Nos quedamos balanceándonos al ritmo lento de la música, su cuerpo una pared protectora contra el resto del mundo. Yo sentía el corazón de León latiendo con fuerza contra mi mejilla, y mi propia respiración estaba lejos de ser calmada.
—¿Sabes? —murmuró León, separándose un poco para mirarme, una sonrisa traviesa iluminando sus ojos oscuros—. Ese mito popular asiático era cierto.
—¿Cuál? —pregunté, sintiéndome abrumada por la repentina seriedad en su voz.
—El que dice que el cabello crece por los pensamientos sucios.
Sentí que mis mejillas ardían de nuevo. Me miró expectante.
—¿Los has tenido? —me atreví a preguntar, mi voz apenas un susurro que se perdía en la música.
En ese momento, el recuerdo me golpeó. Le había hablado de ese mito una tarde que fuimos a comer pizza recordé el carmesí subiendo pos su cuello.
León se acercó, la distancia entre nosotros era inexistente.
—¿Pensamientos sucios, Atenea? —dijo, sonriendo con malicia—. En la universidad... todo el tiempo. Pero no por cualquier cosa. Por culpa de una bonita chica analítica que era mi musa.
La confesión, envuelta en ese viejo código, fue un golpe directo. Era un eco de un pasado que creí muerto, resucitado por la pasión. Era la verdad de que, incluso entonces, él había deseado cruzar la línea que nos habíamos autoimpuesto.
No necesité palabras. Me impulsé hacia él, mis labios encontrando los suyos con una necesidad urgente. Este beso no fue por desesperación, sino por reafirmación. Era mi respuesta a su espera, a su lealtad silenciosa.
Continuamos bailando, el beso terminó, pero la cercanía no. Nos movimos, ahora sincronizados, perdidos el uno en el otro. León, fiel a su naturaleza, no dejó que el momento se volviera demasiado solemne.
—¡Cuidado con ese paso, musa! —me gritó, justo después de tropezar ligeramente con mi pie—. ¡Soy un artista, no un bailarín! ¡A este ritmo, voy a necesitar otro 70% de excusa mañana!
Su torpeza y su humor me hicieron reír a carcajadas. Una risa fuerte, sin filtro, que llenó el espacio. El Azul Prusia no solo estaba despierto, estaba en éxtasis. Éramos dos jóvenes, libres del peso de Demian, perdidos en la promesa de un baile que había tardado demasiado en comenzar.
Bailamos una última pieza, entregados al ritmo rápido, al juego de la cercanía y la risa. Sentí cómo la química se había vuelto un lenguaje propio, uno que Demian jamás podría entender.
León me tomó de la mano y me sacó de la pista, su rostro radiante por la excitación.
—Este es nuestro último baile por hoy, musa —dijo, su voz ronca por el esfuerzo y la emoción—. Ahora, tengo algo que enseñarte. Algo que solo ve mi Estrella Fija.
Salimos del bar, el aire invernal golpeando mi rostro, un contraste refrescante con el calor de su cuerpo.
—Es invierno, así que vamos en coche —dijo, abriéndome la puerta.
El coche se deslizó por las calles vacías hasta que llegamos a un gran parque en las afueras. El lugar estaba cercado, y vi los carteles indicando que estaba prohibido el acceso de noche.
—¿Vamos a irrumpir? —pregunté, sintiendo una punzada de adrenalina ante la idea de romper una regla tan simple.
—Tenemos pase VIP —sonrió León—. Conozco un acceso lateral. Tranquila, Atenea. Esto es una aventura, no un crimen federal.
Estacionó el coche en un lateral. Me ayudó a salir. Caminamos por un sendero estrecho hasta que, efectivamente, encontramos una rendija entre los setos y una valla que cedía un poco. Entramos.
El silencio nos golpeó. Las luces de la ciudad y de los caminos internos del parque creaban un paisaje nocturno mágico. Me llevó de la mano, asegurándose de que el terreno bajo los pies no fuera traicionero.
—Mira, Atenea —susurró, señalando una zona específica, iluminada con focos estratégicos que resaltaban la arquitectura y los árboles, creando un efecto de ensueño. Lo que él llamaba "HI" se refería a la intensidad de esas luces, creando un mundo irreal—. Es hermoso.
Caminábamos despacio. Yo estaba embelesada con la quietud y la belleza prohibida del lugar. De pronto, mis pies se enredaron en el borde de una zanja poco profunda. Grité suavemente y perdí el equilibrio.
De inmediato, León me sostuvo. Su brazo se envolvió alrededor de mi cintura con una velocidad protectora, impidiendo mi caída. Quedamos pegados, yo riendo sin control, mitad por el susto, mitad por la liberación.
—¡Oh, Dios mío! ¡Qué vergüenza! —logré decir, cubriéndome el rostro con la mano, el sonrojo de la risa y la vergüenza más intenso que el del vino.
—¿Estás bien, Atenea? —preguntó, su voz cargada de preocupación, aunque sus labios temblaban de contención.
—Sí, sí, estoy bien —respondí, bajando la mano—. Soy una musa torpe. ¿Cómo diste con este sitio? Es increíblemente tranquilo.
León me mantuvo cerca mientras volvíamos a caminar, ahora más despacio, nuestras manos entrelazadas por la experiencia.
—Lo conocí en la universidad —comenzó, su voz volviéndose suave, nostálgica—. Un compañero acababa de romper con su novia, y estaba hecho un desastre. Me pidió que le diera un tour por todos los bares de la ciudad para ahogar sus penas. Yo ya tenía sueño, así que le compré una botella de vodka y lo traje aquí.
Se detuvo bajo la luz de uno de los focos.
—Estuvimos un rato. Yo escuchándolo, él despotricando. Al final, se quedó dormido con la botella de vodka aún sin abrir a un lado. Lo llevé conmigo a mi departamento. Despertó con una resaca espantosa, pero con la botella intacta. Siempre le recordé que no todo se ahoga con alcohol. A veces, solo necesitas el lugar correcto para dormir.
Me miró, y la intensidad de sus ojos era la misma de la biblioteca universitaria. Estábamos parados en la quietud de ese lugar prohibido. Nuestras manos seguían tomadas, el calor de su palma contrastando con el frío de la noche.
—Gracias por traerme aquí —susurré.
—Gracias a ti por ser mi Estrella Fija —respondió.
Se inclinó. El beso fue tierno y lento, un juramento silencioso en el jardín prohibido. Un beso que sabía a menta y a la promesa del amanecer. En ese instante, su toque y su historia curaron el miedo y la vergüenza de la noche anterior.
Editado: 27.12.2025