Musa cautiva

41

El hombre de la cabaña apenas nos miró a los ojos. Sus palabras fueron secas, grabadas con la dureza de quien vive al margen de todo. "Más adelante hay una ciudad pequeña", nos dijo, señalando hacia la negrura donde el río se ensancha. "Es un lugar pobre. Si piensan ir, háganlo de día. De noche, los extraños no son bienvenidos y el camino se pierde".
​Con esa única pista, la Tía Sara dio la orden de retirada. No podíamos arriesgarnos a quedar atrapados en un fango desconocido a las cuatro de la mañana. Volvimos al auto, y el ambiente, aunque menos violento, seguía siendo una amalgama de personalidades incompatibles.
​Sara conducía en un silencio sepulcral, pero en el asiento trasero, la dinámica era un caos. Sasha, fiel a su naturaleza de evadir el dolor a través de la ligereza, empezó a hablar sin parar. No hablaba de Atenea, ni de Demian, ni del río. Empezó a desgranar sus enredos amorosos en la ciudad, sus líos con modelos y actrices, como si estuviéramos en un bar a plena luz del día y no en una misión de rescate clandestina.
​—...y entonces ella me dijo que no podía seguir con un Zarájef porque mi apellido le daba pesadillas —decía Sasha, soltando una risotada nerviosa—. ¡A mí! Que soy el más inofensivo de la camada.
​—¿Puedes cerrar la boca un maldito segundo? —le espetó Elías, apretando los puños sobre sus rodillas—. Estamos buscando a una mujer que podría estar muriendo y tú hablas de tus citas fallidas. Eres patético.
​—Y tú eres un amargado —replicó Sasha, girándose para mirarlo con desprecio—. El humor es lo único que nos separa de volvernos locos como mi primo. Pero claro, tú prefieres los números. Los números no tienen sentimientos, ¿verdad?
​—Basta —intervine yo, sin fuerzas para otra pelea.
​Curiosamente, después de la adrenalina de la búsqueda, sentía que ya no odiaba a Sasha de la misma forma. Era un idiota, un frívolo, pero estaba allí, arriesgándolo todo. Había algo en su honestidad brutal que me hacía tolerarlo más que a la frialdad calculadora de Elías. Sasha y yo, de alguna forma extraña, compartíamos el peso de haber fallado en el mundo real, mientras que Elías seguía juzgándonos desde su pedestal de lógica.
​—Ojalá —susurré, mirando por la ventana hacia los campos oscuros que pasaban velozmente—. Ojalá alguien de esa ciudad la haya salvado. Si es un lugar pobre, quizás la gente tenga el corazón más limpio que en nuestros círculos de mármol.
​—En los lugares pobres no hay recursos, León —sentenció Elías—. Si ella necesita cirugía o cuidados intensivos, esa ciudad será su tumba.
​—O su escondite —replicó la Tía Sara desde el volante—. Demian nunca buscaría en un lugar donde no hay dinero que rastrear. Si Atenea llegó allí, está en el único lugar del mundo donde el apellido Zarájef no compra voluntades.
​Me recosté contra el asiento, cerrando los ojos. La imagen de Atenea, mi "Azul Prusia", desvaneciéndose en una ciudad olvidada, me desgarraba por dentro.
​Mañana volveríamos. Mañana encontraríamos esa ciudad. Y yo encontraría a mi musa, aunque tuviera que buscar rostro por rostro en cada callejón de ese lugar olvidado por Dios.
El trayecto de regreso se siente eterno. En el asiento delantero, la Tía Sara hablan en susurros bajos, trazando la logística para el amanecer. "Discreción", es la palabra que más repite. En una ciudad sumida en la pobreza, cuatro extraños en un coche de lujo son como una bengala en mitad de la noche. La Tía sara insiste en que debemos vestir ropa vieja, dejar los teléfonos rastreables y movernos a pie una vez que crucemos el límite del pueblo.
​Pero mientras ella habla de perímetros y perfiles bajos, mi mente me traiciona y me lleva de vuelta a la noche del rave.
