León se separó, pero solo lo suficiente para mirarme a los ojos. Su respiración era agitada, sus labios ligeramente hinchados por el beso.
—El arte exige paciencia, Atenea —dijo, intentando recuperar el control—. Y tú, eres la obra que requiere el mayor de mis autocontroles. Vamos a trabajar.
Me condujo al centro del estudio y me sentó en el taburete. A diferencia de las poses anteriores, esta era frontal, directa. Encendió las luces que bañaban el caballete y, con un gesto, me invitó a relajarme.
Él se colocó frente a mí, pero no inmediatamente detrás del caballete. Primero, se tomó su tiempo para ajustarme.
—Quédate quieta —murmuró.
Su mano no tomó mi rostro como un artista que mide proporciones; lo acarició. Su pulgar rozó suavemente mi pómulo, deteniéndose en la comisura de mi boca. El roce duró una eternidad.
—Tu ángulo es perfecto, pero... —León inclinó su cabeza, su aliento cálido se posó en mi sien—. Tu cabello estorba el cuello.
Se movió detrás de mí. Sentí el calor de su cuerpo a mi espalda, una cercanía peligrosa. Sus dedos se hundieron en mi cabello suelto, no para peinarlo, sino para apartar mechones lentamente, exponiendo la nuca y los hombros. Cada toque era una invitación prohibida.
—Necesito ver la línea del cuello —susurró, y sus dedos rozaron la piel desnuda de mi hombro, justo donde terminaba la manga del vestido. Se detuvo ahí, su mano se quedó inmóvil, transmitiendo todo su deseo contenido.
León regresó al frente, fingiendo examinar el lienzo, pero sus ojos estaban fijos en mí. Yo sonreía por dentro; su 'trabajo' era un juego de seducción. Cada excusa para el tacto era una insinuación clara. Él daría el cien, si yo daba el resto.
León tomó su paleta, pero regresó a mí antes de tocar el lienzo.
—La luz es correcta, pero necesito corregir la sombra en la clavícula.
Se inclinó, y en lugar de usar un pincel para señalar, su dedo índice bajó desde mi barbilla hasta la hendidura de mi clavícula, dibujando una línea imaginaria. Su mirada se mantuvo en mis ojos, profunda y prometedora.
—Siéntate un poco más derecha, Atenea. Demuéstramelo.
Me enderecé, forzando la sonrisa para mantener la pose, pero por dentro mi respiración se aceleraba. Yo lo seguía con la mirada, saboreando el juego.
León finalmente se retiró, caminó lentamente hasta posicionarse detrás de mí de nuevo, lo suficientemente cerca para que su pecho rozara mi espalda. Su voz era un susurro grave, cargado de urgencia, justo al lado de mi oído.
—Atenea, no me importa si el boceto de hoy queda inacabado. Lo que me obsesiona es la obra que crearemos cuando finalmente te liberes. Quiero tatuar mi devoción en cada centímetro de tu piel.
Mi corazón dio un vuelco. Esa frase, ese tono posesivo y tierno, era la rendición final. Me hizo saber que la espera había terminado.
Me giré, rompiendo la pose y la distancia, y quedando frente a él, nuestros cuerpos a centímetros. La luz del estudio nos bañaba a ambos.
—León —dije, mi voz ronca de deseo, mis ojos fijos en sus labios—. Ya no hay arte en el lienzo. El arte está aquí.
Levanté mis manos y toqué su rostro, atrayéndolo hacia mí.
—Usa mi piel. Usa mi cuerpo como lienzo, y tus labios... úsalos como tu pincel. Ahora.
Con mi declaración, el último vestigio de control de León se desvaneció. Él no respondió con palabras, sino con acción.
Me levantó del taburete en un solo movimiento, mis piernas rodeando su cintura por instinto. El beso que siguió fue el más largo y hambriento de todos, una confirmación violenta de todo lo que nos habíamos negado. Mi boca buscaba la suya con una urgencia que me hizo olvidar el mundo exterior.
León me sostuvo con una fuerza que era totalmente posesiva, pero no dolorosa. Su agarre era una promesa.
—Vamos a mi departamento —murmuró, su aliento mezclándose con el mío, su voz ronca por el esfuerzo de hablar—. Quiero llevarte a casa.
—No —respondí, separando apenas mis labios de los suyos—. Aquí. En el estudio.
León se detuvo, sus ojos oscuros llenos de sorpresa y una admiración ardiente.
—Atenea... no . La cama de mi apartamento es más suave, es mejor que... —Señaló el entorno: los lienzos, las latas de pintura, la madera fría.
—No me importa —jadeé, presionando mi cuerpo contra el suyo—. No necesito sábanas de seda . No necesito comodidad. Te necesito a ti, aquí. Sobre el desorden, sobre el arte. Quiero que me tomes en el lugar donde me has esperado por tres años.
La respiración de León se cortó. El aire que exhalaba era ardiente.
—Me gusta cuando ordenas. Me gusta cuando exiges, Atenea —susurró, su voz ya no era un murmullo, sino un gruñido bajo que me erizó la piel.
Él me llevó a rastras, pegada a su cuerpo, hacia el rincón más privado del estudio, una pequeña habitación donde estaba la cama . Me bajó suavemente, manteniéndome cerca.
—Me gusta la forma en que me miras —continuó, con una intensidad que me hizo morder mi labio—. Me gusta que seas honesta, que seas fiera. Me gusta que te sientas tan segura de mí.
Sus manos se deslizaron desde mi cintura hasta mis caderas, y me hizo retroceder hasta que mis piernas chocaron con el borde de la cama.
