El frío ya no es solo externo; siento que se me ha metido en los huesos y ha congelado mi capacidad de razonar. Cada vez que cierro los ojos, la imagen de Atenea hundiéndose en el agua negra se proyecta en el interior de mis párpados como una película de terror que no puedo detener. A mi lado, la tensión entre Sasha y Elías, que ha estado hirviendo desde que salimos del estudio, finalmente explota, rompiendo el sagrado silencio de mi duelo.
—¿Por qué carajos seguimos buscando de noche? —suelta Sasha, frotándose los brazos con violencia, con la voz quebrada por el tiritar de sus dientes—. Es absurdo. No se ve nada, genio. Estamos perdiendo el tiempo tropezando con piedras y lodo.
Elías se detiene en seco y gira la linterna directamente a la cara de Sasha, cegándolo por un segundo. Su rostro, generalmente analítico y frío, está desfigurado por una rabia que parece nacer del mismo lugar que la mía: la culpa.
—Es más seguro, idiota —le espeta Elías, alzando la voz por encima del rumor del agua—. ¿O prefieres que Demian nos vea aquí con binoculares desde la carretera? ¿Quieres que sepa que estamos rastreando su crimen?
—¡Dije que no se ve nada! —insiste Sasha, empujando la mano de Elías para apartar la luz—. ¡Podríamos estar pasando por encima de una pista, pisando un trozo de su ropa, y no nos daríamos cuenta por tu maldito orgullo de sabelotodo!
—¡Y de día se ve todo, imbécil! —le ruge Elías, dándole un empujón en el pecho que lo hace tambalear—. ¡De día levantaremos sospechas! ¡Cualquier policía o cualquier informante de tu primo nos reportará en cinco minutos! ¿Quieres que Demian venga a terminar el trabajo? ¡¿Eso quieres, que la encuentre él antes que nosotros?!
Sasha trastabilla hacia atrás, con los ojos inyectados en sangre, y está a punto de lanzarse contra él cuando me interpongo. Los separo con la poca fuerza que me queda, poniéndole una mano en el pecho a cada uno. Siento que sus corazones laten a mil por hora, pero ninguno late tan roto como el mío. Mi paciencia se ha evaporado entre el barro y el hielo.
—¡Basta! —mi grito suena ronco, casi animal, un desgarro que sale de lo más profundo de mis entrañas—. ¡Basta los dos! No estamos aquí para ver quién es más listo o quién tiene más miedo. Atenea está en algún lugar de esta oscuridad, herida, quizás muriendo de frío, y cada vez que abren la boca para pelear por sus egos, la perdemos un poco más. ¡Cállense o váyanse de aquí!
Se quedan en silencio, jadeando, el vapor de su aliento mezclándose en el aire gélido como una bruma espesa. Me giro hacia la Tía Sara, ignorándolos. Ella es la única que mantiene una calma que me aterra y me da esperanza a la vez.
—Señora Sara —digo, tratando de que mi voz no tiemble, aunque el llanto me quema la garganta—, si alguien la recogió aquí, no pudo haber ido al centro de la ciudad. Sería entregársela a Demian en bandeja de plata. ¿Hay alguna zona, algún poblado o granjas siguiendo el curso del río que no estén bajo el control de los Zarájef?
La Tía Sara guarda silencio un momento, mirando hacia la negrura que se extiende más allá de la curva del río. Su mirada parece escanear el terreno buscando una lógica que a mí se me escapa entre tanta tristeza.
—Siguiendo la corriente, a unos cinco kilómetros, el terreno se eleva —explica con una voz firme que se impone al viento—. Hay una zona de casas de campo, propiedades rurales pequeñas y algunos asentamientos de gente que vive de la tierra. Gente que no hace preguntas porque no quiere problemas con la ley. Si alguien la encontró y tuvo la piedad de no dejarla morir en la orilla, es el lugar más lógico para esconder a alguien. Pero es un área extensa, León. Podría estar en cualquier cobertizo, en cualquier habitación humilde.
Miro en esa dirección. El horizonte es una mancha negra que me aterra. Mi Azul Prusia está ahí fuera, quizás recuperando el aliento en una cama que no es la suya, rodeada de extraños, mientras yo me desmorono en la orilla de su sacrificio. Siento una punzada de esperanza mezclada con un terror paralizante. Si está en uno de esos poblados, está lejos de los hospitales de Demian, pero también está a merced de manos que no conozco.
—Vamos hacia allá —sentencio, caminando hacia el coche sin mirar atrás—. No me importa si es de noche o si el sol nunca vuelve a salir. Vamos a peinar cada casa, cada establo de ese sector. No voy a dejar que pase otra hora sin saber si su corazón sigue latiendo.
Sasha y Elías se miran con un odio residual, pero me siguen en silencio, intimidados por la oscuridad que emana de mi propia desesperación. La Tía Sara ya está en el teléfono, moviendo hilos que solo ella conoce. El motor del coche arranca, rompiendo el silencio del invierno, mientras nos alejamos de la orilla donde Atenea dejó de ser un recuerdo para convertirse en una misión de rescate o una sentencia de muerte.
"Espérame, mi amor", ruego internamente mientras el coche avanza por el camino de tierra. "No dejes que el frío gane. Ya voy por ti".
