Musa cautiva

31

​De repente, me soltó el cuello con un desprecio absoluto. Caí de rodillas, jadeando, mis pulmones ardiendo mientras intentaba recuperar el aliento. Quería gritar, quería que los vecinos escucharan, quería correr hacia la puerta y no detenerme hasta encontrar el coche de León, pero el miedo me tenía clavada al suelo.
​Antes de que pudiera reaccionar, sentí un tirón violento en el cuero cabelludo. Demian me jaló del cabello hacia atrás, obligándome a exponer el cuello. Se acercó a mi rostro y me olfateó con una mueca de asco.
​—Hueles a cerveza —escupió, su voz cargada de veneno—. Hueles a calle, zorra. ¿Eso es lo que te gusta? ¿Que te traten como la basura que eres?
​Me levantó del suelo por el cabello y me arrojó de frente contra el sofá de terciopelo. El impacto me sacó el aire. Sentí el líquido frío del whisky empapar mi espalda cuando derramó el resto de su botella sobre mí. El olor a alcohol y a rabia llenaba la habitación.
​—¡No! ¡Demian, por favor, no! —supliqué, mi voz apenas un hilo quebrado mientras sentía sus manos brutales forcejeando con mi ropa—. ¡Por favor!
​Mis gritos no eran nada para él. Con una fuerza inhumana, me despojó de los pantalones cargo que Claudia me había ayudado a elegir con tanta ilusión. El contraste entre la dulzura de León en el auto y la bestialidad de Demian en este salón me hizo querer morir en ese mismo instante.
​Empezó a embestirme con una brutalidad que buscaba borrar cualquier rastro de placer o de identidad. No era deseo, era castigo. Era su forma de marcar territorio.
​—¿Querías ser una cualquiera? —me siseó al oído, su aliento caliente y fétido contra mi piel—. Pues aquí lo tienes. Esto es lo que le pasa a las perras que se escapan de su jaula.
​En un movimiento que me hizo sentir el alma rota, se detuvo solo un segundo. Escuché el cuero de su cartera abrirse. Sacó un fajo de billetes y, con sus dedos bruscos, me los metió a la fuerza en la boca.
​—¡Mmh! ¡Mgh! —Hice un sonido de asfixia, atragantándome con el papel sucio y frío. El sabor a tinta y a mano ajena llenó mi garganta, impidiéndome respirar.
​Me volteó boca arriba con un tirón violento, obligándome a mirarlo a los ojos, esos ojos rojos de odio. Me escupió en el rostro antes de descargar una bofetada que me hizo ver estrellas y dejó mi oído zumbando.
​—Trágate el dinero, puta. Es lo único que vales —me gritó, mientras seguía profiriendo insultos que se clavaban más profundo que sus golpes.
​Cerré los ojos con fuerza, deseando que el túnel regresara, que el labial azul volviera a mis labios, que León me salvara. Pero León no estaba aquí. Aquí solo estaba el monstruo, y yo era el papel que él estaba terminando de romper.
​El dolor físico era una marea que subía y bajaba, pero la humillación era constante, un peso muerto en mi pecho. Demian no se detenía; cada movimiento suyo era una bofetada a mi dignidad, un recordatorio de que, para él, yo no era más que un objeto de su propiedad.
​En medio del forcejeo, con la visión borrosa por las lágrimas y el golpe anterior, logré girar el rostro hacia el pasillo que conducía a las áreas de servicio. A través de la penumbra y el marco de la puerta entreabierta, vi dos siluetas.
​Eran María y Claudia.
​Sus rostros estaban desencajados, pálidos bajo la luz tenue, llenos de un terror absoluto. Claudia tenía una mano sobre la boca para ahogar un grito; María apretaba los puños, con las lágrimas rodando por sus mejillas, impotente ante la escena de violencia que se desarrollaba en el salón. Sus ojos se encontraron con los míos por un segundo, y vi en ellos el reflejo de mi propia destrucción.
​—¡Mírame cuando te hablo, puta! —rugió Demian, devolviéndome a mi pesadilla personal con un tirón de cabello.
