El día se había hecho eterno. Por la noche, entré al baño, cerrando la puerta con un suave clic. Dejé que el agua caliente me envolviera, un ritual para despojarme del día y de la mentira que era mi vida. No pensaba en Demian, solo en la risa de León y el ritmo frenético que prometía el rave.
Al salir, envuelta en una toalla suave, encontré a Claudia y María esperándome en el vestidor. La ropa ya estaba dispuesta sobre el sofá: los pantalones cargo, la camiseta crop y los tenis gruesos. No eran prendas de lujo, sino la armadura de la comodidad y la rebeldía.
—Es hora, señorita —me dijo María, con una sonrisa cómplice—. ¿Está nerviosa?
Mis manos se aferraron a la toalla. —Sí. Mucho. Es... diferente.
Me vestí rápidamente. Los pantalones se sentían holgados y liberadores. Me miré en el espejo y por primera vez en años, no me vi a través de los ojos de Demian. Me vi como la chica que iba a una aventura.
Claudia tomó las riendas del maquillaje. Su pincel se movía con precisión, creando un look audaz que contrastaba con mi habitual palidez. Sombras iridiscentes, delineado felino, y el toque final: el labial azul metálico que ella había escogido.
—Tienes que ser memorable —me susurró, y yo asentí, fascinada.
Luego, Claudia sacó un frasco pequeño y elegante que nunca había visto. Era un perfume nuevo.
—Un toque final. Huele a jazmín y algo de rebeldía —dijo, aplicándolo detrás de mis orejas y en el cuello.
El aroma era fresco y excitante, ajeno a las fragancias pesadas y costosas que Demian me obligaba a usar. Mientras me miraba en el espejo, con el cabello suelto y salvaje y la mirada brillante, sentí un revuelo infantil en el estómago.
Era una transformación total, no para huir, sino para encontrarme.
—Me siento... —empecé a decir.
—Como si fuera tu primera cita —terminó María por mí, y yo no pude negarlo.
Todos mis nervios eran por León, por la emoción de bailar con él por primera vez, por perderme en el caos con el único hombre que me había devuelto la risa. La Leona estaba lista para el ruido y la luz, por y para él.
Eran las 8:55 PM. La cuenta regresiva había terminado.
Salí de la habitación y caminé por el pasillo principal. Mi corazón latía un ritmo desenfrenado que superaba cualquier beat electrónico. Sentía el aire frío de la noche colándose por el lobby, una ráfaga de emoción pura.
Bajé las escaleras de la entrada principal.
Ahí estaba León.
Parecía la antítesis del hombre que había sido dias atras. Iba completamente vestido de negro: pantalones anchos, una camiseta oversize que parecía envolverlo en misterio, y una cadena plateada gruesa en el cuello. Su cabello, largo, estaba completamente suelto, cayéndole sobre los hombros, y unas gafas oscuras descansaban sobre la cima de su cabeza. Era puro arte. Me quedé sin aliento. Para mi asombro, se veía infinitamente más guapo.
Cuando me vio, su rostro se iluminó con una sonrisa lenta y total. Se acercó a mí con paso decidido.
Me quedé paralizada, sin saber cómo reaccionar. Toda la confianza que me había dado el labial azul se esfumó. Me sentía torpe, como si fuera mi debut en el mundo.
—cariño—murmuró, su voz baja y reverente—. Estás deslumbrante.
Me tomó de las manos, examinando mi atuendo de pies a cabeza con una admiración palpable.
—Me encanta ese estilo. Y ese labial... nunca has brillado tanto, Atenea.
El cumplido me hizo ruborizarme hasta las orejas, sintiendo el calor a pesar del frío invernal.
—Tú... tú te ves... —tartamudeé, incapaz de encontrar una palabra adecuada—. Te ves increíble.
Me dio un beso rápido y dulce, y luego me guio hacia un coche. Subimos.
