Musa cautiva

37. El Mapa de mis Cicatrices (POV León)

La primera vez que la vi en el laberinto de la universidad, rodeada de gráficos y funciones, no vi a una estudiante; vi la estructura en medio de mi caos. Ella era el único axioma que mi alma de artista pudo aceptar. Yo era color y desorden; ella era blanco, negro y una precisión que rayaba en la poesía. Atenea. Su nombre vibraba como una diosa de la guerra, pero sus ojos eran del Azul Prusia más profundo, una melancolía que solo su lógica podía contener. Ella me dio la geometría; yo le ofrecí el riesgo bendito del caos.
Pero la vida no es un lienzo estático. Tras la graduación, la distancia no fue geográfica, fue una amputación. Me fui a Berlín buscando que el frío alemán congelara su recuerdo, pero la ciudad solo se convirtió en el escenario de mis fracasos intentando sustituir lo insustituible.
Recuerdo mi llegada a Berlín, con los pinceles bajo el brazo y la esperanza ingenua de un recién graduado. El dueño del departamento que alquilé me estafó, dejándome en la calle con apenas unos euros. Terminé en un hostal de mala muerte, compartiendo habitación con un estudiante de música español con el que terminé viviendo por pura supervivencia. En ese Berlín gris y eléctrico, busqué desesperadamente sentir algo que se pareciera a lo que sentía con Atenea. Salí con una actriz cuyos problemas con el alcohol convertían nuestras noches en tragedias de teatro; luego vino aquella chica con la que peleaba por cada milímetro de aire, aunque nuestros encuentros sexuales fueran explosivos, una guerra de cuerpos que intentaba silenciar la mente. Y finalmente, Luna.
Luna era luz, o eso creí. Amaba sus mechas de colores fantasía, pero el afecto se transformó en una posesión asfixiante. Luna empezó a cambiar, a volverse sombra; inventó un embarazo, un bebé inexistente para encadenarme a su caos. Berlín fue un aula técnica, pero mi corazón seguía siendo un templo dedicado a una diosa ausente. Dibujaba su rostro en cada servilleta, en cada margen de mis bocetos.