​Logré reunir la fuerza suficiente para escupir los billetes que me asfixiaban. Cayeron al suelo, manchados de saliva y de la poca dignidad que me quedaba.
​—¡Para... por favor, ya basta! —logré articular, intentando empujar sus hombros, intentando desesperadamente zafarme de su peso.
​Pero mi resistencia solo alimentó su furia.
​—¿Te atreves a forcejear? ¿Te atreves a tocarme? —siseó Demian.
​Sentí el impacto seco de otro golpe, esta vez en las costillas. El aire se me escapó de nuevo y un gemido de dolor puro salió de mi garganta. Él seguía lanzando insultos, palabras que buscaban reducirme a nada, mientras me golpeaba por el simple hecho de intentar defenderme.
​—¡Deja de llorar! ¡Las perras como tú no tienen derecho a llorar! —me gritaba, su rostro a centímetros del mío, transfigurado por una locura que ya no conocía límites.
​Yo ya no podía más. Mis brazos perdieron la fuerza y cayeron a los lados. Miré una última vez hacia el pasillo, pero las sombras se habían tragado a María y a Claudia. Estaba sola. Estaba en el túnel de nuevo, pero esta vez no había música, no había luces de colores, y León no estaba al final para tomar mi mano. Solo estaba el frío del mármol y el sonido de mi propio corazón rompiéndose en mil pedazos bajo el peso de mi carcelero.
Demian finalmente se apartó de mí. Sus movimientos eran bruscos, llenos de una satisfacción enferma. Me quedé hecha un ovillo en el suelo, con la piel ardiendo y la respiración entrecortada, cubriéndome instintivamente con lo que quedaba de mi ropa. Mis costillas gritaban de dolor con cada inhalación.
​—Mírame —ordenó Demian, su voz recuperando ese tono gélido y calculador—. Dime dónde estabas. Y más vale que no me mientas, Atenea.
​Tragué saliva, sintiendo el sabor metálico de la sangre en mi boca. El pánico me dictó una respuesta desesperada, una tabla de salvación que inventé sobre la marcha.
​—La... la hija de unos amigos de mi padre —articulé con dificultad, evitando su mirada—. Tamara. Se comprometió esta noche. Mis padres me pidieron que fuera... me dijeron que, como ya estoy casada, podía ayudarla con sus nervios. Por eso salí así.
​Demian guardó silencio un segundo. De repente, su mano voló hacia mi rostro y me propinó una última bofetada que me hizo caer de lado.
​—¿Qué haces? —susurré, viendo cómo sacaba su teléfono con una lentitud aterradora.
​Él consultó la pantalla. —Son las 5:20 AM. Seguramente tu padre ya se está preparando para ir a trabajar. Vamos a confirmar si es verdad lo que dices, Atenea. Y de no serlo... de no serlo, te juro que desearás no haber nacido.
​El corazón se me detuvo. Mis padres no sabían nada. Si mi padre decía la verdad, Demian me mataría aquí mismo. Él puso el teléfono en altavoz sobre la mesa y me hizo una seña violenta para que me callara.
​El tono de llamada resonó en el silencio del salón, cada bip como un martillazo. Finalmente, la voz de mi padre se escuchó al otro lado.
​—¿Bueno?
​Demian transformó su voz al instante. Desapareció el monstruo y apareció el yerno perfecto, amable y fingidamente preocupado.
​—Hola, suegro. Buenos días. Quería disculparme por no haber podido asistir. Sabe, llegué tarde de mi viaje y no vi a Atenea en casa. Me preocupé mucho, pensé que le había pasado algo a mi princesa... pero acaba de llegar y me dijo que estuvo con ustedes. Me hubiera encantado estar presente en la propuesta de matrimonio de la amiga de Atenea.
​Cerré los ojos con terror y resignación. Esperé el golpe final, la confusión de mi padre, el fin de todo. Pero entonces, escuché su voz.
