Musa cautiva

21

León se irguió para tomar la llamada, pero nunca se apartó. Su cuerpo seguía presionándome suavemente contra el escritorio, su brazo mantenía un agarre firme en mi cintura. Yo me incorporé, el pecho agitado, la conciencia de mi entorno regresando de golpe.
Verlo responder a su madre, con ese tono cariñoso y paciente, era una capa más de su complejidad.
—Sí, mamá, ya comí... Sí, traje pesto y ensalada... No, no me desvelaré, ya estoy por terminar un boceto importante.
Escucharlo hablar de comida y sueño mientras sus dedos se clavaban levemente en mi cadera era la mezcla más extraña de mundos. La tensión sexual en el estudio contrastaba hilarantemente con la preocupación maternal.
La llamada fue corta. Su madre le dijo que su esposo la llevaría a cenar y colgó.
León soltó un largo suspiro, mitad frustración, mitad alivio.
—Maldita sea —murmuró, dejando caer el teléfono a un lado.
Sin pensarlo, se recostó, apoyando la frente en mi hombro, su aliento caliente y agitado sobre mi cuello. Yo acaricié su cabello, sintiendo la textura que había crecido por la "musa de los pensamientos sucios".
—Lo siento —susurró, su voz apagada por la tela de mi vestido. Su disculpa era por la interrupción y por haberse detenido.
—No tienes nada de que disculparte —respondí, mi voz firme pero dulce—. Gracias por la pausa.
León levantó la cabeza de mi hombro. Me miró a los ojos, y su expresión era una mezcla de adoración y respeto. Se inclinó y me dio un beso suave en los labios, un beso de promesa más que de pasión, un respiro necesario después de la tormenta.
—Haré una mención honorífica en la pose, prometo que nadie sabrá que la musa estuvo a punto de perder la cabeza por mí —dijo con una sonrisa ladeada.
Yo volví a besarlo, esta vez con una sonrisa pícara.
—No te preocupes. A la musa no le desagrada nada la idea de hacerlo en un escritorio, León. Sobre todo si es uno tan artístico.
Su risa fue una carcajada profunda que me calentó el alma.
—Lo sé. Pero lo haremos. Después. Cuando tengamos todo el tiempo del mundo y una cama cómoda.
Se separó de mí, y con un movimiento gentil, me ayudó a bajar del escritorio. Mis piernas temblaron un poco al tocar el suelo.
—¿Te gustaría un café? Necesito bajar el ritmo cardiaco y el nivel de mi "pensamiento sucio" —preguntó, guiándome hacia una pequeña mesa en la esquina del estudio, más acogedora.
Acepté. Mientras bebíamos el café, la conversación fluyó con una facilidad asombrosa. Los temas entre nosotros eran interminables y podían saltar de lo profundo a lo trivial con naturalidad.
—¿Sabías que el Quagga, una subespecie de cebra extinta, tenía rayas solo en la parte delantera de su cuerpo? Era mitad cebra, mitad caballo marrón. Una especie de boceto inacabado de la naturaleza —me explicó León, fascinado.
Yo lo escuchaba atentamente, absorta en la pasión con la que hablaba de temas tan inesperados.
—¿Cómo conoces tantos datos de animales extintos? ¿Es tu nueva fuente de inspiración para la oscuridad? —pregunté, sonriendo.
—La extinción es la forma más pura de la tragedia, Atenea —replicó, su tono solemne por un instante—. Y sí, siempre me han interesado las cosas que fueron hermosas y fueron destruidas sin piedad. Pero no te preocupes, mi musa está lejos de la extinción. Es demasiado fiera para eso.
De vez en cuando, soltaba un comentario gracioso que me hacía reír de nuevo, una risa genuina que resonaba en el estudio.
—Además, necesito tener material de conversación interesante, no sea que mi musa se aburra y prefiera la compañía de un hombre que solo habla de negocios —dijo, guiñándome un ojo, recordándome indirectamente a Demian.
El tiempo voló. El sol de la tarde se había convertido en un crepúsculo. La intensidad de la mañana se había transformado en una conexión íntima y constante, la calma antes de la siguiente tormenta.
—Debo irme, León —dije, sintiendo el peso de la realidad. Demian llamaría y no podía arriesgarme.
León se levantó conmigo, su rostro ensombrecido por la despedida inminente.
—Te llevaré a casa. Y mañana... quiero que te vistas con esa ropa que te hace sentir fiera. Que no te importe la opinión de nadie.
León y yo subimos a su auto. El ambiente en el coche era un refugio. La música sonaba baja, creando una burbuja de sonido que nos aislaba.
León estiró la mano y la colocó sobre la mía, entrelazando nuestros dedos. Este simple contacto era más íntimo que el baile o el beso en el escritorio. Era una promesa continua.
Llegamos a la entrada de mi edificio. El silencio que se hizo al apagar el motor era ensordecedor.
Nos miramos. Ya no había necesidad de palabras. León se inclinó y me dio un beso más, lento, profundo y lleno de la quietud que no habíamos podido encontrar en el estudio. Era un beso de despedida y de compromiso.
—Descansa, Atenea —susurró contra mis labios—. Te veré mañana.
Salí del auto con el cuerpo vibrando por su toque. Me metí en el vestíbulo y subí al ascensor, sintiendo la euforia y el pánico instalándose en mi estómago. Revisé mi teléfono: 8:05 PM. Demian llamaría en cualquier momento.
Llegué a mi piso y metí la llave en la cerradura, entrando al silencioso y opulento apartamento que se sentía como una celda.
Apenas pude deslizarme dentro y empezar a cerrar la puerta cuando mi teléfono comenzó a vibrar con una furia implacable. Demian.
Respondí, justo mientras el pestillo hacía clic.
—Sí, Demian —respondí, intentando sonar perezosa y adormilada.
—¿Por qué mierda estoy escuchando el cierre de una puerta? —espetó, su tono de inmediato posesivo. Su oído era demasiado fino.
Mi mente giró a mil por hora. Si decía que estaba entrando, sabría que mentí sobre "dormir temprano".
—Acabo de salir del baño —respondí, mi voz ahora más firme, con una dosis de provocación que siempre lo desorientaba—. ¿Quieres que te diga qué estaba haciendo dentro, Demian?
Hubo una pausa en la línea, una mezcla de ira y excitación retorcida.
—No seas estúpida y no me provoques, Atenea. No me obligues a que te ponga una correa en el cuello que te dé descargas eléctricas cada que salgas de la habitación.
El veneno de su amenaza me heló la sangre, pero la adrenalina que León había inyectado en mí me impidió temblar.
—Tú sabes que eso no me detendría —repliqué, bajando la voz. Era una mentira audaz, pero necesaria.
—Cállate. Y quédate quieta. Tendrás noticias mías más tarde.
Colgó. El silencio del apartamento se sintió más pesado que nunca. Me recargué contra la puerta, sintiendo el calor del deseo de León luchando contra el frío terror de Demian. La correa en el cuello ya no era una metáfora; era una posibilidad real.




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