—¿A dónde vamos? —pregunté, sintiendo la emoción ascender por mi garganta.
León puso el coche en marcha, y una sonrisa de anticipación se dibujó en su rostro.
—Vamos a un túnel. Un antiguo túnel de tren que no se usa hace mucho tiempo. Es uno old school, como solían ser los raves antes de que se pusieran de moda. Me gusta ese ambiente, es más auténtico.
El misterio del lugar me fascinó. Era un sitio único, elegido solo por su vibra.
Llegamos a las afueras de la ciudad. El coche se detuvo. Al abrir la puerta, el aire vibró. El sonido no era solo fuerte, era físico. Una marea de euforia pura nos recibió. Podía sentir el beat profundo del bajo antes de escuchar la melodía.
—Espera —dijo León, apagando el motor—. Escucha eso. Una bienvenida perfecta.
Tomó mi mano, su agarre firme y reconfortante.
—Lista para el ruido.
Asentí, y me dejé guiar.
Nos bajamos y caminamos hacia una entrada improvisada. León pagó la entrada de ambos.
Al cruzar la pequeña abertura, el impacto fue total. Las luces estroboscópicas rojas y azules rebotaban contra las paredes de concreto del túnel. El beat era ensordecedor, puro bajo resonando en el pecho. Cientos de cuerpos se movían en una euforia colectiva bajo el ritmo inconfundible de "All Night" de The Rocketman. Era caótico, intenso y, por primera vez, sentí el vértigo de la verdadera libertad.
León me tomó de la mano con fuerza, trayendome a la realidad.
Apenas dimos unos pasos, la atmósfera de fiesta nos alcanzó. Un joven con gafas de sol en interiores y ropa neón se acercó.
—¿Quieren hierba? —preguntó, con un entusiasmo desbordante, y luego, volviéndose más insistente hacia mí—: Ándale, guapa, solo un toque para que te suba la vibra.
Negué con la cabeza, sonriendo y moviendo la mano para declinar. El tipo no entendió la señal y se acercó más.
De inmediato, sentí la mano de León en mi espalda y la de él sujetando suavemente la del joven. León no usó la fuerza, sino la profundidad de su voz.
—Ya te dijo que no, amigo —dijo León, tranquilo pero con un tono que no admitía réplica. El tipo, al mirarlo a los ojos, captó la señal y se alejó de inmediato.
Una chica que estaba cerca, riendo, nos ofreció un par de latas. —¡Cerveza gratis, la entrada lo incluye!
León y yo aceptamos, y el metal frío de la lata en mi mano se sintió prometedor.
Me miró, su sonrisa diciéndome que todo estaba bien.
—todo bien?
Asentí, tomando un trago de la cerveza y sintiendo el amargor refrescante. Con León de la mano, entré en la multitud vibrante, dejando que el beat se convirtiera en mi único pensamiento.
Nos abrimos paso entre la multitud. El aire en el túnel era denso, cálido y cargado de energía. Las luces estroboscópicas creaban un mundo irreal, donde los movimientos eran fragmentados y la gente parecía hecha de luz líquida.
León me acercó más a él, inclinándose para que pudiera escucharlo sobre la música ensordecedora. Su aliento cálido me rozó la oreja.
—No te alejes mucho, cariño —me susurró, y la palabra "cariño" dicha en medio de ese caos me hizo temblar.
Me acarició la mejilla con el pulgar, su tacto lento y posesivo, pero no como la posesión de Demian.
Nos movimos hacia una pared lateral, donde el túnel era un poco más ancho. Mientras el beat nos invadía, empecé a observar a la gente. Yo había imaginado un baile frenético e ininterrumpido.
Pero no.
Noté que algunas personas ni siquiera estaban bailando. Estaban simplemente ahí. Apoyados en las paredes, con los ojos cerrados, disfrutando del momento. Otros estaban sentados en el suelo, con sus rostros en la penumbra, inmersos en la música como si fuera una meditación. El rave no era solo una fiesta; era un lugar de encuentro, de catarsis. Era un santuario.
