Musa cautiva

39

Sasha y la Tía Sara se retiran con la urgencia de quienes caminan sobre cristales rotos. Entiendo su miedo; Sasha debe estar de vuelta en el penthouse antes de que el sol termine de salir, fingiendo el luto o la indiferencia, asegurándose de que Demian siga convencido de que su "problema" descansa en el fondo del río. Si Demian sospecha un solo segundo que Atenea respira, el operativo de búsqueda se convertirá en una ejecución.
Me quedo solo. El silencio del estudio es un animal que me devora. Camino de un lado a otro, golpeando las paredes con los puños hasta que los nudillos me arden. La desesperación no es un estado mental, es un ácido que me deshace los órganos. Ella se lanzó a los pies de ese monstruo por mí. Ella recibió los golpes que eran para mí. Y yo estoy aquí, rodeado de calefacción y lienzos, mientras ella... Dios, ni siquiera puedo pensar en dónde puede estar ella sin que se me cierre la garganta.
Cerca de las tres de la mañana, mi teléfono vibra. Es una llamada internacional. Berlín.
—Hans —susurro, y mi voz suena como si hubiera tragado arena.
—León —responde esa voz de granito, ese zumbido grave que no conoce la duda—. Estoy en el aeropuerto. Salgo en el próximo vuelo, pero tardaré horas en cruzar el océano. Explícame el objetivo ahora. No perdamos tiempo.
Le cuento todo a través de la línea que cruza el Atlántico. Le hablo de la caída, del puente, de la corriente del río y de la sábana manchada de lodo. No menciono el amor, ni el Azul Prusia, ni el dolor que me está partiendo el esternón, porque a Hans no le sirven las emociones para trabajar. Necesito que sea una máquina, aunque yo me esté desmoronando.
—Hans, te lo suplico... —le digo, apretando el teléfono con tanta fuerza que creo que va a estallar—. Encuéntrala, saca información de las piedras si es necesario. Y si no... si ya no está... necesito saberlo. No puedo vivir un día más en este vacío. No puedo respirar sabiendo que ella se sacrificó para que yo pudiera seguir pintando estos cuadros de mierda.
Hay un silencio al otro lado de la línea. Solo escucho el bullicio de la terminal de Berlín de fondo.
—El río es traicionero en esta época, León —responde Hans con su frialdad profesional—. Si salió del agua, no habrá ido lejos con esas heridas. Si alguien la recogió, habrá un rastro en las clínicas clandestinas o en las casas de la ribera. Pero escucha bien: si la encuentro, ella ya no será la mujer que recuerdas. El río y el trauma cambian a las personas. A veces, lo que rescatamos es solo la cáscara. Prepárate para lo peor mientras yo vuelo hacia el desastre.
Cuelga. La señal se corta y me devuelve a la realidad de mi estudio. Hans está a miles de kilómetros. Sasha está fingiendo ante un asesino. Y yo... yo soy un cobarde que solo puede mirar un cuadro.
Me desplomo frente al retrato de mi musa. Mi mente viaja al agua, imaginando a Atenea luchando por aire, sintiendo el peso de la ropa mojada y el dolor del estrangulamiento. En algún lugar, a kilómetros de aquí, ella existe. Tiene que existir. No puede haberse apagado la Estrella Fija sin que el universo entero se haya dado cuenta.
Atenea, aguanta. Hans viene. Yo voy. El caos que tanto protegiste está despertando, y juro por mi vida que Demian Zarájef va a desear que ese río se lo hubiera tragado a él primero.
El estudio se volvió una celda. Las cuatro paredes, cargadas con el olor a pintura y el rastro de la presencia de Sasha, comenzaron a cerrarse sobre mí. No puedo esperar. No puedo quedarme sentado mientras Hans hace su trabajo "profesional" desde un aeropuerto en Berlín o mientras la Tía Sara mueve sus hilos de seda.
Agarré mi abrigo más pesado y salí a la noche. El invierno golpea la ciudad con una crueldad que parece sincronizada con mi estado de ánimo. El aire es tan frío que quema los pulmones, pero es el único recordatorio de que yo, a diferencia de lo que temo de ella, sigo respirando. Conduje hasta la zona del puente viejo. La oscuridad aquí es absoluta, rota solo por el reflejo mortecino de las farolas distantes en el agua negra y agitada. Bajé hasta la orilla, donde el barro se congela bajo mis botas y la maleza parece querer atraparme.
—¡Atenea! —grité, aunque sabía que era una locura. Mi voz se perdió en el estruendo del agua contra las rocas.
