Desde aquella madrugada del sábado, mi vida se redujo a cuatro paredes y al silencio absoluto. Demian no se había ido de la casa ni un solo momento, como si disfrutara vigilando el proceso de mi "recuperación". No había podido llamar a León, ni enviarle un mensaje, ni siquiera asomarme a la ventana por mucho tiempo. Mi teléfono era un objeto muerto; sabía que Demian revisaba cada conexión. Me dolía el alma pensar en León, imaginándolo esperando una señal, preguntándose si el azul de mis labios había sido real o si la policía me había atrapado.
El miércoles llegó con la frialdad de una sentencia. El evento de los socios de Demian era esa noche, y la farsa debía continuar.
Demian entró en mi habitación mientras María y Claudia terminaban de limpiar el desastre de la cena. Su presencia hizo que la temperatura de la habitación bajara diez grados.
—Escúchenme bien —dijo Demian, dirigiéndose a ellas con ese tono de dueño de esclavos—. Quiero que escojan un vestido que cubra las marcas que aún tiene en los brazos. Y esas... cicatrices viejas de la espalda, usen lo que sea necesario, pero que no se vean.
María bajó la mirada, apretando las sábanas con fuerza. Claudia se mantuvo rígida, con la mandíbula apretada.
—Hagan que luzca decente —continuó él, acercándose a mi tocador y pasando un dedo por la superficie—. Que parezca una verdadera esposa de un Zarájef, no la basura que vi el sábado. El evento empieza a las siete, así que no quiero retrasos. Si veo una sola mancha o un moretón mal cubierto, la culpa será de ustedes tanto como de ella. ¿Entendido?
—Sí, señor —susurró María.
Demian salió de la habitación sin mirarme, como si yo fuera un maniquí que necesitaba reparación. En cuanto la puerta se cerró, Claudia se acercó a mi armario y sacó un vestido de seda verde esmeralda, de cuello alto y mangas largas.
—Este servirá —dijo Claudia con voz plana, aunque sus ojos ardían de rabia—. La seda es pesada, no se marcará nada debajo.
Me senté frente al espejo. El hematoma de mi mejilla había pasado del púrpura al amarillo verdoso, pero aún era evidente. Mis costillas todavía dolían al respirar profundamente. María empezó a aplicar capas de corrector pesado sobre mi piel, tratando de borrar la evidencia de la brutalidad de su amo.
—Parece una muñeca de porcelana, señorita —murmuró María con tristeza mientras me ponía el polvo translúcido—. Una muñeca que se rompe y se pega una y otra vez.
Me miré al espejo. Ya no quedaba nada de la Atenea del túnel. El labial azul había sido reemplazado por un rosa pálido, casi invisible. Los pantalones anchos por una seda opresiva. Mis ojos, antes brillantes de adrenalina, ahora eran dos pozos vacíos.
Estaba lista para ser la "esposa perfecta" de nuevo. Pero por dentro, la idea que le había mencionado a Claudia la noche del sábado seguía germinando. Si esta era la vida que me esperaba, si cada momento de luz con León debía pagarse con sangre, quizá el precio de mi libertad definitiva no era tan alto después de todo.
Claudia ya tenía el vestido verde sobre la cama cuando la puerta se abrió de golpe. Demian entró con una bolsa de una boutique exclusiva en la mano. Miró el vestido esmeralda y soltó una risotada cargada de desprecio.
—¿Verde? Tienes un gusto pésimo, Atenea. Pareces una cortina vieja —dijo, lanzando la bolsa sobre mis piernas—. Vas a usar este. Es un diseño exclusivo de Milán. Me costó una fortuna y quiero que se note por qué eres mi mujer.
Sacó el vestido de la bolsa. Era de un rojo vibrante, casi del color de la sangre fresca. Era hermoso, sí, pero mi corazón se hundió al ver el corte: mangas caídas que dejaban los hombros totalmente al descubierto y un escote que apenas rozaba el inicio de mi pecho.
—Demian... —mi voz apenas fue un susurro—. Los hombros... y el cuello. Todavía están...
—Para eso les pago a estas inútiles —me interrumpió, señalando a María y a Claudia con la barbilla—. Para eso gasto una fortuna en el mejor maquillaje del mercado. Que lo cubran. Apliquen capas, usen sellador, lo que sea necesario. No me importa si te sientes como si llevaras una máscara de yeso.
Se acercó a mí y me tomó de la barbilla, obligándome a mirarlo. Sus ojos recorrieron las marcas amarillentas que aún quedaban en mi piel.
—Quiero que luzcas radiante. Los hombros deben verse perfectos bajo las luces del salón. Si alguien sospecha algo, si alguien ve una sola mancha oscura en tu piel, las consecuencias serán peores que las del sábado. ¿Fui claro?
No esperó respuesta. Salió de la habitación dejando una estela de perfume caro y miedo.
María y Claudia intercambiaron una mirada de desesperación. María tomó la paleta de correctores de alta cobertura, con las manos temblorosas.
—Va a ser difícil, señorita —murmuró Claudia, examinando la intensidad de los hematomas en mis hombros—. El roce de la tela roja podría levantar el maquillaje si no tenemos cuidado.
Empezaron a trabajar. Era una tarea meticulosa y dolorosa. Cada vez que la esponja tocaba la piel sensible de mi cuello o mis hombros, sentía una descarga de dolor que me recorría la columna. Capa sobre capa, el color de la violencia fue desapareciendo bajo un tono piel artificial y perfecto.
Cuando terminaron, me pusieron el vestido rojo. Al mirarme al espejo, el contraste era aterrador. El rojo resaltaba la palidez de mi rostro y la perfección fingida de mi escote. Parecía una estatua de cera, impecable por fuera, pero podrida y rota por dentro.
—Parece una reina, señorita —dijo María, aunque sus ojos decían "lo siento"—. Nadie lo notará.
—Nadie lo notará —repetí yo, como un autómata.
Nadie notaría los golpes, pero yo los sentía arder bajo el maquillaje. Cada vez que movía los hombros, la seda roja me recordaba que era una prisionera disfrazada para una gala. Eran las siete de la tarde. El monstruo me esperaba en el salón principal, listo para lucir su trofeo ante el mundo.
Editado: 27.12.2025