La subasta comenzó y el ambiente en el salón se volvió eléctrico. Demian, picado en su orgullo y necesitando reafirmar que todo lo que llevaba el rostro de su mujer le pertenecía, empezó a pujar. No era por amor al arte; era una marcación de territorio.
—¡Cien mil! —gritó Demian, alzando su copa con una arrogancia que me revolvía el estómago.
Desde el escenario, León mantenía la vista fija en él. Sus ojos eran dos cuchillos de obsidiana. Había un duelo de miradas entre ellos, una corriente de odio tan pura que el aire parecía vibrar a su alrededor. Nadie más lo notaba, perdidos en el espectáculo del dinero, pero Sasha y yo estábamos en primera fila de ese choque de trenes.
—Vaya, Demian realmente odia perder, ¿no? —susurró Sasha a mi lado, con ese tono sarcástico y despreocupado que lo caracterizaba.
Aproveché que Demian estaba concentrado en ganarle a un coleccionista alemán para hablar con Sasha en voz baja.
—¿Cuándo llegaste? —le pregunté, sintiendo que el temblor de mis manos disminuía un poco gracias a su presencia.
—Hace apenas unas horas —respondió Sasha, ajustándose la corbata con un gesto cínico—. Demian me mencionó que vendría a este circo y, como tengo invitación para casi cualquier lugar donde se sirva alcohol gratis, decidí aparecer. En cuanto vi tu rostro en ese lienzo, supe que mi primo se pondría morado de rabia. Tuve que inventar algo rápido, y bueno, mentir no es algo muy difícil para mí, como ya sabes.
Sasha soltó una risita suave. A él no le importaba el mundo empresarial, ni las acciones, ni el prestigio. Era un mujeriego empedernido y un sinvergüenza, pero tenía una línea roja: no soportaba la crueldad gratuita de Demian hacia mí.
—Doscientos mil —sentenció Demian, cerrando la subasta con una mirada de triunfo dirigida directamente a León.
El mazo golpeó la mesa. "Vendido al señor Zarájef".
—Felicidades, primo —dijo Sasha en voz alta, palmeando la espalda de Demian—. Acabas de comprar una versión de tu esposa que no se queja y siempre se ve perfecta. Es el trato del siglo.
Demian sonrió, una mueca de satisfacción depredadora.
—Ella siempre es perfecta, Sasha. Solo necesitaba un recordatorio de a quién le pertenece esa perfección.
Miré a León por última vez antes de que bajaran el cuadro. Él no había bajado la cabeza. Aunque Demian tuviera el lienzo, León tenía el recuerdo de mi cuerpo, de mi dolor y de mi verdad. Sasha me pasó un brazo por los hombros de forma protectora y juguetona.
—Vamos, Atenea. Antes de que Demian decida comprar el edificio entero, acompáñame por una copa. Necesito que me cuentes cómo es que terminaste en una pintura tan... dramática. No me digas que el fotógrafo era malo.
Sasha me alejó de Demian, dándome un respiro necesario. Pero mientras caminábamos, sentí la mirada de León en mi espalda, una promesa de que esto no era el fin, sino apenas el comienzo de algo mucho más peligroso.
Me guio hábilmente hacia una de las terrazas laterales, lejos del bullicio de los inversores y del aura asfixiante de Demian. Con una habilidad envidiable, interceptó a un mesero y tomó dos copas, entregándome una con un guiño.
—Tienes que relajarte, Atenea. Pareces un cable de alta tensión a punto de soltar chispas —dijo, dando un sorbo a su bebida—. Déjame contarte algo para que te rías de mi desgracia. ¿Sabes por qué tengo que comprarme un coche nuevo? En Moscú, hace dos semanas, una chica rusa —hermosa, pero con el temperamento de un volcán— decidió que mis iniciales se verían mejor grabadas con una llave en la puerta de mi Porsche. Todo porque descubrió que también estaba saliendo con su prima. ¡Fue un malentendido, te lo juro!
Solté una pequeña risa involuntaria, la primera en días. Sasha tenía ese don: era un desastre andante, pero su honestidad sobre su propia falta de moral resultaba extrañamente reconfortante frente a la hipocresía de Demian.
—Sasha... —susurré, bajando la mirada hacia el cristal de mi copa—. ¿Por qué? ¿Por qué Demian es así? ¿Por qué tiene que ser tan... cruel?
Sasha dejó de sonreír por un momento. Se apoyó en la barandilla de mármol y suspiró, mirando hacia las luces de la ciudad. Por un instante, el bufón desapareció y dejó ver al hombre que conocía demasiado bien las sombras de su propia familia.
—Honestamente, pequeña... —hizo una pausa—, al parecer se puede nacer siendo un demente. Es mi primo, compartimos sangre, pero a veces dudo que compartamos la misma especie. Sus actitudes son horribles, siempre lo han sido. Él no quiere una esposa, quiere un activo financiero que no pierda valor. Cree que el mundo es una extensión de su oficina donde él siempre tiene que ser el CEO.
Me miró con una mezcla de lástima y una advertencia silenciosa.
—Él no va a cambiar. Personas como Demian no aprenden; solo se vuelven más eficientes en su locura. Por eso me fui, Atenea. Por eso prefiero que una rusa loca raye mi coche a tener que sentarme en una junta de consejo a escuchar cómo él decide el destino de miles de personas como si jugara al Monopoly.
—Gracias por lo de la pintura —dije en voz baja—. Me salvaste la vida.
—Lo sé —respondió recuperando su tono sarcástico—. Pero ten cuidado. Mi mentira tiene patas cortas si ese artista decide abrir la boca o si Demian encuentra la foto familiar que supuestamente le di. No me hagas quedar como un mentiroso mediocre, odio que me atrapen en una mentira que no sea por una mujer hermosa.
Sasha se enderezó, volviendo a ponerse la máscara de hombre despreocupado.
—Ahora, terminemos estas copas y volvamos antes de que Demian crea que estoy intentando fugarme contigo a las Bahamas. Aunque, pensándolo bien, sería mucho más divertido que estar aquí.
Caminamos de regreso al salón. Sasha me ofrecía una distracción, pero sus palabras sobre la demencia de Demian resonaban en mi cabeza. Estaba casada con un hombre que, según su propio primo, simplemente había nacido sin alma.
Editado: 27.12.2025