Caminé por el fango, iluminando el suelo con la linterna de mi teléfono. Cada sombra me parecía su cuerpo, cada rama enredada en la orilla me recordaba a su cabello. La desesperación me hizo caer de rodillas en el lodo. Metí las manos en el agua helada, sintiendo cómo el frío me mordía los huesos, como si quisiera experimentar una fracción del dolor que ella sintió cuando Demian la arrojó al vacío.
—¿Dónde estás, mi azul prusia? —susurré, con los dientes castañeando—. Prometí que volvería... prometí que te sacaría de ahí...
Busqué en el lugar donde Sasha dijo haber encontrado la sábana. El suelo estaba pisoteado, probablemente por el mismo Sasha, pero yo buscaba algo más. Buscaba una señal, un rastro de su alma. Encontré una piedra manchada de algo oscuro, ¿sangre?, y la apreté contra mi pecho, manchando mi abrigo de lodo y desesperanza. Me quedé allí hasta que el alba empezó a teñir el cielo de un gris metálico. No encontré a Atenea, pero encontré la certeza de que no descansaré hasta que el río me devuelva lo que es mío.
La tarde siguiente, el estudio parecía una sala de guerra. Sasha y la Tía Sara estaban inmersos en el mapa del río. Hans había llamado hace poco; tuvo problemas con el vuelo en Alemania y tardaría más de lo previsto. Estábamos solos. La voz de Sasha temblaba mientras explicaba el movimiento de piezas de su primo.
—El plan de Demian es cínico —dijo Sasha, frotándose las sienes—. Les dirá a los padres de Atenea que ella se fue de viaje. Que necesitaba aire. Así se lava las manos.
—Ya lo hizo. Ese bastardo ya habló con ellos.
La voz nos hizo saltar a todos. Elías estaba en la puerta, abierta de par en par. Entró con paso firme, ignorando la atmósfera de secretismo.
—¿Y ese quién es? —preguntó Sasha, poniéndose a la defensiva.
—¿Elías? —balbuceé—. ¿Cómo llegaste aquí?
Elías se giró hacia Sasha con una mirada cargada de desprecio.
—Fui a buscar a Demian a su casa —respondió Elías—. Te vi salir de allí y te seguí, estúpido. Te vi entrar aquí .
Elías se acercó a la mesa. Su rostro reflejaba una rabia contenida, la de alguien que sabe que llegó demasiado tarde para pedir perdón por el pasado.
—El padre de Atenea no cree ni una palabra. Y yo tampoco —continuó Elías—. Ese señor es un analítico. Es maestro de cálculo, un puto cerebro. Tarde o temprano va a sacar sus conclusiones si es que no lo hizo ya mientras ustedes se lavaban los dientes. No pueden ocultarle la verdad a un hombre que vive de la lógica. Él sabe que su hija no se fue por voluntad propia.
—Si el padre de Atenea empieza a investigar por su cuenta, Demian lo destruirá —dije, sintiendo el frío de la noche anterior todavía en mis huesos—. Tenemos que encontrarla antes de que el decida que la familia de ella es un cabo suelto.
—Entonces muévanse —sentenció la Tía Sara, poniéndose de pie—. Mis contactos en los hospitales de la periferia dicen que no hay ingresos con su descripción, pero hay zonas que no controlamos. Sasha, Elías, León... nos vamos al río ahora mismo.
Salimos del estudio en silencio. Yo caminaba al lado de Elías; somos dos hombres unidos ahora por el rastro de una mujer que ambos dejamos escapar. Llegamos al río. El frío es más intenso esta noche, un viento cortante que baja desde las montañas.
—Partiremos desde el punto del impacto —ordena la Tía Sara, repartiendo linternas de alta potencia—. Sasha, tú quédate conmigo en el perímetro. León, Elías, peinen la orilla sur, metro a metro. Si salió del agua, habrá dejado algo.
Caminar por ese lodo es como caminar sobre los restos de mi propia vida. Elías busca con una intensidad casi científica, moviendo la luz de su linterna con un patrón geométrico.
—¡Atenea! —el grito de Elías desgarra la noche.
Yo no grito. Me limito a buscar, a arrastrarme por la orilla, metiendo las botas en el agua negra. La desesperación me hace ver su rostro en cada remolino. Me detengo de golpe. Mi linterna se queda fija en un punto donde la corriente forma un remanso natural. Mis dedos se entierran en el lodo helado y sacan un objeto pequeño, metálico.
Es un pendiente. Uno de los pendientes de diamantes que Demian le obliga a usar . El diamante brilla con una crueldad insoportable.
Está viva. Tiene que estarlo. El rastro de mi Azul Prusia empieza en este pedazo de piedra fría, y juro que no me detendré hasta que el rastro me lleve a sus brazos. Ella nos salvó a todos con su silencio; ahora nos toca a nosotros gritar por ella en esta oscuridad.




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