—Suficiente por ahora —dijo León, dando un paso atrás. La distancia era una tortura, una táctica calculada para prolongar la agonía—. No quiero que te desmayes de hambre antes de que pueda retratar la furia de tu alma.
Me tomó de la mano y me guio a una pequeña cocina profesional en la parte trasera del estudio, perfectamente integrada.
—Traje algunas cosas. ¿Te parece si te preparo algo rápido? Un poco de equilibrio es esencial para la concentración.
Asentí, observándolo mientras abría paquetes y cortaba verduras con una precisión que igualaba a la de su pincel.
—Es extraño verte tan... doméstico —dije, riendo un poco.
León se burló, sin mirarme. —Soy un hombre de extremos, Atenea. ¿Esperabas que solo comiera pigmentos? Paso de pintar la oscuridad a preparar un buen pesto casero. El equilibrio es esencial, incluso en las neurosis.
—¿Y cuál es tu extremo más oscuro? —pregunté, tentándolo mientras él cocinaba.
Él giró el cuchillo, su mirada oscura se clavó en la mía.
—El extremo que quiere proteger a su Estrella Fija de cualquier mal. Te lo mostraré si es necesario.
El comentario me provocó un sonrojo que no pude ocultar. Me senté en un banco, observando cada movimiento. Él servía la comida con tanta facilidad y arte como creaba una sombra en el lienzo.
Mientras comíamos, la conversación era ligera, pero cada palabra tenía doble filo.
—Te llevé a ese extremo hace años —dije en voz baja, refiriéndome a su confesión de egoísmo.
León dejó el tenedor y me miró a los ojos. —Sí. Y esa fue mi única debilidad. Mi único acto de cobardía real. Pero ya no.
Regresamos al caballete. La hora siguiente transcurrió con León pintando y acercándose con la excusa de ajustar la luz o el ángulo, sus toques suaves y firmes dejando rastros eléctricos en mi piel.
—No sé si el color de mi alma es tan interesante, León —murmuré.
—Es fascinante. Es tan intenso que quema, Atenea. ¿Sabes lo que es eso? —preguntó, y luego se inclinó peligrosamente cerca, susurrando—. Es el deseo de vivir.
Mi respiración se aceleró. Tuve que morder mi labio inferior para no ceder a la urgencia de acercarme a él.
Cerca de las 7:30 de la noche, León dejó los pinceles.
—Suficiente Azul Prusia por hoy. Vístete. Te llevaré a bailar.
Salimos del estudio. León me llevó en su coche a una zona que no reconocí. Paramos frente a un bar casual, con luces bajas y música que sonaba a jazz y soul. El lugar perfecto, discreto y sin pretensiones.
—No te preocupes —me dijo mientras me abría la puerta—. Nadie sabrá que estuviste aquí. La música es buena y la gente está en lo suyo.
Entramos. La atmósfera era tan relajada que el nudo en mi estómago se disolvió. Nos sentamos en una mesa de la esquina.
—Esto... —dije, sintiéndome extrañamente libre.
—Así es. Sin focos, sin caridad, sin Demian —me aseguró, tomando mi mano sobre la mesa, un gesto sencillo que en público era una revolución—. Solo tú y yo, y un poco de jazz.
León pidió dos copas de vino. Me miraba con una intensidad que era más íntima que cualquier desnudez.
—Sabes, León... —empecé, sonriendo con una mezcla de melancolía y dicha—. Así debió haber sido.
Él entendió inmediatamente.
—¿El qué?
—Nosotros. Saliendo así después de graduarnos. Sin las expectativas de la familia, sin el brillo falso de su mundo. Solo tú y yo, en algún bar discreto, hablando de arte y de la vida, mientras tu cabello crecía y me hablabas de ese 70%.
León apretó mi mano, su pulgar acariciando mi nudillo.
—Sí. Así debió haber sido —admitió, sus ojos fijos en los míos, la promesa de lo que podría ser ardiendo—. Y por ese 70%, por ese tiempo robado, ahora vamos a recuperar cada segundo, Atenea. Y vamos a bailar.
El vino era ligero, pero el efecto en mí era profundo. No por la cantidad, sino por la liberación. León no dejaba de hacerme reír. Me contaba anécdotas ridículas de sus primeros días en Alemania, de cómo casi arruina su primera galería por un error de traducción. Él era tan auténtico, tan sin adornos, que sentía que cada risa era una grieta en la armadura que Demian había construido a mi alrededor.
Mis mejillas estaban rojas, abochornadas, producto del vino y de su atención constante. Me incliné hacia él.
—Pareces tan cómodo, tan tú, aquí. Es el lugar perfecto.
—Me siento cómodo cuando el Azul Prusia está cerca —replicó, levantando su copa—. Brindemos por la comodidad.
Brindamos y bebimos. La música de jazz seguía suave, invitando a la confidencia. De pronto, León se puso de pie, tendiéndome la mano.
—Salgamos a bailar.
—¿Aquí? —pregunté, sintiendo un escalofrío de emoción.
—Sí, aquí. Pero te advierto —murmuró, su sonrisa ensanchándose—. Soy terrible. Mi mejor arte se hace con el pincel, no con los pies. Prepárate para que pise el tuyo al menos tres veces.
