Durante minutos, no hubo más sonido que nuestras respiraciones agitadas. León no se apartó de mí. Se quedó, pesado y caliente, dentro de mí, envolviéndome con sus brazos protectores. Su mejilla estaba pegada a mi hombro, su corazón latía como un tambor frenético contra mi clavícula.
Se movió ligeramente, solo para poder levantar la cabeza y mirarme. Su rostro estaba enrojecido, sus ojos oscuros llenos de una ternura extasiada.
—¿Estas bien ? —susurró, su voz aún ronca por el esfuerzo. Su mano acarició mi mejilla con el más profundo cuidado, asegurándose de que yo estuviera bien.
Yo sonreí. Era una sonrisa honesta, sin filtros, nacida de la euforia y la sanación.
—Sí, León. Estoy... estoy demasiado bien. Estoy viva.
León sonrió con una satisfacción tranquila que me derritió el alma. Él no estaba satisfecho solo por el placer; estaba feliz por mi liberación.
Con una lentitud reverente, me sostuvo en su sitio mientras se liberaba y salía de mí. Luego, con una agilidad silenciosa, se levantó y terminó de cubrirme con una sábana blanca de lino, grande y suave,
Me envolvió primero a mí, asegurándose de que la tela rozara mi piel húmeda y caliente con delicadeza. Luego, se deslizó bajo la misma sábana, trayéndome de vuelta a su pecho.
Nos acurrucamos en la cama , envueltos en la tela blanca, que actuaba como un nido de paz en medio del caos creativo del estudio. Su corazón, que todavía latía fuerte, era la calma que necesitaba.
León me acercó más, su brazo fuerte asegurando mi cabeza contra su hombro. Me acarició el cabello, y susurró contra mi sien, inundando mi oído con palabras que se sentían como un bálsamo para el alma.
—Eres tan jodidamente hermosa, Atenea. Cada línea, cada temblor, cada grito que me diste... es la melodía que estuve esperando escuchar por tres años.
—No te atrevas a sentir vergüenza por nada de esto. Tu cuerpo es el lienzo más noble que he tocado. Y lo que pasó aquí... fue una promesa.
Su voz se volvió más grave, más íntima.
—Duerme un poco, si quieres. Estoy aquí. Te tengo. Ya no eres la esposa de un monstruo. Eres mi Estrella , Atenea. Y este desastre en el que estoy, esta vida caótica, ahora tiene sentido. Todo es para ti. No hay nada en este mundo que yo ponga por encima de tu felicidad.
Cerré los ojos, sintiendo el peso de su cuerpo protector. La sensación de su piel contra la mía, la calidez de la sábana, la verdad de sus palabras... Me sentí a salvo. Era como si hubiera caído en un sueño profundo y dulce del que no quería despertar. Estaba en un limbo de paz total, un pequeño universo donde el tiempo y Demian no existían.
Estoy demasiado bien, pensé, acurrucándome más contra su pecho. Estoy en casa.
El suave ronroneo de la respiración de León me trajo de vuelta a la superficie. No había dormido, pero había flotado en una burbuja de serenidad.
El reloj en la pared marcaba las 5:30 PM. Aún quedaban horas.
Abrí los ojos. La luz del atardecer se filtraba por las ventanas altas del estudio. León estaba despierto; me miraba con una expresión serena y satisfecha, con el brazo detrás de mi cabeza.
—¿Tienes hambre, cariño? —preguntó con dulzura, acariciando mi mejilla.
Asentí, mi estómago, que había estado ignorado por la adrenalina, ahora rugía suavemente.
León se movió para levantarse. Se deslizó fuera de la sábana y, con total naturalidad, se puso sus pantalones y luego tomó su camisa negra arrugada del suelo. Se la abotonó con calma, sin importarle que se viera algo desordenada. Era un acto de domesticidad que me resultaba extrañamente sexy.
Intenté moverme para sentarme.
—Quieta —ordenó, pero con una sonrisa—. Tú no te levantas. Descansa. Yo preparo algo.
—¿Cocinabas mucho cuando estabas en Berlín? —pregunté, sintiendo curiosidad por esa parte de su vida que lo había forjado.
León se rió, su mirada dulce.
—Sí, aunque "cocinar" es una palabra fuerte. Vivía con el chico del.que te hania hablado . Nos dividíamos los turnos en las labores domésticas cada semana. Y te aseguro que los dos éramos terribles cocineros. El primer mes comimos solo pan y queso porque le prendí fuego a unas verduras.
Me reí, imaginando al artista fiero intentando dominar una cebolla.
