El llanto era silencioso, visceral. No era el llanto de una esposa que extraña a su marido, sino el grito de un alma prisionera que acaba de probar la libertad. Mis hombros temblaban incontrolablemente, mojando el escritorio con la salinidad de mi miseria.
Deseaba volver. Deseaba volver a esta habitación, a esta casa, a esta vida donde la mayor de mis preocupaciones era si León me invitaría a salir. Quería que mis libros, mis discos y mi caballete fueran míos de nuevo, sin la sombra de Demian planeando sobre ellos. Quería ser la chica despreocupada que podía reírse de las bromas de León y no preocuparse por las cámaras o las cerraduras.
¡Demian me lo robó!
Apreté los puños, la desesperación creciendo. Quería que esta rabia se convirtiera en la fuerza necesaria para romper esa cuerda invisible. Pero la debilidad era persistente. Era el veneno de la culpa.
Era la vergüenza de haber sido tan ciega, tan tonta como para pensar que un hombre con tanto dinero y poder me daría amor incondicional sin exigir mi alma a cambio.
Mis pensamientos se aferraron al álbum de Blink-182, al rock que mi padre y yo compartíamos, a la promesa de un futuro que se llamaba "No Future". Era una burla cruel.
No era la muerte lo que me detenía. Podría enfrentar a Demian si el precio solo fuera mi vida. Pero él sabía dónde golpear. La imagen de él, desquitándose con la bondad de mis padres, o peor aún, con la luz inofensiva de León, me paralizaba. La cuerda invisible se apretaba hasta cortar la respiración.
No puedo. No puedo ponerlos en peligro.
Me arrastré, levantando mi cuerpo pesado y entumecido del escritorio. Me acerqué a la cama, me desplomé sobre las sábanas inmaculadas y suaves, sintiendo el aroma familiar de mi infancia. Seguí llorando, pero ahora el sonido era más un quejido, un lamento por la versión de mí misma que había perdido, y por la imposibilidad de vivir la versión que acababa de despertar en los brazos de León.
Estaba atrapada entre el hombre que me destruía y el hombre que me salvaba, y la única forma de proteger al segundo era quedarme con el primero. El amor era una carga demasiado peligrosa.
El dolor se hizo físico. Era un peso frío en el pecho, la sensación de que mi alma estaba siendo exprimida. Era la mutilación social que Demian había ejecutado con una precisión quirúrgica, dejando mi vida llena de vacíos ensordecedores.
En medio de mi llanto, recordé a Valeria.
Mi mejor amiga. Deseguro me odiaba. Demian se había encargado de eso, prohibiéndome tajantemente hablarle. Empezó con las críticas ("Es demasiado vulgar, no es digna de tu posición") hasta que la comunicación se cortó por completo.
Ni siquiera fui a su boda con Andrés.
La culpa me ahogó. Valeria y yo nos conocíamos desde la secundaria. Ella había sido mi confidente en la universidad, la única que sabía sobre León. Y cuando Demian apareció, ella fue la primera en advertirme.
Ahora, ¿qué había pasado con ella?
No conozco a su bebé.
El pensamiento me desgarró el pecho. Valeria había sido mi hermana, mi cable a tierra. Me había perdido su boda, su felicidad, el nacimiento de la persona que más amaría en el mundo. Me había perdido su vida entera.
Demian no solo me había robado mi libertad física, me había robado mi identidad.
Fue como una plaga.
Una plaga silenciosa que primero mató las flores a mi alrededor (Valeria, mi padre, mis sueños), y luego empezó a devorarme a mí. Él no solo me había quitado a la gente; me había quitado la posibilidad de tener un pasado, un presente y un futuro normales.
Me aferré a las sábanas, sintiendo el dolor punzante. Este era el costo real de mi cobardía, de mi estupidez: la soledad total. Sabía que Demian, con su dinero, podía borrar a cualquiera. Y si yo hablaba, borraría a todos.
El miedo, la vergüenza y el amor por León y mis padres se anudaron en un dolor que ninguna mujer debería sentir. El único consuelo era el recuerdo de las manos de León, prometiéndome que mi risa sería su misión. Pero esa promesa estaba a un universo de distancia de la realidad de mi cuarto.
Estaba sollozando en la cama, la vergüenza y el miedo me consumían, cuando escuché un golpe suave en la puerta cerrada.
—Cariño, soy yo .Alguien acaba de llegar a verte.—la voz de mi madre era dulce, pero el corazón me dio un vuelco.
Me asusté. ¿Demian? ¿Había llegado antes? ¿Me había rastreado? Sentí el terror frío y familiar. No me moví.
—¿Quién es, mamá? —mi voz salió como un hilo roto.
—Abre la puerta, cariño.
Escuché a mi madre susurrar algo a la persona al otro lado: "No demoren mucho, ya voy a servir la comida,"
Con temor, me levanté de la cama, lista para enfrentarme a lo peor. Limpié las lágrimas rápidamente con el dorso de la mano, pero sabía que mis ojos estaban rojos. Grité un "Voy" y abrí la puerta, esperando la figura imponente de un hombre.