​Cierro los ojos y el frío del invierno desaparece por un segundo. Puedo verla. Atenea no era la "señora Zarájef" esa noche; era una llamarada de vida bajo las luces estroboscópicas. Recuerdo sus ojos brillantes, llenos de una libertad que le habían robado trozo a trozo. Recuerdo el sabor de sus besos, una mezcla de urgencia y una dulzura prohibida que solo nosotros entendíamos. Su sonrisa... esa sonrisa que solo me regalaba a mí cuando el mundo exterior dejaba de existir. En mi memoria, ella sigue siendo ese Azul Prusia vibrante, no el cuerpo quebrado que imagino arrastrándose por el fango.
​—¡Es que tú no tienes ni idea de lo que es la lealtad! —el grito de Sasha rompe mi trance.
​—¡Y tú no tienes ni idea de lo que es la dignidad! —le escupe Elías de vuelta.
​Están a punto de agarrarse del cuello otra vez. La fricción entre la frivolidad desesperada de Sasha y la superioridad moral de Elías es insoportable. Son como dos perros rabiosos peleando por los restos de una vida que ninguno supo proteger a tiempo.
​—¡Maldita sea con ustedes dos! —estalla la Tía Sara, golpeando el volante con la palma de la mano—. ¡Cállense ya! No me sorprendería nada que Atenea no quiera regresar si tiene que convivir con ustedes. Son un castigo para cualquier mujer.
​El comentario de Sara cae como un balde de agua helada. Sasha y Elías se quedan mudos, mirándose con odio pero sin atreverse a replicar. Yo simplemente me hundo más en el asiento. Ella tiene razón. Todos somos parte del peso que ella cargaba.
​—Mañana entraremos como fantasmas —dice rompiendo el silencio con su voz de piedra—. León, tú buscarás en los mercados y plazas. Elías, tú te encargarás de las pocas farmacias o puestos de socorro que haya; tu aspecto de intelectual puede servir ahí. Sasha, tú quédate conmigo, no quiero que tu boca nos meta en problemas.
​Miro por la ventana. Las luces de la gran ciudad empiezan a aparecer en el horizonte, brillantes y falsas. Mañana cambiaremos el mármol por el polvo. Mañana iré a ese lugar pobre a buscar a la mujer que me devolvió la capacidad de sentir. No sé qué versión de ella encontraré, pero mientras el coche avanza, el pendiente de diamante en mi bolsillo se siente más pesado que nunca. Es el único recordatorio de que Atenea existió, antes de que el río decidiera borrarla del mapa.
​Nos bajamos frente a mi estudio. El aire de la madrugada es una navaja que nos corta la cara el coche de la Tía Sara se aleja con Sasha, perdiéndose en la neblina de la calle.
​Me dispongo a entrar, pero Elías se queda quieto, con las manos hundidas en los bolsillos de su pantalón y la mirada fija en el pavimento húmedo. Hay algo en su postura que me detiene; ya no es el hombre arrogante de hace unas horas, es alguien que intenta resolver una ecuación que no le cuadra.
​—Ustedes... fueron algo más que amigos en la universidad, ¿cierto? —pregunta sin mirarme. Su voz suena amortiguada por el frío—. Eran demasiado cercanos.
​Me quedo helado, no por el clima, sino por la franqueza de la pregunta.
​—No —le respondo con sinceridad—. En la universidad fuimos cercanos, sí. Me gustaba, me volvía loco, pero no fui valiente para confesárselo en ese entonces Me quedé callado .
​Elías asiente lentamente, como si esa pieza encajara en sus recuerdos. Suspira, y el vapor de su aliento parece una señal de rendición.
​—¿Y ahora? —vuelve a preguntar, esta vez clavando sus ojos en los míos—. Ahora tenían algo, ¿verdad?
​No puedo mentirle. No a este hombre que también la amó a su manera, aunque fuera desde la distancia de sus números.
​—Sí —confieso, y la palabra se siente como una declaración de guerra—. Teníamos todo. Estábamos planeando una vida.