El interior del coche de la Tía Sara huele a cuero caro, tabaco fino y desesperación pura. Sara conduce con una firmeza aterradora, sorteando los baches del camino de tierra mientras el motor ruge en medio del silencio del campo. Pero dentro, el silencio no existe. Es un campo de batalla de voces que me taladran el cráneo.
—¡Es que no entiendes el riesgo, León! —me grita Sasha desde el asiento del copiloto, girándose con el rostro desencajado—. Si entramos en esas propiedades como si fuéramos los dueños, alguien va a disparar. ¡Esta gente protege su privacidad con escopetas, no con argumentos!
—¡Me importa un bledo tu miedo, Sasha! —le respondo, inclinándome hacia adelante, invadiendo su espacio con una furia que me quema la garganta—. ¡Tú estás aquí porque te conviene, para limpiar tu conciencia de cobarde, pero yo estoy aquí porque ella es mi vida! ¡Si tengo que recibir un disparo para encontrarla, lo haré! ¡Si tengo que morir en ese lodo para que ella respire un segundo más, es un precio barato!
—¡Eres un romántico suicida! —interviene Elías, sentado a mi lado, con esa voz cargada de un sarcasmo que me sabe a hiel—. Tu impulsividad es lo que nos va a delatar. Necesitamos un método, no una carga de caballería. Si entramos gritando su nombre, Demian lo sabrá antes de que amanezca y vendrá a terminar el trabajo.
—¡Tú te callas, Elías! —le ruge Sasha, perdiendo los estribos—. ¡Tú eres el que la dejó ir hace años! ¡Tú la abandonaste en ese limbo emocional antes de que León apareciera! ¡No tienes derecho a dar lecciones de estrategia ahora cuando ya le fallaste una vez!
—¡Al menos yo no soy de la familia que la estranguló y la tiró al río como basura, pedazo de...!
La discusión se vuelve un torbellino de insultos y reproches. Elías me empuja para llegar a Sasha, Sasha golpea el tablero del coche y yo intento agarrar a Sasha por el hombro para obligarlo a mirarme, para que vea en mis ojos el infierno que estoy viviendo. Es un caos de testosterona, dolor y remordimiento. Cada palabra es un clavo más en mi pecho. Me imagino a Atenea escuchando este ruido, a ella que amaba el silencio y la armonía de los números, y siento una vergüenza insoportable. Le fallé en el puente y le estoy fallando ahora, perdiendo el tiempo en peleas de egos mientras ella podría estar desangrándose en una cabaña.
De pronto, el coche frena en seco, haciendo que todos nos golpeemos contra los asientos delanteros. El chirrido de las llantas contra la grava es lo único que suena antes del estallido.
—¡YA BASTA! —el grito de la Tía Sara corta el aire como un látigo—. ¡MALDITA SEA, CÁLLENSE LOS TRES!
El silencio que sigue es absoluto. Solo se escucha nuestra respiración agitada y el rugido del motor en ralentí. Sara sujeta el volante con tanta fuerza que sus nudillos están blancos, como mármol bajo la luz del tablero. Se gira lentamente, y su mirada es tan gélida que hace que el invierno exterior parezca primavera.
—Sasha, deja de lloriquear como un niño asustado —sisea Sara, sus ojos clavados en su sobrino con un desprecio que lo hace encogerse—. Elías, guarda tu complejo de superioridad para tus clases de cálculo; aquí no hay teoremas, solo sangre. Y tú, León... —me mira directamente a los ojos, y por un segundo veo un destello de una lástima tan profunda que me duele más que un golpe—, si vuelves a poner una mano sobre alguien en este coche, te bajaré aquí mismo y dejaré que el frío termine el trabajo.
Sara exhala un suspiro largo, tratando de recuperar el control, pero su voz sigue vibrando con una autoridad peligrosa.
—Estamos cometiendo una traición de sangre. Estamos persiguiendo un fantasma en medio de la nada mientras un psicópata con recursos ilimitados cree que ya ganó. No tenemos tiempo para sus egos heridos ni para sus culpas. O se comportan como hombres con un objetivo, o se bajan del auto ahora mismo. No voy a dejar que su estupidez nos mate a todos.
Nadie dice nada. El peso de sus palabras nos hunde en los asientos. Sasha se vuelve hacia el frente con la mirada perdida, Elías mira sus manos entrelazadas y yo me recuesto contra el asiento, cerrando los ojos. Mi Azul Prusia está en algún lugar de esta negrura, quizás sintiendo este mismo frío, quizás preguntándose por qué nadie llega, y nosotros estamos aquí, despedazándonos entre nosotros por pedazos de pasado que ya no importan.
Sara vuelve a poner el coche en marcha con un movimiento suave pero decidido. Ella mira por el parabrisas, ignorando nuestra miseria, y señala una luz tenue a lo lejos, entre un grupo de sauces llorones que parecen inclinarse por el peso del invierno.
—Ahí —dice Sara, señalando con el mentón—. Hay una construcción pequeña con humo saliendo de la chimenea. Es la primera propiedad después de la curva del río donde encontraste el pendiente.
El corazón me da un vuelco tan violento que siento náuseas. El tiempo de las discusiones se ha terminado. El vacío en mi estómago se llena de un miedo eléctrico. Si ella está ahí, juro que no dejaré que nadie vuelva a tocarla. Si no está... no sé si tendré fuerzas para subir de nuevo a este coche. Ahora empieza el momento de la verdad.
Editado: 27.12.2025