León dejó caer el carboncillo con un sonido sordo en la bandeja, como si la herramienta ya no fuera suficiente para expresar su intención. Se acercó a mí, y mi corazón empezó a bombear como un tambor tribal.
—Ya que hablamos del futuro... ¿quieres echarle un vistazo al boceto de la musa guerrera?
Acepté con un asentimiento mudo, incapaz de articular una palabra. Me levanté del taburete y él me guio un par de pasos hacia un escritorio de madera robusta, donde tenía apiladas algunas referencias y cuadernos.
Nos inclinamos sobre el papel. El boceto era más que mi retrato; era un mapa de mis emociones. Mis ojos, el famoso Azul Prusia, eran lo único que tenía color y vida en medio del carbón.
—Aquí... —murmuró León, su voz ahora un susurro grave, casi peligroso. Su dedo rozó la línea de mi cuello en el dibujo—. Aquí es donde se quiebra la armadura.
Mi respiración se cortó. No estaba señalando el papel, sino la proximidad. Estábamos demasiado cerca, hombro con hombro, el calor de su cuerpo envolviéndome.
—Y aquí... —dijo, su dedo dibujando una línea en la parte inferior de la quijada en el boceto—. Aquí es donde se escapa la risa. La que me diste en el parque.
Me giré hacia él. Su rostro estaba a centímetros del mío, sus ojos oscuros ya no buscaban el color, sino mi alma.
—¿Y dónde está el deseo, León? —pregunté, mi voz temblaba.
—Aquí —respondió.
Sus labios encontraron los míos. El beso fue inmediato y devastador. No fue tierno como en el parque, ni posesivo como en el bar. Fue una demanda, una admisión de que la espera había terminado.
León me tomó por la cintura con ambas manos, y con una fuerza controlada, me levantó y me llevó hacia el escritorio. El impacto suave de mi espalda contra la madera fue una nueva descarga de adrenalina. Él se interpuso entre mí y el mundo, sus piernas separando las mías con una intimidad arrolladora.
El beso se hizo profundo, desesperado. Mis manos se aferraron a su cuello, deshaciendo la coleta y esparciendo los mechones oscuros de su cabello por mi rostro. El olor a menta, a óleo, a él, me inundó.
Jadeamos, rompiendo el contacto solo para tomar aire, y en esa pausa, susurré:
—León...
—Dímelo —demandó, su voz rota, su frente pegada a la mía.
De repente, una de sus manos abandonó mi cintura y viajó, con una intención clara y lenta, hasta posarse en mis muslos, justo debajo de la tela del vestido. Su pulgar rozó la seda y la piel, una caricia que me hizo arquearme instintivamente, un gemido escapando de mis labios.
—Quiero... —jadeé, la excitación nublando mis pensamientos.
—Deseas... —susurró él, presionando mi cuerpo contra el escritorio, su boca regresando a la mía—. Deseas ser libre, Atenea. Deseas no fingir. Y yo... yo deseo pintarte la vida que te robaron.
El fuego era incontrolable. La tela del vestido, la cercanía de la madera, la fragancia de la pintura y la pasión de sus labios. La línea entre el arte y el deseo se había borrado por completo. Éramos el lienzo de una obra inacabada y brutalmente honesta.
La explosión de deseo era imparable. Nuestros cuerpos se fundieron sobre el frío escritorio, la tela del vestido de punto no era más que una molestia. Entre besos cargados de urgencia y promesas susurradas, empece a desabotonar la camisa de León, sintiendo la piel cálida de su pecho bajo mis dedos temblorosos.
Las manos de León, fuertes y firmes, se movían entre mi cintura y mis muslos. El roce era una tortura deliciosa. En un momento, sus dedos se atrevieron a ascender, rozando la tela que cubría mi pecho, una caricia breve y electrizante antes de retroceder, como si la misma tela fuera un límite sagrado que temía cruzar.
Estábamos en un precipicio. Un momento más y caeríamos juntos.
De pronto, León se separó. Su frente estaba perlada de sudor y su respiración era agitada, entrecortada.
—Tenemos... tenemos que parar —dijo, su voz ronca de necesidad—. ¡Maldita sea, Atenea! No puedo... no quiero que nuestra primera vez real sea rápida, robada y en un escritorio lleno de carboncillo. Te mereces las sábanas de seda, no la madera.
La sinceridad de su deseo, la profundidad de su respeto, me golpeó más fuerte que cualquier caricia. Pero yo estaba demasiado cerca del fuego para razonar.
Tomé su rostro entre mis manos y lo acerqué de nuevo, nuestros labios a milímetros de distancia.
—Solo un poco más, León —rogué, mi aliento chocando contra su boca—. Solo un poco.
León emitió un gemido bajo y se rindió. El segundo beso fue el más posesivo de todos. Sus labios me devoraron, sus manos me sujetaron con una fuerza que prometía no volver a soltarme. Yo me rendí a la sensación de ser deseada sin reservas.
Estábamos completamente perdidos, el sonido de nuestra respiración era el único ruido que existía en el estudio.
Y entonces, en el instante de mayor intensidad, el hechizo se rompió.
El teléfono de León empezó a sonar sobre el escritorio, vibrando ruidosamente justo al lado de mi cabeza.
León se congeló, sus ojos llenos de una mezcla de furia y frustración. Se separó, su cuerpo temblando por el esfuerzo de detenerse. Miró el identificador de llamadas.
—Es mi madre —murmuró, como si la explicación fuera una disculpa para el universo—.
Editado: 27.12.2025