​—Descuida, Demian —dijo mi padre, con una calma que me dejó sin aliento—. No te dije que Atenea vendría porque no creí necesario que mi hija necesitara permiso para ver a su padre. Entiendo que te hayas preocupado al no verla, pero estaba conmigo. Le insistí en que se quedara a dormir aquí, pero ella se negó. Estaba ansiosa por volver contigo.
​El alivio me recorrió como una descarga eléctrica, pero era un alivio amargo. Mi padre estaba mintiendo para salvarme. Él lo sabía. Él sabía que algo iba mal.
​—Entiendo, suegro. Gracias por la aclaración —respondió Demian, sus ojos fijos en los míos, buscando cualquier grieta en mi máscara—. ¿Y no le afecta desvelarse así para el trabajo?
​—No, en lo absoluto —respondió mi padre—. Hoy solo tengo un par de clases que dar . Buenos días, Demian.
​—Buenos días.
​Demian colgó. El silencio regresó al salón, más pesado que antes. Me miró fijamente, con el teléfono aún en la mano. La mentira había funcionado, pero el precio emocional era devastador. Mi padre acababa de entrar oficialmente en el juego de sombras de mi matrimonio.
​Demian dejó el teléfono sobre la mesa, pero la calma no volvió a su rostro. Se acercó a mí con paso lento y volvió a enredar sus dedos en mi cabello, tirando con una fuerza que me obligó a arquear la espalda.
​—Así que una propuesta de matrimonio... —siseó, su rostro a centímetros del mío—. ¿Y me vas a decir que para una propuesta de matrimonio tienes que ir vestida así de vulgar? Pareces salida de un burdel de mala muerte, Atenea.
​—Era... era una propuesta con. temática —respondí con la voz temblorosa, tratando de sostener la mentira hasta el final.
​Demian soltó una carcajada seca y cruel que me erizó la piel.
​—¿Temática? ¿Temática de qué? ¿De prostituta? Porque de eso vas vestida. Y tu padre es un estúpido por permitir que vistas como una ramera. No tiene ni un gramo de dignidad si te dejó salir así de su casa.
​Escuchar cómo insultaba a mi padre, el hombre que acababa de arriesgar su integridad para protegerme sin pedir explicaciones, encendió una chispa de rabia que el miedo no pudo apagar. Por un segundo, olvidé dónde estaba y con quién hablaba.
​—¡No le hables así! —le grité, levantando la voz por encima de mi dolor—. ¡Es mi papá y no te permito que le digas así! ¡Él es mil veces mejor hombre que tú!
​El silencio que siguió a mis palabras fue sepulcral. Vi cómo la mandíbula de Demian se tensaba y sus ojos se oscurecían hasta volverse negros. Antes de que pudiera arrepentirme, su puño impactó contra mi rostro.
​El golpe me mandó directo al suelo. Sentí el sabor metálico de la sangre llenando mi boca y un zumbido ensordecedor en el oído izquierdo.
​—Le digo como se me dé la gana —rugió, señalándome con el dedo—. Estúpido el padre y estúpida la hija. Y más te vale... —hizo un gesto agresivo hacia el pasillo de servicio, donde sabía que María y Claudia seguían escondidas—, más te vale que les digas a esas gatas que limpien este desastre ahora mismo.
​Me miró con una mezcla de asco y desprecio, como si yo fuera una mancha en su preciado suelo de mármol.
​—Mírate. Mira lo que me hiciste hacerte. De por sí eres espantosa, pero ahora con esos moretones te ves peor. Eres un desperdicio de mujer.
​Se dio la vuelta, acomodándose los puños de la camisa como si nada hubiera pasado.
​—Dile a ese par de criadas que te quiero perfecta para el miércoles. Hay un evento importante y tienes que ir conmigo. Arréglate esa cara, cúbrete la vergüenza y no vuelvas a dirigirme la palabra hasta que aprendas a ser una esposa.
​Se alejó hacia su habitación, dejándome rota sobre los restos de cristal del vaso que él mismo había estrellado. Me quedé ahí, temblando, deseando que el suelo me tragara, mientras el eco de sus insultos y el dolor de mi rostro me recordaban que la libertad del túnel había sido solo un sueño de pocas horas.