León empezó a moverse al ritmo lento y profundo del bajo. Era un movimiento fluido, artístico, como si el cuerpo de León fuera una extensión del lienzo.
Me uní a él. Cerré los ojos, tratando de imitar su soltura, dejando que la música me dijera qué hacer. El labial azul, la camiseta crop, los pantalones holgados. Aquí, yo no era la esposa de nadie. Aquí, era solo Atenea, una partícula vibrando junto a su León, en medio del ruido que, paradójicamente, me traía paz.
Bailamos un tiempo indefinido. No como en un club, sino como dos cuerpos encontrando su propia frecuencia. El ritmo era un pulso constante que me llenaba el pecho. Con cada movimiento, sentía que las capas de Demian se desprendían, dejando solo la piel de Atenea.
León se movía con una gracia, sus largos cabellos lacios balanceándose al ritmo. Nuestros ojos se encontraron una y otra vez en los breves destellos de la luz estroboscópica. En ese caos de sonido y luz, solo existía su mirada profunda.
En un momento, la música bajó un poco de intensidad. León me tomó suavemente el rostro entre sus manos. Sus pulgares acariciaron mis pómulos, ignorando el maquillaje brillante.
—Eres mi centro en este desastre —me dijo, sin tener que gritar. La voz le salió clara, íntima, en medio del rugido del bajo.
Acerqué mi rostro al suyo, sintiendo la respiración agitada. En el túnel oscuro, donde la gente se movía como espectros, él era mi faro.
—Y tú eres mi única verdad —le respondí, mi voz apenas un susurro que se perdió entre el beat.
Nos besamos. Fue un beso lento, intenso, que ignoró el entorno. No era un beso apresurado de despedida, ni un beso de promesa furtiva. Era un beso de posesión mutua, de dos almas que se reconocían y se aferraban la una a la otra. Los labios de León eran suaves y cálidos. Sentí la electricidad de la conexión, esa chispa que había estado esperando revivir desde hacía tres años.
Nos separamos, y León se rió suavemente.
—Ahora sí parecemos un par de artistas conceptuales.
Lo miré sin entender, y luego, con la ayuda de un destello rojo que iluminó su rostro, lo noté. Mis labios, cubiertos con el audaz tono azul metálico que Claudia había elegido, habían dejado una marca en él.
Los labios de León estaban teñidos de azul.
—Tienes... tienes mi labial —dije, riendo a carcajadas.
Él sonrió, pasando la lengua por el labio inferior, un gesto sexy y descuidado.
—Es el mejor color que he usado. Me queda bien la rebeldía, ¿no crees?
Me volví a reír, sintiendo una alegría tan potente que casi me hizo llorar. Besarlo con ese color, sabiendo que yo había dejado mi marca en él, era la confirmación de que estaba lista para dejar atrás la palidez de Demian. Con el corazón rebosante, volví a tomar su mano, lista para bailar hasta que la luz del amanecer confirmara mi libertad.
El beat regresó con una fuerza abrumadora. El DJ debió haber subido el volumen, o quizás yo me había inmerso por completo en la experiencia. Ya no estaba analizando la multitud; estaba en ella. Dejé de pensar en mis movimientos y simplemente permití que el bajo me moviera. Era como si el sonido estuviera dentro de mi médula, obligándome a vibrar.
León me guio más adentro del túnel, donde la concentración de luces era máxima. Los focos estroboscópicos creaban ilusiones ópticas, haciendo que las paredes parecieran latir. Su mano nunca soltó la mía, una paz constante en un mar de cuerpos danzantes.
—El arte de verdad es el que te obliga a sentir —me gritó León al oído, sonriendo con un brillo frenético en los ojos. La cadena plateada en su cuello reflejaba la luz azul y roja.
Yo reía, sin necesitar palabras. Podía sentir el azul de mis labios en los suyos, un secreto compartido de color y sabor.
