Musa cautiva

23

León sonrió. En lugar de obedecer mi asentimiento impulsivo, regresó a la lentitud.
Me retiró la chaqueta de mezclilla con una delicadeza reverente, como si se tratara de una capa de seda. Luego, sus manos se posaron en la cremallera trasera de mi vestido negro. El rrrrrr del cierre deslizándose fue un sonido ensordecedor en el silencio del estudio.
La tela se aflojó sobre mi espalda, y él deslizó su mano. No una caricia, sino un toque amplio, suave, recorriendo la piel expuesta de mi espalda. Me tensé de inmediato. Mi mente gritó: ¡Las marcas! ¡Que no las vea! Recordé las viejas cicatrices invisibles que Demian había dejado, y el miedo fugaz de su mirada me paralizó.
León sintió mi rigidez. Se separó ligeramente, con sus ojos llenos de preocupación. En lugar de preguntar, actuó.
Me ayudó a deslizarme del regazo para que yo pudiera tumbarme boca arriba sobre las sábanas. Al recostarme, el vestido se corrió y una de mis piernas quedó colgando sobre sus rodillas.
León no se apresuró. Se dedicó a mi pierna. Con un cuidado extremo, me quitó la zapatilla que llevaba, luego la otra. Besó suavemente mis tobillos y mis pantorrillas, trazando líneas con sus labios que eran más sensuales que cualquier asalto. Era un acto de adoración.
Mientras me besaba la piel, sus manos subían lentamente por mi vientre, debajo del vestido suelto, hasta que se encontró con el borde de mi lencería. Su toque era un fuego lento.
Volvió a subir, y sus labios finalmente encontraron los míos en un beso que era la confirmación de la pureza de su intención. Un beso que decía: "Aquí no hay daño, solo devoción."
Se separó. Su mirada era un abismo de deseo, y se movió hacia abajo, deslizando su mano por mi muslo y subiendo el borde de mi vestido con la clara intención de hundir sus labios en mi entrepierna.
Mi cuerpo lo deseaba, pero la fiera de la estrategia, la Atenea de la cautela, se activó por última vez. Necesitaba el control total.
—León, espera —dije, mi voz un jadeo apenas audible, mi mano deteniendo la suya—. No es necesario.
Él se detuvo de inmediato, sus ojos oscuros llenos de respeto. Me miró, esperando la orden.
—Atenea —dijo, su voz ronca y cargada de una devoción que me destrozó el corazón—. Esto no es una necesidad. Es mi devoción a la única mujer que no he podido olvidar. Mi arte, mi cuerpo, mi futuro, todo está dispuesto para ti. Cuando me lo ordenes, será tuyo. Pero quiero que sepas algo antes de que me consumas: No te voy a tomar. Te voy a sanar. Y lo haremos solo cuando estés lista para rendirte al placer, sin miedo.
La palabra "sanar" disolvió el último trozo de mi armadura. Sentí que podía confiar mi cuerpo, mi placer, y mi escape a este hombre que me miraba con más reverencia que deseo crudo.
—Estoy lista —dije, sin titubear.
León sonrió. La sonrisa no era de triunfo, sino de una profunda satisfacción. Volvió a mis labios, pero este beso era diferente: era una absorción. Nos besamos con la promesa del tacto por venir.
—Me gusta el sonido de tu verdad —murmuró entre besos, su respiración agitada contra la mía—. Me gusta que me exijas con esa voz que te han enseñado a silenciar. Eres mía, Atenea. Mía.
Mientras sus labios me devoraban, yo cumplí con mi parte de la orden. Mis manos subieron a su pecho y, con urgencia temblorosa, comencé a desabotonar su camisa negra. Quería ver la anatomía de su anticipación; quería sentir el lienzo de sus tatuajes contra mi piel.
A la altura del tercer botón, León rompió el contacto.
Se levantó de un solo y fluido movimiento, separándose de mí por un instante. Se quitó la camisa, arrojándola al suelo con un desdén casual. Su pecho, cubierto por los trazos de tinta negra, era una obra de arte. La imagen de su cuerpo desnudo, fuerte y libre, me robó el aliento.
No perdió ni un segundo. Regresó inmediatamente a mi cuerpo, pero esta vez, su intención era precisa. Se arrodilló entre mis piernas sobre la cama , apartando suavemente el vestido y la tela. Su cabello oscuro, revuelto por la pasión, quedó justo a la altura de mi entrepierna.
—Relájate —ordenó, su voz se había vuelto un murmullo profundo—. Quiero escuchar cómo se quiebra tu contención.
León hundió su rostro en la intimidad expuesta, y el primer contacto de sus labios y su lengua fue un shock eléctrico que me arqueó la espalda.
Intenté contener el grito, la vieja costumbre de la vergüenza y el silencio. Mí boca se cerró en un nudo.
—¡No! —gruñó, separándose apenas para exigir—. Siéntelo. Y haz ruido.
Mis ojos se cerraron. La verdad de su toque, lento, deliberado, diseñado para el placer y no para el dolor, me superó. Mi mano izquierda se hundió en las sabanas, apretando el material frío. La derecha se enredó en los mechones negros de su cabello, guiándolo sin piedad, exigiéndole más.
El estudio se llenó del sonido que había guardado por tres años. El sonido de la liberación.