—Y me gusta la idea de que esto sea tan desordenado, tan prohibido. Que te sientas tan libre de exigirme. Es mejor que el silencio de esa prisión de lujo en la que vives.
Con un movimiento rápido, León bajó su rostro hasta mi cuello, y la sensación de sus labios sobre mi piel era electrizante.
—Si vamos a hacerlo aquí, Atenea... tienes que seguir ordenando. Dime qué quieres, dímelo con tu voz fiera.
La pregunta de León, su exigencia de que yo fuera la que ordenara el siguiente movimiento, era la cura para tres años de sometimiento. Demian siempre me había tomado. León me estaba pidiendo que lo recibiera con mi propia fuerza.
Mis dedos se aferraron a su camisa negra, arrugando la tela.
—Deseo que me quites el asco de mi piel —declaré, mi voz firme, sin tartamudear, la voz de la Atenea de los números que calculaba su futuro—. Deseo que me hagas olvidar el dolor y me hagas sentir el placer que me has prometido. Deseo tu toque, León, pero quiero que sea lento. Quiero que me recuerdes que esto es una elección, no una obligación.
Y antes de que pudiera responder, lo jalé hacia mí con todas mis fuerzas, iniciando el beso que validaba mi demanda. Este beso ya no era de reencuentro; era de posesión.
León respondió con un gemido profundo. Él había deseado esta agresión femenina, esta fiera al mando. Me levantó de nuevo, apenas separándome de la caman, y me sentó en sus rodillas, nuestros cuerpos fundiéndose.
Sus manos no fueron a desvestirme. Fueron a mi espalda, justo donde Demian había sido más áspero.
—Toda esa basura de Demian... la vamos a quemar —susurró contra mi boca, separándose solo para hablar, con una devoción total—. Pero no vamos a apresurarnos. Tú ordenaste que fuera lento. Y yo obedezco a mi Estrella .
Sus dedos, grandes y fuertes, comenzaron a trazar patrones lentos sobre mi columna, sintiendo la tela del vestido, pero aplicando una presión que se sentía restauradora, no dañina. Era una caricia que validaba mi cuerpo, mis cicatrices, mi historia.
—Me gusta esta Atenea —murmuró, su aliento caliente sobre mi oído—. Me gusta que me exijas, Me gusta esta ferocidad. Ayer fuiste una mujer. Hoy... eres la diosa de la guerra exigiendo su recompensa.
Sus manos se movieron desde mi espalda hacia adelante, rodeando mi cintura. Los pulgares se detuvieron en el borde de mi vestido, justo encima de mis caderas. No tiró de la tela. Solo la acarició, enviando descargas eléctricas a través de mi piel.
—Dime que te gusta mi toque, Atenea —me exigió, la voz baja y gruesa—. Quiero escuchar que el toque de Demian es un recuerdo borroso.
—Me gusta. Me gusta, León —jadeé, presionando mi frente contra su hombro, superada por la oleada de deseo y sanación que su tacto me ofrecía—. Me hace temblar, no de miedo, sino de ganas.
León sonrió. En un movimiento lento y torturante, su mano izquierda se deslizó debajo del vestido de algodón, rozando la piel desnuda de mi muslo. La sensación me hizo gemir ruidosamente.
—¿Y esto, fiera? ¿Esto también lo ordenas?
Yo no podía hablar. Solo pude asentir, aferrándome a sus hombros. La tensión era insoportable. Él era tan consciente de su poder sobre mí, y lo usaba para darme placer y seguridad, no dolor.
Intenté subir el nivel, moviendo mi cadera contra la suya, buscando la fricción que me llevaría al abismo. Pero León, experto en el juego de la anticipación, me detuvo con una autoridad dulce.
Me sostuvo con firmeza en su regazo, pero detuvo mi movimiento, obligándome a la quietud.
—Lento, Atenea —me corrigió con una voz profunda, casi meditativa—. Recuerda la orden. Aquí no hay prisa. Aquí no hay dolor.
Su mano, la que estaba bajo el vestido, se movió, no para presionar, sino para acariciar la piel sensible de mi muslo con la lentitud de un reloj de arena. Sentía que mis piernas se convertían en fideos, completamente inútiles y débiles. La contención era una tortura sublime.
León retiró esa mano solo para subirla y desabotonar la chaqueta de mezclilla. No la quitó. Simplemente abrió el camino. Luego, regresó a mis costados, bajo la tela del vestido, recorriendo la curva de mi cintura.
—Dime qué está sintiendo la Atenea de los números —me susurró, y el aliento de esa pregunta me hizo estremecer violentamente.
Las caricias se hicieron más íntimas, más específicas, recorriendo la piel de mi espalda y flancos. Sentí un gemido formándose en mi garganta. Intenté contenerlo, la costumbre de tres años de silencio era difícil de romper. No podía hacer ruido.
León lo notó.
Me tomó del rostro con ambas manos, sus pulgares rozando mis labios.
—No. Quiero escucharlo. Quiero que me ordenes con el sonido de tu placer, Atenea. Quiero que este estudio sepa que eres mía, que estás viva. Quiero que tu voz fiera quiebre la jaula que te pusieron.
Su exigencia era una liberación. Con esa orden, no pude contenerme más. Cuando sus dedos se deslizaron hacia mi espalda, buscando un punto sensible bajo el borde del vestido, un gemido ronco y largo escapó de mi boca. Fue un sonido que nunca le había dado a Demian; era el sonido de la verdad.
León sonrió contra mi frente, triunfante.
—Eso es. Exige. Y no olvides que tenemos mucho tiempo.
Editado: 27.12.2025