Bailamos pegados, moviéndonos al unísono, a veces con los ojos cerrados, otras veces con las frentes apoyadas. En ese túnel, no había tiempo ni pasado. Solo había el presente rítmico. Era lo opuesto de la casa de Demian, donde cada minuto estaba cronometrado y cada movimiento era vigilado. Aquí, yo era dueña de mi propio caos.
Compartimos una cerveza tibia y luego una botella de agua, el simple acto de beber juntos se sentía intensamente íntimo. Lo miraba y solo veía a ese artista de cabellos lacios y mirada profunda, completamente dedicado a la música. Él me devolvía la mirada, y en esos segundos de conexión visual, el ruido se desvanecía. Era como si estuviéramos solos, comunicándonos a través de una frecuencia que solo nosotros entendíamos.
La música cambió, volviéndose más oscura, más techno puro. León me tomó por la cintura, y nos movimos en un compás más lento, más sensual. Cerré los ojos, sintiendo su cuerpo cerca, sintiendo la seguridad. Podría haberme quedado allí para siempre, perdida en el eco del túnel, protegida por el aliento de León.
Bailamos hasta que mis pulmones ardieron y mis piernas empezaron a temblar. El labial azul ya se había desgastado, pero el recuerdo de su sabor seguía flotando entre nosotros. Estaba exhausta, pero mi mente nunca había estado tan clara. Estaba viva.
La música continuó, el techno alcanzando un punto culminante, cuando de repente, una ola de pánico nos golpeó.
Unas chicas venían corriendo desde la entrada del túnel, gritando desesperadamente, con los ojos llenos de terror.
—¡Corran! ¡Corran! ¡La policía!
El beat se distorsionó. Algunos ya venían corriendo, otros tardaron un segundo en procesar el grito, pero la multitud se convirtió en un torrente frenético. La euforia se evaporó, reemplazada por el instinto de supervivencia.
León reaccionó de inmediato. Me tomó fuerte de la mano, su agarre era de hierro, y me indicó la salida con la cabeza.
—¡Corre cariño!
Yo iba delante de él, abriéndome paso entre la gente que chocaba. El túnel que antes era un santuario ahora era una trampa. El sonido de las sirenas, ahogado por el bajo, se hizo audible. Al llegar a la boca del túnel, la luz fría de la noche me cegó.
León volteó brevemente mientras corríamos. Pude ver, detrás de nosotros, las luces intermitentes de las patrullas y las siluetas de los policías sujetando a algunos chicos cerca de la entrada.
Nos escabullimos entre los autos estacionados. Logramos llegar al coche de León. Al igual que nosotros, otros asistentes subían a sus vehículos con la misma desesperación.
Entramos al auto, sin aliento. León encendió el motor de golpe y aceleró, saliendo del área de estacionamiento.
Ambos reímos con una mezcla de pánico y adrenalina. Habíamos escapado, habíamos sido parte de algo prohibido.
—Tenemos que estacionarnos —dijo León, buscando un lugar.
Condujo unos minutos, internándonos en una zona oscura con árboles altos, no tan lejos del túnel, pero lo suficientemente escondidos para que, si las patrullas regresaban, no nos encontraran. Apagó el motor y la oscuridad y el silencio se hicieron absolutos, roto solo por nuestra respiración agitada.
La adrenalina era explosiva. Nos miramos, y en ese instante, el miedo se transformó en pura pasión. No hacía falta hablar. Él me tomó el rostro y me besó con una intensidad desesperada. Yo me moví sobre su regazo, quedando sobre León, mi cuerpo buscando el suyo con una urgencia que no sentía desde hacía años. Mis manos tocaron su cuello, acariciando su cabello con desesperación.
Mientras me besaba, León deslizó su mano sobre mi hombro, acariciando la piel expuesta por la camiseta crop. De repente, su caricia se detuvo. Sentí que sus dedos se tensaban.
