El oficial de policía golpeó el cristal de mi ventana con los nudillos, un sonido seco que me sacó violentamente de mi estupor. Bajo el ala de su impermeable, sus ojos reflejaban la sospecha habitual de quien vigila tierras olvidadas.
—¿Qué hacen aquí todavía? —preguntó, su voz apenas audible sobre el estruendo de la lluvia—. Les dije hace una hora que esto no es lugar para turistas.
—Estamos esperando a que la corriente baje, oficial —respondió Elías desde el asiento del copiloto, manteniendo una calma que yo no poseía—. Tenemos un familiar al otro lado del cruce. Nos preocupa su estado con esta tormenta.
El policía soltó una risa seca, carente de humor.
—Pues pueden ir buscando un punto en la ciudad principal. El agua no va a bajar hasta mañana por la tarde, si es que deja de llover. La gente del pueblo está asustada; no están acostumbrados a ver extraños estacionados tanto tiempo frente a sus tierras. Muévanse, ahora.
Cuando el coche patrulla se alejó, dejando sus luces rojas grabadas en mi retina, apreté el volante hasta que me dolieron las falanges.
—No me voy a ir, Elías —siseé, encendiendo el motor solo para poner la calefacción—. Ella está ahí. Puedo sentirlo. No puedo dejarla sola en esa oscuridad otra noche más.
—León, mírame —Elías me obligó a girar la cabeza—. Si nos quedamos, volverán y nos llevarán detenidos. Si eso pasa, la Tía Sara tendrá que dar explicaciones y Demian se enterará de que estamos aquí. Mi mente financiera me dice que estamos quemando capital innecesariamente. Volvamos, preparemos el equipo para el amanecer y regresaremos cuando el río nos deje pasar. Es lo más lógico.
El trayecto de regreso a la ciudad fue un descenso a los infiernos de mi memoria. El limpiaparabrisas marcaba un ritmo frenético, como un metrónomo contando los segundos que perdía lejos de ella. El silencio se volvió denso, hasta que Elías decidió romperlo con una pregunta que me atravesó como un rayo.
—¿Dónde estuviste estos tres años, León? —preguntó, mirando por la ventana hacia los edificios que empezaban a aparecer—. Desapareciste del mapa después de la graduación.
—En Berlín —respondí, y la palabra supo a ceniza—. Trabajando. Pintando en un sótano frío, tratando de convencerme de que el Azul Prusia era solo un pigmento y no el color de los ojos de una mujer que no pude salvar.
—¿Sabías cómo era su matrimonio? —insistió Elías. Su voz perdió el filo analítico por un momento—. ¿Tenías idea de lo que Demian le estaba haciendo?
—Valeria me mantuvo al tanto —confesé, sintiendo un nudo en la garganta—. Hablé con ella un par de veces. Me confesó que esa no era la Atenea que ella recordaba. Me dijo que la luz de su mirada se había apagado, que se movía por su casa como un fantasma en su propio castillo.
Recordé el día que Valeria me llamó para decirme que Atenea se había casado. Sentí que el mundo se abría bajo mis pies, un dolor tan agudo que me impidió pintar durante meses. Pero me obligué a sonreír frente al espejo; si ella era feliz, si ese hombre de mármol le daba la estabilidad que yo, un artista quebrado, no podía ofrecerle, entonces yo sería feliz por ella. Hasta que Valeria volvió a llamar. Hasta que mencionó los moretones ocultos bajo la seda, los silencios prolongados y el miedo en sus ojos.
—Me alegré por ella al principio —susurré, y las lágrimas que había contenido toda la noche empezaron a nublar mi vista—. Pensé que estaría a salvo. Pero cuando supe que la golpeaba... cuando supe que ese monstruo la estaba quebrando... quise quemar el mundo, Elías. Por eso volví.
Elías guardó silencio, procesando mi dolor con el suyo.
—Sasha no me agrada —soltó de repente, cambiando de tema para evitar que nos hundiéramos del todo—. Es un Zarájef. Lleva ese veneno en la sangre.
—Ahora no es momento de decidir si nos agrada o no —repliqué, secándome la cara con el dorso de la mano—. Sasha quiere ayudar. Se siente tan culpable como nosotros, y quizás su frivolidad sea la única máscara que nos permita acercarnos a Demian sin que sospeche. Todos le fallamos, Elías. Tú, yo, Sasha... incluso su padre. Mañana es nuestra única oportunidad de enmendarlo.