El Eco del Silencio
Dos semanas. Trescientos treinta y seis horas de un silencio que retumba en las paredes de mi estudio como el eco de un disparo. He dejado de pintar. Los óleos se han secado en la paleta porque no puedo sostener un pincel cuando mis manos solo quieren cerrarse alrededor del cuello de Demian Zarájef. Cada vez que cierro los ojos, veo la última mirada que me dio en la gala: ese brillo de terror contenido mientras yo, como un cobarde, dejaba que otra mujer me arrastrara lejos.
El dolor no es una palabra, es una presencia física. Es un nudo en el estómago que me impide comer y una presión en el pecho que me quita el aire. Me despierto gritando su nombre, empapado en sudor, con la certeza visceral de que algo se ha roto definitivamente. He pasado noches enteras estacionado frente a su edificio, mirando hacia el penthouse. Las luces están apagadas. No hay rastro de la mujer que caminaba por estas calles con la lógica como escudo.
"Se fue de viaje", dicen los rumores en las galerías. Mentiras. Mentiras que huelen a alfombras que tapan manchas de sangre. He empezado a guardar un cuchillo de paleta afilado en mi chaqueta. Soy un artista, no un asesino, pero el amor me ha despojado de toda civilización.
Estoy a punto de salir, con el cuerpo vibrando de una violencia que no sabía que poseía, cuando los golpes en la puerta me detienen. No son golpes normales; es un sonido errático, pesado, como si alguien se estuviera cayendo contra la madera.
Al abrir, el aire se me escapa de los pulmones. No es un extraño. Es Sasha. El primo. El bufón de la corte de Demian. Pero hoy no hay rastro de arrogancia en él. Está empapado, con la ropa manchada de barro y los ojos inyectados en sangre. Se queda ahí parado, tambaleándose, mirándome con una mezcla de horror y súplica que me hiela la sangre.
—León... —su voz es un hilo roto, un susurro que apenas logra vencer el ruido del tráfico—. Ella no está. La busqué... juro por Dios que caminé por toda la orilla, pero el río... el río es demasiado rápido.
El mundo se detiene. El nombre de Atenea queda suspendido en el aire, vibrando entre nosotros. Sasha entra al estudio sin que yo lo invite, desplomándose en el sofá mientras saca una tela blanca, una sábana húmeda y sucia de lodo.
—Claudia me dijo que aún respiraba —suelta Sasha, cubriéndose la cara con las manos—. Demian se volvió loco. La ahorcó, León... la ahorcó frente a mis ojos y yo no pude entrar. Claudia mintió para que él dejara de golpearla, le dijo que estaba muerta para que él la sacara de la casa. Él la tiró al río pensando que era un cadáver.
Me lanzo sobre él, tomándolo por las solapas y estampándolo contra la pared con una fuerza que me nace del estómago. Mi Azul Prusia. Mi constante. Mi guerrera. Arrojada al agua como si fuera nada.
—¡Dime que está viva! —le rujo al oído, mientras mis lágrimas caen sobre su camisa sucia—. ¡Dime que respira, o te juro que no saldrás vivo de este estudio!
—¡Eso es lo que quiero creer! —grita él, llorando abiertamente—. ¡Por eso vine a ti! María y Claudia me dijeron que ustedes... que había algo real. Si ella logró salir de ese agua, León, si su voluntad es tan fuerte como su mente, está en alguna parte de esa orilla, aterrada y herida. Pero si Demian se entera de que no murió, volverá a por ella.
Suelto a Sasha y me desplomo en el suelo, rodeado de mis cuadros. El dolor de perderla se mezcla con una esperanza desesperada y feroz. Miro mi cuadro de la musa guerrera, la que está frente a mi cama. Le prometí que volvería, y la dejé ir hacia el abismo. Pero si el río no pudo con ella, yo tampoco lo haré. La buscaré en cada rincón de este infierno.
—¡¿Por qué no la defendiste?! —le grito a Sasha, mi voz desgarrándose mientras lo sacudo con una violencia que me desconoce—. ¡Estabas ahí! ¡Eres su familia, maldita sea! ¡Tenías que haberla sacado de esa casa!
Sasha no se defiende. Deja que mis manos se estrellen contra su pecho, que mi rabia lo consuma, porque su propia culpa es más pesada que cualquier golpe mío. Sus ojos están vacíos, reflejando el mismo infierno que ahora me devora a mí.
—Lo intenté, León... juro que lo intenté —dice Sasha, con las lágrimas corriendo libremente por su rostro manchado de barro—. Pero Demian se volvió loco. Cerró todo el penthouse. Estábamos atrapados en secciones diferentes. Yo golpeé esa puerta hasta que mis manos sangraron. Pero tienes que entender algo...
Sasha hace una pausa, tragando saliva, mirándome con una compasión que me hiela la sangre. Me suelta la verdad como si fuera metralla.
—Ella se defendió. Atenea se defendió como nunca antes vi a nadie luchar. Rompió su jarrón favorito para detenerlo. Porque Demian... Demian ya iba por la puerta. Iba a buscarte a ti. Iba a matarte, León.
Siento que el suelo desaparece bajo mis pies. Me apoyo en la mesa de dibujo, tirando botes de pintura que se derraman por el suelo como sangre de colores; el Azul Prusia se mezcla con el carmín en un charco que parece un presagio.
—Él estaba a punto de salir cuando ella lo detuvo —continúa Sasha con voz trémula—. Ella le suplicó. Le dijo que te dejara en paz, que tú no tenías la culpa. Le dijo... le dijo que la matara a ella, pero que a ti no te tocara.
Escuchar esas palabras es como sentir el cristal del jarrón cortándome el alma. Mi guerrera. Mi Azul Prusia. Se entregó al monstruo para que yo pudiera seguir respirando. Se dejó romper para que mis manos pudieran seguir pintando. Ella, que siempre fue la dueña de la lógica, cometió el acto más irracional por un artista que no supo protegerla.
Me desplomo en el suelo del estudio, rodeado de mis cuadros, de mis fracasos. El llanto me dobla por la mitad; es un sonido animal, un lamento que sale desde lo más profundo de mis entrañas y rebota en los lienzos vacíos. Ella me amaba tanto que prefirió el río, prefirió los golpes, prefirió el abismo antes de dejar que él me pusiera una mano encima.
—Yo no valgo eso, Atenea —susurro contra el suelo frío, ahogándome en mis propias lágrimas—. Yo no valgo tu vida. No valgo tu dolor.
Sasha se arrodilla a mi lado, poniendo una mano en mi hombro, pero yo no lo siento. Solo siento el frío del agua donde ella cayó y el calor de la sangre que Demian tiene en las manos. El sacrificio de Atenea no me dio vida, me dio una deuda de sangre que solo se pagará cuando Demian Zarájef deje de existir.
Mi musa no cayó por accidente. No cayó por debilidad. Cayó para que yo viviera. Y ese es un cuadro que voy a cargar en mi mente por el resto de mi miserable eternidad.
—Si ella está viva... —digo, levantando la vista con una mirada que ya no tiene rastro de humanidad, solo cenizas de odio—voy a encontrarla. Y después, voy a quemar el mundo de Demian hasta que no quede ni el polvo de su apellido. No me importa el arte, no me importa Berlín, no me importa nada. Solo ella. Y su venganza.
Me levanto, limpiándome la cara con la manga manchada de óleo. La desesperación se ha transformado en algo sólido, frío y afilado. Ya no soy el pintor de la universidad. Soy el hombre que Atenea salvó, y voy a demostrarle al mundo que el caos que ella protegió es mucho más peligroso que el orden de su verdugo.




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