León no solo me estaba dando placer, me estaba dando mi voz. El clímax que me ofreció fue un acto de devoción que me dejó temblando, exhausta y completamente expuesta.
Se levantó solo lo suficiente para mirarme. Se inclinó y besó mis labios una vez más, para asegurarse de que mi regreso a la realidad fuera suave.
—Así me gusta —dijo, limpiando con su pulgar una lágrima de placer que había escapado de mi ojo—. Así suena la musa.
Lentamente, sin prisas, deslizó el vestido de algodón negro por mis hombros. La tela cayó alrededor de mi cintura, dejándome solo en lencería de seda.
Mi respiración se aceleró de nuevo, pero no por el deseo, sino por el miedo. Por costumbre, me preparé para el comentario cruel. Me imaginé a Demian diciendo que estaba demasiado escuálida, que parecía una "cama de agua" flácida, que no era digna de ser admirada. Me tensé, esperando la inspección crítica.
Pero la inspección de León fue diferente.
Me miró con la intensidad de un escultor que acaba de revelar su obra maestra. Sus ojos recorrieron cada línea de mi cuerpo expuesto: mis clavículas, mis costillas que marcaban una curva delicada en mi cintura, mis piernas largas y tensas.
León colocó su rodilla sobre el colchón, arrodillándose a mi lado para estar a mi altura. Me tomó el rostro con ambas manos.
—No eres lo que el dice —declaró, usando exactamente el tipo de lenguaje posesivo y fiero que me hacía temblar, pero ahora con dulzura—. Eres una estrella tallada. Eres la perfección geométrica de una diosa. Eres mi arte.
Sus dedos trazaron la curva de mis costillas, donde Demian veía defectos.
—Esta delgadez no es debilidad. Es la tensión pura de una cuerda de violín. Me gusta esta fragilidad, Atenea. Es lo que me hace querer envolverte en mi cuerpo y no soltarte jamás.
Me besó el hombro, luego bajó por mi brazo hasta la muñeca.
—Lo que siento por ti no es algo pasajero, Atenea. No es capricho. Es la base de mi vida. He pintado este cuerpo por tres años en mi mente. Sé cada sombra y cada curva. Y cada centímetro de ti es perfecto.
Se inclinó, apoyando su frente contra mi vientre. La sensación de su cabello y su piel caliente contra mi piel desnuda era un bálsamo.
—Tu cuerpo es mío para amarlo y sanarlo —susurró, con una posesividad que no amenazaba, sino que protegía—. Y no te voy a dejar ir. Nunca más.
Me abrazó, envolviéndome con sus brazos Firmes . Sentir su piel contra la mía, sin el estigma del dolor, fue la liberación final.




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