Regresé junto a Rosaura al círculo de los hombres, ambas fingiendo una animada charla sobre sedas y pasarelas. Demian me miró con una aprobación gélida y me atrajo hacia su lado. Quería que me luciera, que hablara de las últimas fluctuaciones de la bolsa y de proyecciones financieras; me exhibía como quien muestra un perro amaestrado que además sabe matemáticas.
Hablé. Mi voz sonaba profesional, técnica, vacía. Pero mi mente estaba a kilómetros de allí, hasta que un movimiento entre la multitud me heló la sangre.
A unos metros, saludando a un grupo de críticos y empresarios, estaba él.
León.
Llevaba las manos en los bolsillos con esa elegancia despreocupada que lo caracterizaba. No debería sorprenderme; en los últimos meses, su nombre había ganado un renombre explosivo en el mundo del arte. Sus pinturas, cargadas de una pasión cruda y violenta, eran el nuevo fetiche de la alta sociedad.
Me quedé rígida. Mi corazón empezó a martillear contra mis costillas heridas con tanta fuerza que temí que el maquillaje se agrietara.
—¿Qué estás mirando, cariño? —preguntó Demian. Su tono era empalagoso, falsamente cariñoso para no levantar sospechas ante los socios, pero sus dedos apretaron mi brazo con una advertencia silenciosa.
—Un... un vestido —mentí rápidamente, señalando a una mujer cualquiera a lo lejos—. Me gustó el diseño del escote.
Rosaura, que nos observaba con sus ojos entornados y brillantes por el vino, soltó una risita cómplice y se interpuso entre nosotros.
—Es de una amiga mía —dijo Rosaura, mirándome con una lucidez repentina que me dio escalofríos—. ¿Gustas que te lleve con ella para que le preguntes por el diseñador?
Miró a Demian con una sonrisa desafiante.
—Demian, ¿no te molesta que te robe a tu esposa un momento más, verdad? Prometo devolvértela antes de que los números se vuelvan demasiado complicados para nosotras.
Demian soltó una carcajada fingida. —No, por supuesto que no. Vayan.
Rosaura me tomó del brazo y me arrastró lejos de él con una fuerza sorprendente. Caminamos rápido hacia la zona de las escaleras. Cuando estuvimos fuera del alcance del oído de mi esposo, Rosaura se inclinó y me susurró con una naturalidad brutal:
—Es bueno tener un amante, niña. Te mantiene viva en este cementerio. Yo me tiro al guardaespaldas cada vez que Marcus sale de viaje.
Me quedé muda, paralizada por su confesión. Ella me miró con una mezcla de lástima y camaradería.
—Estaré en el segundo piso fumando algo para no perder la cabeza —añadió, señalando hacia arriba—. Búscame cuando termines lo que tengas que hacer con ese artista. Bajaremos juntas para que nadie sospeche.
Me soltó y subió las escaleras con un paso extrañamente firme para la cantidad de alcohol que llevaba encima. Me quedé sola, temblando, con León a solo unos metros de distancia. El mundo parecía haberse detenido. Tenía que decidir si huir o permitir que el hombre que me había visto con el labial azul me viera ahora, cubierta de seda roja y mentiras.
Nuestras miradas se cruzaron por un milisegundo, pero fue suficiente. León se despidió de inmediato de los críticos con los que hablaba, con una brevedad que rozaba la descortesía. Caminé con el corazón en la garganta hacia unas puertas dobles de madera al fondo del pasillo, un área que parecía fuera de servicio, llena de utilería, mesas plegables y manteles apilados.
Entré y la oscuridad me envolvió. Un segundo después, la puerta se abrió y se cerró.
León no dijo nada. Me tomó por la cintura y me estrechó contra él con una fuerza que, aunque me hizo soltar un pequeño quejido por mis costillas lastimadas, era lo único que quería sentir en el mundo. Su olor a pintura y a libertad inundó mis sentidos, borrando por un instante el perfume de Demian.
—Perdón... perdón por no ir al estudio —susurré contra su pecho, con la voz rota—. No pude... no me dejaron.
Él se separó apenas unos centímetros para buscar mi rostro en la penumbra. Su mirada recorrió mi cara, deteniéndose en la capa excesiva de maquillaje que cubría mi mejilla y mis hombros.
—No importa, Atenea. No importa —dijo él, su voz vibrando de ansiedad—. Me imaginé por qué no volviste. Tu esposo... él estaba ahí, ¿verdad?