—Pero a mí se me daba un poco mejor que a él. Él era un desastre artístico culinario. Una vez intentó hacer paella y terminó pareciendo... no sé, como una obra abstracta color barro. Por eso me tocaba a mí el turno de la supervivencia.
Se inclinó para darme un beso rápido en la frente.
—No te preocupes. Prometo que la comida de hoy no te hará llamar a emergencias. Es mi humilde arte de la supervivencia.
La broma era perfecta. Me reí de nuevo, sintiéndome cálida y a salvo en la sábana blanca, mientras él se dirigía a la pequeña cocina del estudio, el hombre que me había sanado ahora prepararía mi comida.
Aproveché el momento de calma para levantarme del sofá. Mi cuerpo se sentía ligero, como si toda la pesadez de los últimos tres años se hubiera evaporado con el sudor y el placer. Me puse el vestido negro, cerrando la cremallera con manos firmes. No me molesté en la chaqueta, solo en arreglar mi cabello suelto con los dedos.
Me miré en el reflejo de un lienzo cubierto, y era otra. La rigidez de la mujer de Demian había desaparecido, reemplazada por la chispa de la Atenea que León había despertado.
Me acerqué a la cocina. León estaba de espaldas, moviéndose ágilmente entre los pocos ingredientes que tenía, buscando algo en una pequeña alacena. Estaba totalmente absorto en la tarea, silbando una melodía de piano. La imagen del artista feroz realizando una tarea tan mundana era profundamente tranquilizadora.
—¿Problemas con el color de la pasta? —pregunté, mi voz sonando fuerte y clara.
León se volteó de golpe. Me miró, y la intensidad en sus ojos no había disminuido, solo se había transformado en un profundo afecto.
—Pareces una diosa que acaba de regresar de la guerra y ha ganado —dijo, dejando lo que estaba haciendo para tomar mi mano y besar la palma—. ¿Estás segura de que no puedes sentarte y dejar que te traiga todo?
—Estoy bien, León. Y también necesito alimentar a mi guerrero—respondí, moviéndome para recostarme contra la encimera, justo a su lado.
El ambiente era de una intimidad doméstica que nunca creí posible. La imagen de él, con su camisa arrugada y las mangas subidas, preparando comida para mí, era la prueba de que el futuro era real.
León reanudó la preparación de la pasta con pollo, pero su silencio se hizo pesado. Sabía que venía la pregunta.
—Atenea —dijo finalmente, sin mirarme, concentrado en remover la sartén—. ¿En qué momento tu matrimonio con Demian se volvió... difícil?
Mi respuesta fue automática, una defensa ensayada durante años.
—A los dos meses de casados. Se volvió... difícil, sí.
León apagó la flama de la estufa y se apoyó contra la encimera, sus ojos fijos en los míos. Su camisa, aún arrugada de nuestra pasión, estaba tensa sobre sus hombros.
—¿Hay algo más? Siento que estás midiendo las palabras, como si calcularas la distancia entre nosotros.
Negación. Era la única respuesta segura.
—No. Solo es... algo posesivo, ya sabes. Celos tontos. Pero nada más.
Flashback interno de Atenea:
No es nada. El recuerdo de la única vez que había pronunciado la palabra "divorcio" me quemó la garganta. Fue en la cena de nuestro segundo aniversario. La respuesta de Demian fue un plato roto y una paliza tan brutal que no pude ponerme de pie en dos días. Mi cadera y costillas dolían tanto que cada respiración era una aguja. Al visitar al médico, tuve que mentir, diciendo que había sufrido una caída terrible, solo para justificar las lesiones.
Pero el peor recuerdo era el del escape. Recuerdo la adrenalina de tomar un taxi, pensando que era libre, solo para que Demian me encontrara en la estación de autobuses horas después. Me llevó arrastras. Recuerdo la vergüenza insoportable, la gente mirando, mientras me arrastraba del cabello desde el lobby hasta el ascensor. Una vez dentro del apartamento, me lanzó al suelo como una muñeca rota, pateándome en el costado una y otra vez. Luego, ese olor a cuero. Sacó ese maldito cinturón de vestir, azotándome con el metal y la hebilla hasta que el dolor me adormeció el brazo por completo. Lloré en silencio, boca abajo, por un mes.
Después de eso, ya no me trató como a su esposa, sino como a su propiedad. Se volvió hiper-controlador. Instaló cerraduras automáticas. A veces, simplemente me dejaba encerrada bajo llave en el ala principal si él tenía que viajar, con la excusa de "proteger mi seguridad".
Editado: 27.12.2025