Musa cautiva

27

Nos quedamos en la penumbra, el único sonido era el golpeteo lento y sincronizado de nuestros corazones y la respiración que regresaba a la normalidad. León me tenía envuelta firmemente, una de sus piernas entrelazada con las mías. Su olor a hombre, a pintura y a sexo era el perfume más embriagador que jamás había olido.
Acaricié su pecho, sintiendo el músculo relajarse bajo mi toque. La tensión de la huida, de la mentira y de la represión se había disipado, dejando solo una paz agotadora.
—¿Te arrepentiste alguna vez de no haberme escrito, León? —pregunté en un susurro. La pregunta era más un anhelo de confirmación que un reproche.
León suspiró profundamente, y sentí la vibración de su voz contra mi cabello.
—Cada maldito día, Atenea. No por la carrera o por el arte. Sino porque sabía, en lo más profundo, que había dejado a la única mujer que no me juzgaba. Pensé que con el tiempo el recuerdo se convertiría en un color menos intenso, pero nunca pasó. Siempre fuiste mi Estrella Fija, brillando incluso cuando estabas a años luz.
—Yo también te busqué en la distancia —confesé—. En cada galería, en cada crítica. Necesitaba saber que estabas bien, que la vida que elegiste valió la pena. Me reconfortaba la idea de que al menos uno de nosotros era libre.
León me tomó por la barbilla, obligándome a mirarlo en la oscuridad. Sus ojos se veían como brasas encendidas.
—Escúchame. Cuando te vi en aquel evento , tan asustada... sentí que el tiempo se detenía. Te ves tan fuerte por fuera, Atenea. Pero por dentro... tienes un océano de dolor.
Me encogí ligeramente, la verdad de su observación me dolía.
—Estoy... cansada —admití, la primera verdad no censurada que le decía sobre mi vida con Demian—. De sonreír, de ser perfecta. De no poder respirar.
León me abrazó con una furia silenciosa y protectora.
—Ya no tienes que fingir más. Nunca más. Ahora estás aquí. En el peor momento de tu vida, y en el mejor momento de la mía. Nos encontramos, y eso no fue casualidad. Fue destino. Fue la única forma de que tú te atrevieras a salvarte y yo a ser digno de tu regreso.
Me apretó aún más contra su cuerpo, un ancla inamovible.
—Duerme, Atenea. Duerme sabiendo que por primera vez en tres años, no hay ninguna cerradura que te contenga. Y yo estoy justo a tu lado.
Intenté cerrar los ojos, pero mi mente, la mente de la estratega, no podía apagarse. Había demasiada belleza, demasiada perfección en este reencuentro.
Me moví ligeramente, apoyando mi mentón en su pecho, sintiendo el calor inquebrantable de su piel.
—León —susurré, mi voz apenas una exhalación—. Tengo miedo.
—¿De qué? —inquirió, su tono era tranquilo y seguro.
—De... de que esto no sea real —confesé, la inseguridad carcomiéndome—. De que lo que estamos sintiendo ahora, toda esta intensidad, solo sea la adrenalina del peligro. O peor... la idealización de lo que no fue. De la universidad. Éramos dos desconocidos con buena química.
León no se rió ni me reprendió, pero su cuerpo se tensó con la intención de borrar esa duda por completo. Me sujetó por el rostro, con ambas manos, obligándome a sentir la verdad de su tacto.
—Escúchame, Atenea —dijo, su voz profunda y cargada de una convicción absoluta—. No vas a degradar esto. No vas a reducir nuestro amor a una ecuación de adrenalina o a un fantasma universitario.
Me besó, un beso que no era de pasión, sino de afirmación, un sello de su verdad.
—¿Sabes cuál es la diferencia entre la idealización y la realidad? La idealización te mantiene a salvo, te deja sola. Esto que tenemos, esto te saca de la jaula. Te pone en peligro real por una felicidad real. Esto es tangible. Mi cuerpo te conoce. Mi alma te conoce.
Me apretó con tanta fuerza que sentí que nuestros huesos se fusionaban.
—No habrá más dudas, Atenea. No habrá más inseguridades. No te permitiré que conviertas la certeza de mi amor en una hipótesis. Duerme. Y cuando despiertes, la única pregunta será: ¿Qué quieres desayunar?
Hundí mi rostro en el hueco de su cuello, aspirando su aroma, el que ahora para mí significaba refugio. Él me abrazó fuerte, su brazo rodeando mi cintura con una seguridad palpable.
La pregunta surgió de la nada, un susurro cargado de asombro.
—León —dije, sintiendo la vibración de su garganta—. ¿Por qué eres tan bueno?
León se rió suavemente, el sonido retumbando en su pecho.
—Debe ser porque nací en viernes —respondió, con una voz juguetona.
Me reí, la tensión de la inseguridad por fin liberada. —¡Y eso qué tiene que ver!
—El viernes es un buen día —afirmó, serio solo en apariencia—. Además, fue en verano.
—¿Naciste en verano? —pregunté, sonriendo.
—Así es. Arruiné las vacaciones de mis padres, pero al menos les di una excusa para beber más vino de lo normal.
Me reía de nuevo, imaginando a un bebé León fastidiando los planes de un viaje a la playa. Hizo un par de comentarios más, ridículos y exagerados, sobre lo mucho que le costó a su madre aceptar que su hijo sería un "artista malhumorado y caótico" en lugar de un "abogado corporativo y aburrido".
—Eres muy divertido, León —le dije, dándole un beso en el hombro.
—Tú lo dices porque me quieres —respondió, su tono volviendo al de la autocrítica—. El resto no opina lo mismo. Mi humor es demasiado especializado, dicen.
—Pues yo creo que sí lo eres. Me haces sentir ligera —dije, acurrucándome aún más cerca.
León me besó el cabello, la promesa colgando en el aire.
—Entonces, esa será mi misión, Atenea. De ahora en adelante. Hacerte reír.
La conversación se desvaneció en el silencio de la madrugada, pero la proximidad era demasiado magnética. Me miró en la penumbra, sus ojos llenos de una intensidad que no necesitaba palabras.
Se inclinó y me besó de nuevo, pero este beso era diferente. Era una caricia larga, profunda, que no buscaba la prisa, sino la permanencia. Nuestros cuerpos, ya exhaustos del encuentro anterior, se encendieron de nuevo con una corriente eléctrica que recorría cada nervio.
León acarició mi muslo, subiendo lentamente por el costado de mi cadera. Mis manos se movieron instintivamente sobre su pecho, explorando la cartografía de sus músculos. Sentí la piel de gallina en cada parte de mi cuerpo. El deseo ya no era una urgencia, sino una necesidad profunda y constante de estar unida a él.
En ese momento, entre caricias que subían de nivel, me di cuenta de la verdad que Demian había intentado ahogar: mi deseo no era solo químico. Era una Leona dormida, esperando el momento de despertar y ser la fiera que a Demian tanto le molestaba. La mujer que exigía placer, que tomaba el control. Y León no solo la aceptaba; la adoraba.
El vaivén de las caricias continuó, un ritual lento de pertenencia y excitación que no requería una consumación, sino solo el tacto.
Finalmente, el cansancio y la paz nos alcanzaron. Nuestros labios se separaron, nuestras frentes se tocaron. Caímos en un sueño profundo, envueltos en el edredón y en los brazos del otro, fusionados en un universo donde no existía el miedo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.