad?
Su comentario era ambiguo: ¿se refería a mi pose o a la forma en que lo estaba mirando?
—Lo siento —susurré.
—No lo sientas —replicó, y su sonrisa se hizo más lenta, más pícara—. Disfruta el momento. Disfruta ser la única cosa que me importa en este estudio.
Volvió a pintar, y cada pincelada se sintió como una caricia en mi piel. Estábamos en un juego peligroso donde el arte era solo la excusa para la cercanía.
—Atenea... dime algo —inquirió, rompiendo el ritmo del pincel—. ¿Te gusta bailar?
La pregunta me tomó por sorpresa. Parecía tan simple, pero en el contexto de nuestra química, era una invitación a un tipo de movimiento diferente.
—Sí —respondí, mi voz era apenas un hilo—. Me encanta. Cuando era joven, bailaba... cuando era libre.
León dejó el pincel en la bandeja, y se tomó un momento para limpiar el exceso de pintura en un trapo. El gesto era casual, pero su mirada no.
—Bien —dijo, dando un paso hacia mí. Ahora estaba a unos pocos metros, y la distancia se sentía como si estuviéramos respirando el mismo aire—. Entonces no te preocupes por el baile social de caridad. Te llevaré a un lugar increíble. Un lugar donde no tendrás que fingir ser la esposa de Demian. Un lugar donde solo tendrás que bailar conmigo, y nada más.
Su voz profunda bajó un tono más, convirtiéndose en una promesa que me hizo temblar.
—Un lugar donde el Azul Prusia no tendrá que fingir que está opaco. Y donde podremos terminar de hablar del otro 70% de mi cabello.
Me quedé helada. La promesa de ese baile, la promesa de su confesión pendiente, era un anzuelo irrefutable. En ese momento, Demian no existía, solo el artista y su Estrella Fija. La intensidad entre nosotros era un fuego que amenazaba con quemar el estudio.




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