León estaba sobre la espalda, y yo sobre él, sintiendo la dureza de su cuerpo y la urgencia de sus manos. Su aliento era ardiente en mi cuello. El contacto de su piel con la mía, debajo de la camiseta, era una corriente eléctrica.
Sus manos expertas se deslizaron bajo mi camiseta holgada, sintiendo la piel desnuda de mi cintura y subiendo con la intención de deshacerse de la tela. Pero en ese instante, el recuerdo me golpeó con la frialdad de una ducha helada.
Las marcas. El encuentro explosivo de la tarde, la fricción del vestido negro, y el baño caliente... el maquillaje perfecto que me obligaba a usar para cubrir los viejos moretones se habría desvanecido y las cicatrices. No podía permitir que la luz revelara lo que había luchado tanto por ocultarle. No quería su lástima.
Me separé del beso, la respiración agitada.
—Espera —susurré, mi voz apenas audible.
León se detuvo inmediatamente. Su cuerpo se quedó tenso debajo del mío, su respiración resonando en el silencio.
—¿Qué pasa? —preguntó con voz grave, lleno de preocupación, pero sin reproche.
—Las luces —dije, sintiendo que el pánico se asomaba—. ¿Podrías apagarlas? Por favor.
León no dudó. Se deslizó con cuidado por debajo de mí. Se acercó al interruptor. La habitación se sumió en una oscuridad reconfortante, rota solo por el suave resplandor de las luces de la ciudad que se colaban por la ventana.
Regresó a la cama y se sentó, extendiendo su mano para guiarme de nuevo sobre él.
—No necesitas la oscuridad, Atenea —me susurró, su voz cargada de una ternura que me destrozó el alma—. No necesito verte para saber que eres la mujer más hermosa que he conocido. Conozco tu cuerpo y tu rostro de memoria.
Me dejé caer sobre él, lo besé con una desesperación que mezclaba la necesidad física con la gratitud por su comprensión silenciosa. Él no había preguntado. Él simplemente había aceptado mi necesidad de ocultar mi vulnerabilidad.
León se deshizo con calma de la camiseta Van Gogh, liberándome finalmente de cualquier pretensión. Nuestras bocas se unieron en un caos delicioso. Me besaba como si el mundo se fuera a acabar, saboreando mi boca, mi cuello, mis hombros.
Mis manos se aferraron a su espalda, sintiendo la tensión de sus músculos. La pasión era desbordante, y yo la estaba disfrutando, completamente libre, sin temor al dolor. El placer que me daba era total, profundo, centrado en mi disfrute.
Mientras su boca se movía sobre mi piel, y yo arqueaba mi cuerpo con una excitación creciente, León me detuvo un instante, mirándome en la penumbra.
—Te amo —susurró, con la voz rota por la pasión y la verdad—. Siempre te he amado
La declaración me golpeó con la fuerza de una revelación. Me quedé inmóvil, congelada sobre él, con mi corazón martilleando contra su pecho. En la oscuridad, mis ojos se llenaron de lágrimas, pero mi voz se cortó por la necesidad desesperada de contener el llanto. No iba a llorar. No iba a ser la víctima.
Pero era imposible. Él lo había dicho. La verdad que había guardado en un cajón oxidado de mi alma por tres años, ahora era real, respirando justo bajo mi boca.
Me incliné, cerrando la distancia entre nuestros rostros, mi voz apenas un hilo, pero cargada con el peso de la supervivencia y la liberación.
—Yo también te amo, León. Te amo.
Esa confesión fue mi propia liberación final. No hubo más contención. Mis manos se deslizaron de su espalda, rodearon la camiseta blanca de su pijama y tiraron de ella con fuerza. La tela se deslizó sobre su cabeza y la arrojé al suelo.
Ahora, piel contra piel, volví a tomar su boca.
El beso se volvió desesperado, una fusión de la pasión que habíamos compartido en el estudio, pero con la carga emocional de la confesión. Mis manos exploraron la firmeza de su pecho, la línea de su abdomen, saboreando cada centímetro de piel que me ofrecía.
León respondió con la misma intensidad, sus manos se deslizaron por mis muslos y me levantaron, ajustando mi posición sobre él. Nuestros cuerpos se tocaban y frotaban con una urgencia que no permitía pensar, solo sentir. Cada roce era un recordatorio de que esta intimidad era mutua, elegida y profunda.
Los gemidos se escaparon de ambos en la penumbra, sonidos crudos de deseo y amor. Seguimos besándonos y tocándonos, encendiendo el fuego, construyendo la excitación en una promesa de lo que vendría, manteniendo esa deliciosa agonía de la anticipación.
León me tenía justo donde yo quería estar: en un lugar seguro, adorada, amada y necesitada. Y él era completamente mío.
El tiempo se detuvo en ese intercambio de pasión, pero el mundo exterior no.
Me separé del beso, la respiración acelerada y mi cuerpo ardiendo. La oscuridad era mi escudo, pero mi voz era mi arma.
—Ahora, León —dije, mi aliento chocando contra su oreja, mi voz temblaba por la excitación—. Hazlo. Pero lento. Quiero sentir cada maldito centímetro.
León gruñó, un sonido grave y animal, al escuchar mi orden. Me sujetó por las caderas, su tacto era firme y casi doloroso, anclándome. Sus ojos brillaban en la penumbra mientras se preparaba , su rostro a centímetros del mío.
—Mi diosa —jadeó—. Eres mi infierno. Eres mi cura.
Y luego, la entrada. Fue lenta y exquisita, justo como lo había ordenado. Sentir esa conexión de nuevo, en la seguridad de su cama, bajo el peso de su amor, fue abrumador. Me aferré a sus hombros, mis uñas marcando suavemente su piel, empujándolo a ir más rápido, aunque mi boca le dictaba lo contrario.
León esperó mi señal. Me miró, y su voz era ronca, seductora, peligrosa.
—Dímelo, Atenea. ¿Qué quieres que te haga? Manda, fiera.
—¡Muévete! —le ordené, mis caderas iniciando el ritmo, tomando el control total de la cadencia—. ¡Tómame ahora! Di que soy tuya. Di que nadie más puede tocarme así.
León se rindió a mi ritmo, sincronizándose perfectamente con mi deseo. El aire se hizo espeso con el sonido de nuestros cuerpos chocando y los gemidos que no podíamos contener.
—Eres mi vida —dijo, con voz áspera, al oído—. Eres la única. Cada gota de tu placer es mío. La tienes dura, cariño. La tienes hirviendo.
Sus palabras eran tan abrasadoras como el movimiento de su cuerpo. Me inclinaba sobre él, empujándome hacia un frenesí de sensaciones.
—¡Mírame! —grité, aunque sabía que en la oscuridad solo podía sentir mi expresión—. ¡Mírame disfrutar! ¡Mírame ser tuya!
León me tomó por la cintura con ambas manos, dictando una embestida más profunda, más prolongada, a pesar de mi control.
—Te doy todo lo que me pides, cariño. Te entrego mi cuerpo. Te entrego mi alma. Eres mi maldito vicio, Atenea. Y no voy a parar hasta que ruegues que lo haga.
Continuamos, el ritmo acelerándose, la pasión construyéndose hacia un pico vertiginoso. Mi cuerpo se tensaba una y otra vez, acercándome al umbral, pero siempre retirándome, saboreando la inmensidad de esta liberación mutua. El dormitorio de León se convirtió en el templo de nuestro deseo incontrolable.
Editado: 27.12.2025