Se separó levemente, frunciendo el ceño. En la penumbra, sus ojos eran dos pozos de confusión.
—Atenea, ¿qué es esto? —preguntó, señalando una marca cerca de mi hombro, que el baile y el sudor habían hecho visible.
Me cubrí instintivamente con el cabello y el brazo, sintiendo el pánico frío en la boca del estómago. La marca, que Demian me había dejado la última vez que lo había desafiado.
—No es nada —mentí, sintiendo el nudo en la garganta—. Me caí hace meses, en la escalera de la casa. Fue muy tonto.
León frunció el ceño con más intensidad, su mirada llena de sospecha y dolor. Iba a preguntar algo más, podía ver la pregunta formulándose en sus ojos.
No podía permitirlo. No ahora. No aquí.
Lo besé de nuevo, con toda la fuerza y urgencia que pude reunir, callando sus labios antes de que pudiera pronunciar otra palabra. La mentira se escondió bajo la pasión. Por un momento, solo existía el deseo, la adrenalina y la necesidad de silenciar la verdad que se había escapado de mi piel.
El beso se volvió una necesidad violenta, una forma de ignorar el pánico que me había causado su pregunta. Estaba sobre León, sintiendo la dureza bajo mis muslos y la energía salvaje que emanaba de él.
Nuestros gemidos se mezclaban con el silencio pesado del bosque a nuestro alrededor. No había luces ni testigos, solo el coche temblando ligeramente por la pasión que se desató tras la huida de la policía.
León me sujetó la cintura con una fuerza desesperada, el azul de mi labial ya totalmente corrido, un mapa de mi rebeldía sobre su boca.
—Quédate conmigo, Atenea —me suplicó en un susurro grave, deteniéndose apenas un instante para hablar—. Por favor. Mírame. No vuelvas. No vuelvas con él.
Su mano subió a mi cuello, sus dedos largos acariciando mi mandíbula.
—Sé que no eres feliz. Lo sé, cariño. No eres feliz. Vámonos ahora. Nos vamos juntos. A donde sea. Puedo pintar en cualquier parte del mundo. Solo dime que te vienes conmigo.
Sentí sus palabras como cuchillos afilados en mi corazón. La súplica era tan real, tan cargada de amor y verdad, que me destrozaba. Él me estaba ofreciendo la vida que yo más anhelaba.
Pero no podía responder. El placer me tenía atrapada, pero mi mente era una jaula de miedo. Solo podía besarlo con más intensidad, mis gemidos la única respuesta que mi cuerpo podía dar.
No puedo. No puedo hacerlo.
Mientras mis manos se enredaban en su cabello , y mi cuerpo se movía al ritmo desesperado de nuestra pasión, un pensamiento frío y recurrente giraba en mi mente, un mantra de autodestrucción.
No puedo hacerlo. Si me voy, le hará daño. Le hará daño a mi familia .
Era la única razón por la que no podía decir sí. Él no entendía la magnitud de Demian. El amor de León era mi fuerza y mi debilidad. Y si yo me iba con él, Demian lo usaría para destruirlo todo.
Lo besé, lo besé hasta que el aliento se nos agotó, hasta que la pasión se convirtió en una rendición total. Era mi forma silenciosa de decirle: Te amo, pero no puedo llevarte conmigo a esta guerra.
El cuerpo de León se tensó bajo el mío, sintiendo mi desesperación. Finalmente, la intensidad nos obligó a detenernos, ambos jadeando, nuestros frentes apoyadas.
—¿Atenea? —preguntó de nuevo, su voz suave, pero exigente—. ¿Qué vas a hacer?
León siguió dándome besos, ya no con la pasión desenfrenada, sino con una ternura desesperada. Besos que buscaban la verdad, besos que intentaban sanar la herida invisible que él acababa de rozar.