​Elías cierra los ojos y exhala con pesadez, como si acabara de confirmar su peor teoría.
​—Quizá él se enteró, León —dice, y siento un escalofrío que no tiene nada que ver con el invierno—. Atenea me mencionó alguna vez lo posesivo que era Demian. Esa clase de hombres tienen oídos en todas partes. Tal vez los vio, o alguien le llevó el chisme.
​Las palabras de Elías activan un recuerdo en mi mente: Atenea temblando en mi estudio, mirando hacia la puerta cada vez que escuchaba un coche, hablando de las sombras que Demian proyectaba sobre ella.
​—Si él lo supo... —murmuro, apretando el pendiente en mi bolsillo—, entonces no solo quiso castigarla a ella. Quiso castigarme a mí.
​—Exacto —sentencia Elías, recuperando su tono analítico—. Si Demian sabe de ti, este "viaje" que inventó es solo la primera fase. Él no va a descansar hasta que no quede ningún rastro de lo que ustedes tuvieron. Y si descubre que la estamos buscando juntos...
​No termina la frase, pero no hace falta. Entramos en el estudio en silencio. La sospecha de que nuestro amor fue el detonante del horror me carcome por dentro. Si Atenea está en esa ciudad , no solo huye de un marido violento; huye de un hombre que se siente traicionado.
​Mañana, cuando salgamos hacia ese pueblo, ya no solo buscaremos a una mujer desaparecida. Estaremos caminando directamente hacia la trampa que los celos de un monstruo construyeron.
​La revelación de Elías me deja frío. Así que el padre de Atenea no solo sospecha ahora; él ha estado guardando los secretos de su hija, protegiéndola de las garras de Demian incluso antes de que el río se la tragara.
​—¿Eres cercano a ellos? —le pregunto a Elías, buscando un ancla en medio de esta tormenta.
​—Los conozco desde que se mudaron al vecindario —responde él, mirando hacia la oscuridad de la calle—. Atenea tenía diez años. La he visto crecer, León. Conozco a ese hombre.
​—Cuídalo, Elías —le pido, y mi voz suena como una súplica—. Cuídalo de Demian. Si ese bastardo siente que el viejo está husmeando demasiado, no dudará en quitarlo del camino.
​Elías suelta una risa amarga, una que no tiene pizca de gracia.
​—Haré lo que pueda, pero no sé qué tan efectivo sea —dice, ajustándose el abrigo—. El padre de Atenea no es tonto. Empezó a sospechar hace mucho. Atenea no les llamaba con la frecuencia de antes, y hace unos días... Demian cometió un error táctico.
​Me quedo en silencio, esperando.
​—Llamó a las cinco de la mañana —continúa Elías—. Preguntó por el compromiso de mi hermana. León, mi hermana se comprometió hace un año. Era una excusa barata para saber si Atenea estaba con nosotros. Pero en ese momento, Atenea iba llegando a su casa y le dijo a Demian que venía de casa de sus padres. El viejo escuchó a Demian por el teléfono, entendió el juego y siguió la mentira. Le dijo que sí, que Atenea acababa de irse de su casa. La cubrió, aun sabiendo que ella le estaba mintiendo.
​Siento un nudo en la garganta. El padre de Atenea sabía que su hija estaba huyendo de algo, o de alguien, y prefirió mentirle a un monstruo para darle a ella unos minutos de paz.
​—Él no es tonto —repite Elías con firmeza—. Es un hombre de números. Y en su cabeza, las cuentas de Demian no cierran por ningún lado. Si Demian cree que lo tiene controlado con la historia del "viaje", se equivoca. El viejo está sumando uno más uno, y el resultado es sangre.
​Entramos al estudio. La atmósfera ha cambiado. Ya no solo buscamos a una mujer desaparecida; estamos tratando de evitar que una familia entera sea aniquilada por la verdad.
​—Mañana en esa ciudad.. —le digo a Elías —tenemos que encontrar algo real. Si el padre de Atenea decide confrontar a Demian con sus propios cálculos antes de que la tengamos a salvo, estamos muertos.




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