Musa cautiva

29

La comida se sirvió, y por un momento, la cocina de mis padres fue un refugio perfectamente normal. El aroma a comida casera me anclaba. Mi madre hacía preguntas sobre mi vida social y si "íbamos a planear unas vacaciones", mientras yo respondía con evasivas suaves sobre los "compromisos de Demian".

Mi padre, por su parte, trataba de integrar a Elías en la conversación, buscando temas en común.

—Elías, te ves muy bien. Has madurado bastante —dijo mi padre, con ese tono paternal y observador—. ¿Ya tienes a alguna chica que nos presentes? ¿Sigues saliendo con aquella muchacha de tu oficina?

Elías sonrió, con la misma calma que usaba para ocultar sus sentimientos.

—Ya no, señor —respondió con cortesía—. La chica tuvo una transferencia a la sucursal de Chicago hace ya un tiempo. Y decidí no continuar con la relación.

Mi padre lo miró con curiosidad. —¿Por qué no? La tecnología hace milagros hoy en día.

—Soy anticuado en eso, la verdad —admitió Elías, tomando un sorbo de agua—. Las relaciones a distancia no funcionan para mí. La conexión, el día a día... se pierden. Y cuando se pierden, se idealizan. Lo real es lo que se toca, lo que se comparte. Si no estás cerca para pelear y reír, no es una relación, es una memoria.

Sentí que sus palabras eran un dardo directo a mi propia historia, una validación indirecta de que lo que tenía con León era real porque era físico, presente y peligroso.

Atenea forzó una sonrisa, participando superficialmente. —Tiene razón Elías. La distancia siempre complica las cosas.

—Pero Atenea, tú y Demian mantienen el equilibrio bastante bien —intervino mi madre, sin malicia—. Aunque no lo veamos mucho, sabemos que está pendiente de ti.

La mentira me supo amarga en la boca. Pendiente de mí, pensé. Como un carcelero está pendiente de su prisionero.

La conversación continuó por senderos ligeros, pero bajo la mesa, el mensaje de Elías resonaba: "Si no dejas a Demian, te va a matar."

Estaba sentada a la mesa de mi salvación, con mi padre, el hombre que me amaba, justo a mi lado, y mi antiguo amor platónico, ahora mi aliado, confirmando que Demian era capaz de asesinato.

Eran cerca de las seis de la tarde. Después de una larga sobremesa donde mi padre y Elías se enfrascaron en una conversación sobre economía y la nueva ley fiscal, con mi madre interrumpiendo ocasionalmente para rellenar tazas de café, supe que era hora de irme.
Me levanté de la mesa. —Ya debo irme. Demian odia que me quede fuera tanto tiempo.
Mi padre se levantó inmediatamente. —Déjame llevarte, mi niña. Me pongo el saco y te llevo.
—No, no te preocupes, papá —dije con una sonrisa forzada, buscando la excusa perfecta—. Voy a pasar por algunas tiendas departamentales. Quiero comprar unas cosas para remodelar la casa, ya sabes, cambiar cortinas y ese tipo de cosas.
—Yo puedo llevarte también, Atenea —se ofreció Elías, poniéndose de pie con la misma urgencia.
—¡De verdad, estoy bien! —insistí, sintiendo cómo el nerviosismo me hacía sudar bajo el vestido—. No quiero interrumpir la tarde de nadie. Necesito un taxi y un par de horas de paz para elegir colores.
Mi padre me tomó de las manos, su rostro brillando con una satisfacción que me destrozó el alma.
—Me hace tan feliz verte tan contenta, mi niña. Estoy tan feliz de que te hayas casado con un buen hombre, que te provee de todo.
Esa frase se clavó en mi pecho como una daga helada. Un buen hombre. Él creía en esa mentira con toda la inocencia de un padre.
Me despedí de ellos, prometiendo volver pronto, y salí de la casa con el corazón hecho pedazos.
Afuera, tomé un taxi y me desplomé en el asiento trasero. Las lágrimas no llegaron esta vez; solo una tristeza profunda, seca y exhaustiva. ¿Cómo fui capaz de mentirle así a mi padre?
Pero tenía que ser así. Era la única forma. Era el único muro que podía levantar para protegerlo del monstruo que era Demian. Si él creía que su yerno era un buen hombre, su vida estaba a salvo. Si Demian se enteraba de la verdad, se desquitaría con el único ancla de amor que tenía.
Protección a costa de la verdad. Era el trato con el diablo que tenía que mantener. Y ahora, tenía la advertencia de Elías resonando en mi cabeza: tenía que salir. Tenía que ganar tiempo.

El taxi me dejó en la entrada del complejo. Al entrar a la casa, me dirigí directamente a la habitación. Demian había quitado las cámaras bajo mi promesa de no salir, pero yo seguía sintiéndome observada por cada pared. Necesitaba que él no tuviera la más mínima sospecha de que estuve fuera por tanto tiempo, ni que mi visita a mis padres había sido algo más que una breve distracción.
Tomé mi computadora portátil y me hundí en el sofá de terciopelo. La tarjeta de Demian estaba sobre la mesa. Empecé a cumplir la coartada que le había dado por teléfono.
Abrí varias tiendas de diseño online. Empecé a ordenar sin piedad. Cortinas de seda italianas, tapetes persas que costaban lo que una familia ganaría en un año, jarrones caros que a Demian le gustaba coleccionar y exhibir. Compraba lujo para decorar la celda, una distracción costosa para el carcelero.
Cuando terminé, había gastado una fortuna, y la casa pronto estaría abarrotada de objetos innecesarios. Pero había cumplido con la farsa.
Entonces, quise volver a sentirme libre, incluso si era solo mentalmente.
Cerré las pestañas de las tiendas y abrí la plataforma de streaming. Necesitaba algo ruidoso y absurdo, algo tan malo que me obligara a desconectar. Me sumergí en un maratón de películas de mala calidad, el tipo de cine que León y yo solíamos criticar en voz alta, riéndonos sin parar.
Empezó con una película sobre una bandada de aves que explotaban al tocar el suelo. Luego, me adentré en otra sobre un virus carnívoro que convertía a los dolientes en una cabaña remota en criaturas hambrientas. Y para rematar, vi una comedia romántica con diálogos absurdos, titulada irónicamente: Cómo Perder un Hombre en 10 Minutos... y Sobrevivir.
Me reí. No con la risa sincera y profunda que me había provocado León, sino con una risa nerviosa y catártica. Ver actores pésimos y guiones ridículos era un bálsamo. Era la prueba de que el mundo real, el de Demian, no era la única realidad. En el mundo de las películas absurdas, al menos, la gente podía equivocarse y explotar, y al final, la amenaza terminaba con un simple The End.
Me quedé ahí, acurrucada, con el ruido de las explosiones de utilería y los diálogos sobreactuados, esperando que la noche pasara y me acercara al día en que volvería a ver a León.




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