Yo bajé la mirada, incapaz de sostener la suya. Sentí un calor repentino, pero no era de deseo; era la presión interna de tres años de mentiras. Mis lágrimas escurrieron por mis mejillas, silenciosas al principio, pero pronto se convirtieron en un sollozo ahogado por la opresiva culpa.
León reaccionó de inmediato. El amor borró cualquier rastro de ira o demanda. Me tomó en un abrazo feroz, atrayéndome con más fuerza hacia su pecho. Podía sentir las gotas de sudor frío en su frente, la evidencia de la adrenalina y la pasión, mientras me susurraba.
—Tranquila, cariño. Shhh.
Me apretó contra él, el contraste entre la firmeza de su cuerpo y la vulnerabilidad de mi llanto era brutal. Mi cabeza descansaba justo sobre el latido de su corazón, un ritmo que me ofrecía refugio mientras el mío se rompía.
—No te voy a presionar —susurró, con la voz profunda, impregnada de dolor—. Tranquila, cariño. No tienes que responder ahora.
Acarició mi hombro, justo por encima de donde había visto la marca, y me sentí la niña más indefensa del mundo.
—Voy a estar aquí. No me voy. Nunca. —Hizo una pausa, su voz vibrando con una promesa que me heló la sangre por lo peligrosa que era—. No sé cómo, no sé cuándo... pero te juro, que te voy a sacar de ahí. Y él no te va a tocar nunca más.
Su promesa era un bálsamo que picaba. Era el único consuelo, pero también el mayor peligro. Yo sabía que él era capaz de todo por mí, y eso era precisamente lo que Demian usaría. Mis lágrimas se hicieron más violentas, mojando su camiseta negra. Lloraba por la vida que no podía tomar y por el hombre que estaba arriesgando su existencia por una mentira que yo no podía confesar.
Él solo me abrazó más fuerte, sin preguntar de nuevo por la marca ni por Demian. Entendió que el silencio era mi única defensa. Y en ese momento de profunda y dolorosa intimidad, entendí que no solo lo amaba; dependía de él para sobrevivir.
Nos quedamos así por varios minutos. El silencio solo estaba roto por mis sollozos que poco a poco se iban extinguiendo. Sentir el latido de su corazón bajo mi oído era la única certeza en medio de la duda.
León, sintiendo que mi llanto remitía, no se separó. Simplemente empezó a hablar, con una voz suave, intentando que el tono fuera ligero a pesar del peso del momento.
—Tenemos que hablar de ese labial azul —murmuró, su aliento cosquilleando en mi oreja—. Creo que voy a empezar una nueva tendencia artística: 'Autorretrato con Mancha Emocional'. El título es un poco débil, pero el concepto es muy fuerte. Necesitaré un espejo para ver la calidad del arte abstracto que dejaste en mi boca.
Una pequeña risa, húmeda y temblorosa, se me escapó.
—En serio, Atenea —continuó León, con una seriedad fingida—. Mira la escena. Acabamos de sobrevivir a una redada policial, estamos sentados en un coche y tienes los labios azules. Esto no es cómo empieza una leyenda. Una leyenda empieza con purpurina y con movimientos de baile terribles. Me debes al menos tres bailes más, con menos pánico.
Levanté la cabeza, mis ojos picaban, pero una sonrisa acuosa apareció en mi rostro. El alivio de que él no siguiera presionando era inmenso.
—Mucho mejor —dijo, sonriendo con ternura. Me secó una lágrima de la mejilla con la punta del pulgar—. Pero sabes qué pasa cuando lloras, ¿verdad? El maquillaje se corre. Ahora mismo te pareces a un mapache muy triste, muy enojado, que además tiene una boca azul muy cool.
Me reí de verdad esta vez, una risa que rompió la pesadez en mi pecho.
—Prefiero la versión de mapache incendiario, eso sí —añadió, y me besó la nariz.
—Gracias —murmuré, sintiendo que la tensión finalmente se disipaba.