​El sonido de la puerta de Demian cerrándose fue el único permiso que María y Claudia necesitaron para salir de su escondite. Las escuché correr hacia mí, sus pasos apresurados rompiendo el silencio sepulcral de la estancia.
​Se arrodillaron a mi lado. María tenía el rostro bañado en lágrimas y las manos le temblaban tanto que apenas podía tocarme. Claudia, aunque intentaba mantener la compostura, tenía los ojos inyectados en sangre por la rabia y el miedo contenido.
​—Señorita... —susurró María, su voz quebrada por el llanto—. Por Dios, señorita. La llevaremos al baño, tenemos que limpiarla, tenemos que sacarla de aquí.
​Intenté apoyarme en mis codos para incorporarme, pero un grito ahogado escapó de mis labios. El dolor en mis costillas y en mi rostro era una punzada eléctrica que me paralizaba los músculos.
​—No... no me puedo mover —logré articular entre sollozos, sintiendo que el cuerpo me pesaba como si fuera de plomo—. Me duele... me duele todo, María.
​Claudia se puso de pie de un salto, con determinación.
​—No se mueva, Atenea. Por favor, no se mueva —me ordenó con suavidad—. Voy por algo para cubrirla y por el botiquín. Quédese aquí.
​Mientras Claudia se alejaba rápidamente, María se sentó en el suelo de mármol frío y me atrajo hacia su regazo con una ternura infinita. Me rodeó con sus brazos, ignorando el whisky que empapaba mi ropa y la sangre que manchaba mi piel.
​—Ya pasó, mi niña. Ya pasó —me arrullaba, balanceándose de lado a lado mientras me estrechaba contra ella.
​Enterré mi rostro en su hombro, y en ese abrazo, el muro de contención que había construido durante toda la noche se derrumbó por completo. Mi llanto se mezcló con el de ella; el suyo era un llanto de impotencia y el mío uno de absoluta desolación. Éramos dos mujeres llorando en medio de un salón de lujo que se sentía como una tumba.
​En ese momento, el dolor físico pasó a segundo plano. Lo que más me dolía era el contraste: hace unas horas, León me besaba con la devoción de quien adora a una diosa; ahora, estaba tirada en el suelo, siendo recogida como un despojo por las únicas personas que me veían como un ser humano.
​Claudia regresó con una manta de lana gruesa y un cuenco con agua tibia. Me cubrió con cuidado, ocultando mi piel magullada y el desastre de mi ropa, pero el frío que yo sentía no era algo que una manta pudiera quitar. Era un frío que venía desde mis huesos, desde el centro mismo de mi alma rota.
​Miré a Claudia a los ojos. Mi visión estaba nublada por los golpes y las lágrimas, pero mi mente, en un rincón oscuro y lúcido, empezó a formular una pregunta que nunca creí capaz de pronunciar.
​—Claudia... —mi voz sonó ronca, casi irreconocible—. ¿Cuántos años dijiste que daban por matar a alguien?
​El silencio que siguió fue más pesado que los golpes de Demian. María se tensó y dejó de mecerme, mirándome con puro horror. Claudia se quedó con el paño húmedo a medio camino hacia mi mejilla, sus ojos muy abiertos.
​—¡Señorita, no! —interrumpió María, apretándome con fuerza como si quisiera sacarme esa idea del cuerpo—. Por favor, no diga eso. No se condene. Usted es un ángel, no deje que él la convierta en algo que no es.
​Me quedé con la mirada perdida en un punto fijo de la pared, donde el whisky seguía goteando sobre el mármol. Mi mente visualizaba a Demian durmiendo, vulnerable por fin.
​—Si no lo mato yo, me va a matar él a mí —respondí con una calma gélida que me asustó a mí misma—. Solo es cuestión de tiempo. Algún día no se va a detener. Algún día no habrá una llamada de mi padre para salvarme.
​—Pero señorita... las consecuencias... la cárcel... —balbuceó María.