Me reí con ganas, aceptando su mano.
Salimos a la pista improvisada. León me tomó con una torpeza adorable, sujetándome un poco demasiado fuerte la mano y moviendo los hombros de forma rígida. Era evidente que no tenía ritmo, pero su honestidad y su esfuerzo me hicieron reír sin parar. Él bailaba mirándome, concentrado en hacerme feliz, y no en seguir la melodía.
—Lo estás haciendo muy mal, León —le dije entre risas.
—Lo estoy intentando. Pero es difícil cuando tu Estrella Fija brilla tanto. Distrae —respondió, girando de forma errática.
Mientras la música se hacía más lenta, él se acercó, envolviéndome en sus brazos. El baile se ralentizó a un simple vaivén. Mi cabeza se apoyó en su pecho, y por primera vez en años, sentí que mi cuerpo encajaba perfectamente en el lugar al que pertenecía.
Me separó un poco, acercando sus labios a mi oído, su aliento cálido en mi piel.
—Bien, Atenea —susurró, y la formalidad desapareció—. Es el momento. Te diré la verdad del otro 70%. No dejé crecer mi cabello por el frío. Lo dejé crecer porque el día que me fui, ese mechón que siempre intentabas arreglar...Lo dejé crecer esperando que volvieras a tocarlo.
El corazón me golpeó contra las costillas. Estaba a punto de responder, de confesar que mi mano seguía buscando ese mechón, cuando, de repente, la melodía suave se cortó con un estruendo de música electrónica y muy animada. El bar se encendió, y la pista se llenó.
León soltó una risa profunda, llena de frustración y diversión.
—¡Maldita sea! ¡El universo no quiere que te lo confiese!
El momento se había roto, pero no la tensión. Él no retrocedió. La nueva música vibraba en el suelo, y León, con la misma sonrisa intensa, me tomó por la cintura.
—No importa —dijo, y me acercó aún más a su cuerpo, la intimidad del abrazo apretada por el ritmo rápido—. El baile lento falló, pero el baile rápido no conoce límites, Atenea.
La música era estridente, pulsante. El pecho de León estaba pegado al mío, la mano que me sujetaba la cintura era firme y posesiva, a pesar de que la situación exigía un ritmo frenético. Su cercanía era un desafío y una promesa.
Me reí. No una risa melosa, sino una carcajada liberadora que venía del vientre. La adrenalina de la noche, el vino, y la intensidad de su presencia me habían desinhibido.
—¡Demasiado lento, León! —le grité por encima de la música.
Me pegué a él, mi cuerpo siguiéndole el ritmo con una soltura que Demian me había prohibido por años. León me siguió el juego, sus ojos oscuros llenos de fuego y asombro. Su cuerpo se movía con la gracia que le faltaba en los pasos, una gracia basada en la pura intención de estar cerca de mí.
Justo cuando la tensión entre nosotros amenazaba con explotar en medio de la pista, una pareja joven, muy sonriente y desenfadada, se acercó.
—¡Hacen una pareja increíble! ¿Intercambio? —preguntó la chica, con un tono juguetón.
León y yo nos miramos. La idea de bailar con otros, en medio de nuestra burbuja, era absurda, pero el desafío era tentador. Era otra capa de camuflaje, otra forma de afirmar nuestra libertad.
—¡Claro! —respondió León, sonriendo.
En un instante, la distancia se creó. León se fue con la chica, y el chico me tomó la mano. Por unos minutos, me permití bailar con total despreocupación. El chico era atento, pero mis ojos no dejaban de buscar a León.
Observé cómo León, a pesar de su nula coordinación, bailaba con la otra chica. Veía su intensa concentración, no en la chica, sino en su propia actuación, una forma de demostrarme que podía ser social, que podía moverse en este mundo casual, mientras yo observaba.
De repente, la música dio un giro y volvió a la melodía de soul. El intercambio terminó. El chico me soltó y León regresó a mí. Nos encontramos en el centro de la pista.
No dijo nada. Solo me tomó de la cintura y me pegó a su cuerpo con una vehemencia que no había mostrado antes. La respiración agitada por el baile.
—Basta de distracciones, Atenea —me dijo, su voz ronca mientras el sudor frío de su cuello rozaba mi frente—. Me estaba poniendo celoso. Y no me gusta compartir mi Estrella Fija.
Sus labios encontraron los míos en un beso que no fue de pasión descontrolada, sino de propiedad. Un beso lento, profundo, público y absoluto. Era la confirmación de que, aunque bailáramos con todo el mundo, solo existíamos nosotros dos. El sabor a menta era mi droga.
Al separarnos, la música lenta era nuestra cómplice. León deslizó su mano por mi espalda, acariciando la zona donde Demian había golpeado. Era un toque de curación.
—El 70%... —dijo, volviendo a acercar sus labios a mi oído. Esta vez, no había interrupción posible—. El 70% es porque no puedo soportar que no me veas. Y sin mi cabello largo, no tenía un recordatorio de que yo también te esperé.
Editado: 27.12.2025