Llegamos a la ciudad cuando la primera luz gris del alba empezaba a filtrarse entre las nubes. El estudio se sentía frío y vacío, como una tumba de lienzos sin terminar. Me senté en mi caballete, tocando el pendiente en mi bolsillo. No sé qué versión de Atenea encontraré al otro lado del río, pero sé que no descansaré hasta que el Azul Prusia vuelva a brillar, lejos de las manos de quien intentó apagarlo para siempre.
Treinta días. Setecientas veinte horas desde que el río se llevó a mi Azul Prusia y nos escupió solo un diamante y un rastro de barro. El tiempo ya no corre; se arrastra sobre nosotros como un sudario húmedo.
La situación se ha vuelto insostenible. Demian, movido por una paranoia que raya en la clarividencia, no ha dejado a la Tía Sara ni a Sasha ni a sol ni a sombra. El patriarca de los Zarájef, el padre de Demian, se ha unido a esta vigilancia asfixiante, como si olieran la traición en el aire. Sasha se ha visto obligado a representar el papel de primo leal, mientras que Elías, al borde del colapso, sigue sosteniendo la mentira frente al padre de Atenea. Le dice que ella está de viaje, que está bien, pero veo cómo a Elías le pesa el alma cada vez que el maestro de cálculo le sonríe con esperanza. Elías ha tenido que volver a sus responsabilidades en la empresa, viviendo una doble vida que lo está consumiendo.
Hans, nuestra única ventaja táctica, fue convocado por el gobierno para una misión de urgencia. Nos hemos quedado solos en esta búsqueda ciega.
Yo me corté el cabello. Ahora me llega apenas a los hombros, como en los días de la universidad, cuando la vida era sencilla y Atenea era solo un sueño que aún no me dolía. Me miro al espejo y no me reconozco; mis ojos tienen ojeras profundas y mi piel ha perdido el color. He cruzado a la pequeña ciudad en cuanto el agua bajó, pero no he encontrado nada. Ni una pista, ni un susurro. He conseguido un trabajo como maestro de arte en una preparatoria local para justificar mi presencia allí, pero es una farsa. Mis manos, que antes creaban belleza, ahora solo señalan dibujos ajenos mientras mi mente está en los callejones, en las casas de adobe, en los rostros de cada mujer que pasa por la calle.
Casi no duermo. Las noches son para la caza. Salgo cuando el mundo se apaga, recorriendo cada rincón de esa ciudad pobre, preguntando en silencio a las sombras si la han visto.
—¿Otra vez vas a salir? —me preguntó Elías anoche, cuando pasó por el estudio a dejarme unos papeles. Su voz sonaba hueca.
—No puedo quedarme aquí, Elías —respondí, ajustándome el abrigo viejo que uso para pasar desapercibido—. Siento que si dejo de caminar, su corazón dejará de latir. Es como si mi movimiento fuera lo único que la mantiene con vida.
—León, ha pasado un mes —dijo él, y por un segundo temí que dijera lo que nadie se atreve a decir. Pero se detuvo—. El padre de Atenea me preguntó hoy por qué ella no le ha enviado fotos de su viaje. No sé cuánto tiempo más pueda sostener esta ecuación sin que el resultado sea desastroso. Si Demian se entera de que el sospecha...
—No dejes que se entere —le supliqué, agarrándolo por los hombros—. Si pierdo esa esperanza, me pierdo yo también.
Salí a la calle. La lluvia de hace un mes ha dejado un frío perpetuo en el ambiente. Camino por las calles de la ciudad pobre, donde el apellido Zarájef no significa nada, pero donde el silencio es una ley no escrita. El dolor es una punzada física en mi costado; es el vacío de su ausencia, la falta de su risa, la agonía de no saber si está siendo cuidada o si está pasando hambre.
Me detengo frente a una pared de ladrillos y, por un momento, cierro los ojos. Puedo oler su perfume, ese aroma a jazmín y libertad que me volvía loco. "Atenea", susurro al viento, usando ese nombre que es nuestro secreto, nuestra pequeña victoria sobre el monstruo.
Mañana volveré a la preparatoria. Volveré a fingir que me importa el arte de los demás, mientras mi propio mundo se ha quedado sin colores. Mañana volveré a buscarla en los rostros de las desconocidas, esperando que el Azul Prusia me devuelva la mirada desde algún rincón olvidado de este lugar. Porque si ella no vuelve, yo tampoco lo haré. Me quedaré aquí, convertido en una sombra más de este pueblo, esperando el amanecer que nos devuelva lo que el río nos robó.
Editado: 27.12.2025