​—¿Y qué importa? —la interrumpí, sintiendo una risa amarga subir por mi garganta—. Al menos en la cárcel habría paredes que me protegerían de él. Además, no creo que a sus socios les importe. Nadie lo soporta, María. Es un maldito caprichoso. No sabe hacer negocios reales, es malo con los números, solo sabe intimidar. Si desapareciera, muchos respirarían aliviados.
​Claudia me tomó la mano, apretándola con firmeza. Su rostro reflejaba una lucha interna, pero la compasión ganó.
​—Señorita, María tiene razón —dijo Claudia con voz suave pero decidida—. No condene su alma de esa manera. No se manche las manos con la sangre de alguien que no vale nada. Mire... encontraremos una manera de que salga de aquí. Se lo juro por mi vida. Encontraremos la forma, pero no puede ser así. Usted merece un futuro, no una celda.
​Cerré los ojos, dejando que Claudia empezara a limpiar la sangre de mi labio. Sus palabras buscaban darme esperanza, pero en la oscuridad de mi mente, la imagen de la libertad ya no solo tenía el rostro de León y la música del túnel. Ahora, la libertad tenía el peso de un arma y el silencio definitivo de mi carcelero.
​El ambiente en el salón era denso, cargado del olor a whisky y a miedo. María, notando que el silencio me estaba hundiendo más en mis pensamientos oscuros, decidió forzar un cambio de dirección. Me acomodó la manta con ternura y me miró a los ojos, forzando una pequeña sonrisa.
​—Mejor díganos, señorita... —susurró, bajando aún más la voz—, ¿cómo le fue con el joven León?
​Claudia le dio un golpecito rápido en el hombro, con los ojos muy abiertos por la alarma.
​—¡María! ¿Cómo preguntas eso ahora? El ogro te va a escuchar, ten cuidado —siseó Claudia, lanzando una mirada aterrorizada hacia la puerta cerrada de la habitación de Demian.
​A pesar del dolor punzante en mis costillas y del sabor a sangre en mi boca, el nombre de León actuó como un bálsamo. Una pequeña sonrisa, triste pero genuina, apareció en mis labios. Recordar su rostro bajo las luces del túnel era como recordar un sueño hermoso en medio de una pesadilla.
​—Fue... increíble —susurré, dejando que mi cabeza descansara en el hombro de María—. Él es todo lo contrario a este lugar. El rave era un caos, pero un caos hermoso. Me sentí viva por primera vez en tres años.
​Claudia se detuvo un segundo en su tarea de limpiarme el rostro, escuchando con atención, su curiosidad ganándole al miedo por un instante.
​—León se veía tan diferente —continué, casi en un susurro, mientras las lágrimas volvían a asomar, pero esta vez por nostalgia—. Tenía el cabello suelto, iba todo de negro... y me besó. Me besó con tanta delicadeza que me hizo olvidar quién soy aquí dentro.
​Hice una pausa, sintiendo el calor subir a mis mejillas a pesar de los moretones. María y Claudia se acercaron más, formando un círculo de protección a mi alrededor.
​—Y... —mi voz se volvió apenas un aliento— lo hicimos. En el auto. Después de escapar de la policía. Fue... fue real. Por primera vez en mi vida, sentí que mi cuerpo me pertenecía a mí y a él, a nadie más.
​María soltó un suspiro largo, una mezcla de alivio y tristeza. Claudia simplemente me apretó la mano con fuerza.
​—Ese es el recuerdo que tiene que guardar, Atenea —dijo Claudia firmemente—. No deje que los golpes de este animal borren lo que sintió con el joven León. Ese hombre es su luz.
​Nos quedamos así un momento, compartiendo ese pequeño secreto en voz baja, como si estuviéramos conspirando contra el destino. Por unos minutos, el dolor de las bofetadas de Demian se sintió un poco más lejano, eclipsado por el recuerdo del sabor del labial azul y la promesa de unos ojos que me miraban como si yo fuera lo más valioso del mundo.




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