Para mi sorpresa y un golpe de alivio, era Elías. Mi viejo amigo de la universidad, el que me había mantenido en el limbo emocional. Se veía igual, brillante y ligeramente distante, pero con una madurez que no recordaba.
—Hola, Atenea —me saludó con una sonrisa incierta.
—¿Elías? ¿Qué haces aquí? —El alivio me desarmó por un segundo.
—Vine a visitar a mis padres, ya sabes, están cerca —explicó—. Te vi llegar y dudé mucho si venir a saludarte. Pero... aquí estoy. ¿Puedo pasar un momento?
Le indiqué que sí con un gesto. Elías entró en el cuarto, sus ojos recorrieron la habitación.
—Todo está igual —dijo con una sonrisa nostálgica—. Tenía años que no entraba a tu habitación.
Se dejó caer en el borde de la cama, y yo tomé asiento frente al escritorio.
—¿Sabes? Mi hermana se comprometió hace un año —dijo, buscando un punto neutral.
—¿Tamara? —pregunté, genuinamente sorprendida—. ¿Se va a casar?
—Sí. Mi madre lloró mucho, y papá, aunque se haga el fuerte, también lloró. Me dijo que tu padre lo consoló un rato. Solo ellos entienden.
Me miró con una comprensión profunda. —Debe ser difícil ver a tu única hija, a ese ser pequeño que viste crecer y cuidaste. Debe doler verle partir con otro hombre y desear que la quiera y proteja tanto como lo haces tú.
Asentí, sintiendo un nudo en la garganta al pensar en el dolor de mi padre al entregarme a Demian.
Elías se rió suavemente. —Oye, ¿aún tienes ese conejo espantoso?
Giré la vista hacia un viejo conejo de peluche rosa que estaba en la cama.
—No es feo. Me lo regaló mi papá.
—Sí lo es —replicó Elías—. Y no tiene un ojo.
—Fuiste tú quien se lo quitó, idiota —respondí, y la familiaridad del insulto me hizo reír. Levantó las manos en símbolo de paz y nos reímos. Fue un momento fugaz de normalidad.
—Te extrañé, Atenea —dijo, la risa desapareciendo de sus ojos.
Yo solo le sonreí, sin saber qué decir. Él me miró fijamente y de repente, fue al grano.
—Dime una cosa: ¿aún te hablas con el chico de arte?
—¿León? —dije, sintiendo un escalofrío helado, pero manteniendo la calma—. Sí.
—Bien —asintió—. Se hicieron muy cercanos ese último año. Espero que sigan siendo amigos. Espero que seas feliz, Atenea. Te lo mereces.
Elías se recostó en mi cama y yo lo imité, abrazando al conejo rosa. La conversación tomó un giro oscuro e íntimo.
—conozco a Demian . No he hablado con él directamente. Pero es difícil trabajar en este ambiente sin escuchar. Es como un niño berrinchudo atrapado en el cuerpo de un adulto. Cuando un negocio no sale, es agresivo. Y si lo contradicen... es peor. Es una bestia.
No le dije nada. Mejor que nadie, yo sabía que era una bestia.
Elías me miró a los ojos con una intensidad que no le había visto desde la secundaria.
—¿Qué pasó con la chica que cantaba y bailaba con The Killers por toda su habitación?
Me ruboricé. —¡Viste eso!
—Más de una ocasión. Dejabas la ventana abierta.
—Qué vergüenza... —susurré.
—Atenea, ¿qué te pasó? —Su voz se hizo suave y sincera.
—Una mala elección de amor.
Elías cerró los ojos y suspiró.
—Tu mala elección empezó conmigo, Atenea. Yo no debí gustarte. Fui un animal por haberte hecho creer que te correspondería. Me aproveché de tu amor. Y fui un imbécil. Para serte honesto, me gustaste mucho también, pero no sabía qué hacer. No quería dejar de gustarte y creí que si empezábamos a salir, esa ilusión tuya se iría. Lo siento, Atenea. ¿Es demasiado tarde?
—Te quise mucho, Elías —dije, sintiendo la sanación en esa confesión.
—Déjame ayudarte —dijo, su mano rozando la mía—. Déjame ayudarte a salir de ahí.
—Elías...
—Atenea, no te estoy pidiendo que me ames. Sé que es imposible, aunque yo lo quisiera. Me aproveché de ti en un pasado y no voy a jugar con tu libertad a cambio de un beso. Quiero ayudarte a ser libre. Escúchame bien. Si no dejas a Demian, te va a matar. Lo digo porque entre el mundo empresarial se rumora que bueno... le gusta arrojar lo que ya no ocupa al río. ¿Entiendes a qué me refiero?
Antes de que pudiera responder, la voz de mi madre nos interrumpió desde abajo, rompiendo el hechizo de la confesión y la advertencia.
—¡Chicos, bajen! ¡La comida está servida, Atenea, ya llegó papá!
Editado: 27.12.2025