—Bien. No más tristeza. Aún tenemos tiempo. Y yo quiero verte sonreír. El techno en el túnel puede esperar, pero tus sonrisas no.
Me tomó de la mano y besó mis dedos. El azul de mi labial ya estaba casi desaparecido, pero el sello de nuestro momento permanecía. Por ahora, eso era suficiente.
Nos quedamos en el auto unos minutos más, en silencio, escuchando solo el sonido de nuestros corazones calmándose. El calor de León era un refugio contra la fría realidad que me esperaba.
Finalmente, me separé, aunque cada centímetro que me alejaba de él dolía.
—¿Ya te sientes mejor? —me preguntó León, su mirada era tierna y protectora.
Asentí, limpiándome los restos húmedos de mi maquillaje corrido.
—Lo más probable es que ya se haya ido la policía —dijo, arrancando el auto y saliendo del escondite—. ¿Y bien? ¿Qué te pareció tu primer rave?
Una sonrisa genuina cruzó mi rostro.
—Fue asombroso. No puedo creer de lo que me perdí todos estos años. Me divertí mucho, León. Espero hacerlo de nuevo.
Hablamos durante el trayecto de vuelta, reviviendo el caos de la redada y riéndonos del labial azul. Por un momento, parecía que éramos una pareja normal, volviendo de una noche épica.
León se estacionó a las afueras del complejo. Al despedirnos, me dio un último beso, largo y lleno de promesas silenciosas. Me aferré a ese contacto, a la idea de que la vida real estaba con él, no detrás de esa puerta.
Bajé del auto y caminé con rapidez hacia la entrada. Al ver la hora en mi teléfono, sentí una punzada de pánico que fue rápidamente superada por la euforia: eran cerca de las 4:00 AM. Había pasado toda la noche con él. Me sentía sumamente feliz, mi corazón todavía bombeaba con el eco del techno.
Subí hasta el departamento, abrí la puerta y la cerré detrás de mí.Todo estaba oscuro y silencioso.
Encendí la luz del salón.
Me paralicé. El miedo me atravesó como un rayo helado, quemando toda la euforia que me había traído.
Demian estaba ahí.
Estaba sentado en el sillón de cuero, con el cuerpo tenso y rígido. Estaba bebiendo whisky en uno de sus vasos de cristal favoritos. Sus ojos me miraban, y en la luz blanca de la lámpara, parecían inyectados en sangre, de un rojo furioso. Llevaba una camisa azul de vestir, pero los tres primeros botones estaban desabrochados, un signo de su rabia contenida.
Intenté hablar, intenté gritar, pero mi boca no podía emitir palabra alguna.
Demian recorrió mi cuerpo con la vista: los pantalones anchos, la camiseta crop, los restos del maquillaje corrido. Su labio superior se curvó con desprecio.
Habló, y su voz era baja, grave, autoritaria, mucho más aterradora que cualquier grito.
—Pareces una puta.
Mi garganta se cerró. Tenía que inventar una excusa, algo rápido, algo que justificara mi salida y mi atuendo.
—De... Demian yo... un... mis padres me pidieron que fuera a...
La mentira se rompió. Demian me interrumpió, su voz ascendiendo a un rugido animal.
—¡¿Por qué carajos hablas?! ¡¿Quién putas te dijo que hablaras, perra?!
Temblé de miedo. No podía retroceder. Solo podía esperar.
Demian se puso de pie, y se veía gigantesco, como un toro furioso. Le dio un último trago a su vaso y lo arrojó. El cristal se estrelló contra la pared de mármol, haciéndose añicos con un sonido explosivo.
Dio unos pasos rápidos hacia mí. Me tomó del cuello, sus dedos de hierro clavándose en mi piel, cortando el aire.
Me acercó a su rostro furioso.
—Quieres ser una puta —siseó, su aliento oliendo a whisky y odio—. Te voy a hacer sentir como una.
Editado: 27.12.2025