Asentí en silencio, sintiendo que las lágrimas amenazaban con arruinar el trabajo de horas de María y Claudia. Él me tomó de los hombros, y aunque fue delicado, instintivamente me tensé.
—¿Estás bien? —preguntó, su tono volviéndose más grave, más protector—. Atenea, mírame. ¿Qué te hizo? ¿Estás bien?
No quería hablar. No quería contarle que el rojo de mi vestido combinaba con las marcas debajo de él. No quería que me viera como la víctima que Demian quería que fuera. Quería ser la mujer del túnel una vez más, aunque solo fuera por cinco minutos.
—No me preguntes —le supliqué, rodeando su cuello con mis brazos y atrayéndolo hacia mí—. Solo... solo bésame. Por favor, bésame.
León no dudó. Sus labios buscaron los míos con una desesperación que mezclaba el hambre de estos días de ausencia con una ternura infinita. En ese beso, en medio de cajas de utilería y polvo, la gala de lujo desapareció. El dolor de mi cuerpo se adormeció y, por un instante, el maquillaje dejó de ser una máscara para ocultar golpes y se convirtió en nada. Él era mi único refugio en este infierno de seda roja.
León me estrechó más fuerte, queriendo fundirse conmigo, pero en cuanto su brazo presionó mis costillas, un gemido de dolor agudo se me escapó de la garganta. Me puse rígida, tratando de ocultarlo, pero ya era tarde. Él se separó de golpe, sus ojos fijos en los míos, cargados de una sospecha que pronto se convirtió en horror.
—Atenea... déjame ver —pidió, su voz era un ruego quebrado—. Por favor, quítate el vestido y déjame ver.
—No, León, no es nada... —intenté retroceder, pero él me sujetó con firmeza, aunque con una delicadeza extrema.
—¿Qué te hizo? ¡Dime qué te hizo! —su voz subió de tono, una mezcla de furia y agonía—. Te voy a sacar de ahí antes de que ese animal te vuelva a tocar un solo pelo. ¡Maldita sea, Atenea! ¿Por qué no me lo dijiste? Yo lo noté... lo supe desde el primer día que cruzaste la puerta de mi estudio. La forma en que caminabas, la tristeza en tus ojos, ese temor constante...
Me tomó del rostro, obligándome a sostenerle la mirada. Sus manos temblaban de rabia.
—Ese hijo de puta me las va a pagar. Juro que me las va a pagar. Pero dime... ¿por qué con él? ¿Por qué te casaste con un monstruo así?
—No tuve elección, León... no es tan simple —sollocé, sintiendo que el maquillaje finalmente se arruinaba bajo mis lágrimas.
—Dime que estarás bien —me exigió, desesperado—. Dijiste que las chicas que trabajan en tu casa son buenas contigo. Dime que puedes mantenerme al tanto a través de una de ellas. No te arriesgues a escribir nada que él pueda interceptar. Dame una señal... un papel doblado, un mensaje en clave, lo que sea que me haga saber que estás bien. Que mi Estrella Fija está segura.
Entonces, el silencio cayó sobre nosotros. León bajó la mirada, y cuando volvió a verme, sus ojos estaban nublados por una determinación que me heló la sangre.
—No podemos seguir así —soltó de repente.
—¿Qué? ¿De qué hablas? —pregunté, sintiendo un vacío en el estómago más doloroso que los golpes de Demian.
—No debemos volver a vernos, Atenea.
—¿Por qué? ¡No me hagas esto, León! ¡Tú eres lo único que me mantiene cuerda!
—¡Porque no puedo dejar de amarte, pero no voy a arriesgarte! —rugió en un susurro desesperado—. Cada vez que vienes a mí, él te lo cobra con sangre. No puedo ser el motivo de que ese tipo te destruya el cuerpo. ¡Mírame! ¡Dime qué te hizo exactamente!
Él estaba fuera de sí, una mezcla tóxica de furia, dolor y una tristeza tan profunda que parecía capaz de ahogarnos a los dos. Yo solo podía llorar, sintiendo que en ese cuarto oscuro de utilería estaba perdiendo la única razón que tenía para seguir respirando. Él quería protegerme alejándose, pero yo sabía que sin él, el silencio de la casa de Demian terminaría por matarme de todos modos.
Editado: 27.12.2025