Musa cautiva

43

El estudio se siente más pequeño de lo habitual. El olor a trementina y polvo se mezcla con el aroma del tabaco que Elías exhala mientras entra por la puerta, con los ojos inyectados en sangre por las noches de insomnio y la doble jornada en la empresa. Es sábado, el único día que la Tía Sara y Sasha han podido burlar la vigilancia asfixiante de Demian y su padre.
Me paso la mano por el cabello corto, ese que me recuerda a mis años de estudiante, y los miro con una mezcla de esperanza y resentimiento. Un mes. Ha pasado un maldito mes.
—¿Están seguros de que no sospechan? —pregunto, rompiendo el silencio. Mi voz suena áspera, desacostumbrada a hablar más de lo necesario desde que empecé mi farsa en la preparatoria—. Demian no es tonto, y su padre mucho menos.
La Tía Sara se quita los guantes de seda con una elegancia que parece insultante en medio de mi caos. Su rostro es una máscara de hierro.
—Mi hermano está aquí por negocios, León —responde ella con frialdad—. Sabe perfectamente que Demian es un imbécil para los negocios, un animal impulsivo que solo sabe destruir. No confía en él, solo lo vigila para que no hunda el patrimonio familiar.
Elías suelta una bocanada de humo gris y suelta una risa amarga que termina en tos.
—Si es tan imbécil, ¿por qué demonios lo dejó dirigiendo su empresa principal? —espeta Elías, apoyándose contra mi caballete vacío—. ¿Por qué darle tanto poder a un psicópata?
—Porque es su único hijo varón —replica la Tía Sara, fulminándolo con la mirada—. En el mundo de mi hermano, la sangre y el género pesan más que la inteligencia. Su hija mayor se casó con un hombre lo suficientemente rico como para no tener que trabajar jamás; Demian es todo lo que tiene para perpetuar el apellido, aunque sea a base de golpes y miedo.
El silencio que sigue es denso como el óleo. Sasha permanece en una esquina, inusualmente callado, mirando sus manos. El peso de llevar ese mismo apellido parece estar aplastándolo por fin.
—Basta de política familiar —sentencio, sintiendo cómo la urgencia me quema las entrañas—. Mañana es nuestra oportunidad. ¿Qué tenemos?
—Mañana a las cuatro de la tarde nos veremos aquí —dice la Tía Sara, retomando el mando—. Vamos a ir a esa ciudad, pero esta vez no habrá errores. Hans ha enviado coordenadas de las zonas que aún no hemos peinado. Necesito que se alisten. Usen ropa vieja, algo que no llame la atención. Nada de relojes caros, nada de perfumes, nada que grite "dinero". Vamos a ser sombras entre las sombras.
Miro por la ventana hacia el horizonte gris. El dolor de no saber dónde está Atenea es una herida que se abre cada vez que respiro. Me imagino a mi Azul Prusia en ese pueblo, quizás mirando el mismo cielo, esperando que el hombre que juró protegerla cumpla su promesa. Un mes de buscar su rostro en cada callejón, de soñar con su voz llamándome "León" en la oscuridad.
—A las cuatro —repito, más para mí mismo que para ellos—. Mañana la encontraremos. O juro que no regresaré de ese lugar.
Sara asiente y sale del estudio seguida por Sasha. Elías se queda un momento más, apaga su cigarrillo en un frasco viejo y me pone una mano en el hombro. No dice nada; no hace falta. Los dos sabemos que si fallamos mañana, el padre de Atenea será el siguiente en la lista de bajas de Demian, y nosotros nos hundiremos en el mismo río que intentamos desafiar.
Cierro la puerta con llave y me siento frente al lienzo en blanco. Mañana el Azul Prusia dejará de ser una mancha en mi memoria para volver a ser la mujer que amo. O eso es lo que necesito creer para no volverme loco antes de que den las cuatro.

El estacionamiento del estudio está sumido en una penumbra grisácea, interrumpida solo por el goteo constante de una tubería vieja. El aire huele a asfalto mojado y a ese frío metálico que precede a las tormentas. Yo espero junto a mi coche, con las manos hundidas en los bolsillos de mi chaqueta desgastada. Llevo la ropa que uso habitualmente en la preparatoria; para mis alumnos soy solo el profesor de arte algo huraño y cansado, una fachada que me ha permitido moverme por la zona sin levantar sospechas durante este agónico mes.
Elías llega primero. Camina con paso rápido, enfundado en un abrigo oscuro y funcional, con el rostro marcado por la tensión de quien lleva semanas mintiéndole a un padre desesperado. Pero la calma se rompe cuando el deportivo de Sasha —que hoy suena inusualmente discreto— se detiene y él baja del vehículo.
Elías se queda paralizado, mirando a Sasha de arriba abajo como si estuviera viendo una alucinación de mal gusto.
—¿Qué demonios traes puesto? —suelta Elías, sin poder ocultar el asco en su voz—. Parece que saliste de un basurero
Sasha se mira a sí mismo con una sonrisa que roza lo infantil. Lleva unos pantalones rotos de forma poco natural, una sudadera tres tallas más grande con manchas de pintura seca y un rastro de barro que parece aplicado con brocha.
—Mi tía dijo que usáramos ropa vieja para el plan de hoy —responde Sasha, encogiéndose de hombros con una mezcla de orgullo y picardía—. ¿No parezco un lugareño más?
Elías se lleva las manos a la cabeza, frotándose las sienes como si intentara evitar que su cerebro explotara.
—La señora Sara se refería a ropa que no llame la atención para pasar desapercibidos, idiota... —sisea Elías, dando un paso hacia él—. Eres un... ¿En serio? ¿Esa mujer es tu tía? Lo estoy empezando a dudar. Eres un estúpido de dimensiones épicas. Lo que llevas puesto es ofensivo para esa gente. Crees que la pobreza es un disfraz de Halloween, maldito imbécil.
Sasha suelta una risa, ignorando por completo la gravedad en el tono de Elías.
—Bueno, al menos no soy aburrido como tú, señor "soy un matemático serio" —replica Sasha, acomodándose la sudadera—. Si vamos a una ciudad pobre, tengo que verme como alguien que no tiene un centavo, ¿no?
—Basta —intervengo, dando un paso adelante. Mi voz suena muerta, vacía de cualquier rastro de humor—. No me importa qué traigan puesto mientras no arruinen la búsqueda. Llevamos un mes, Sasha. Un mes en el que cada noche me pregunto si Atenea tiene algo que comer o si el frío ya le ganó la partida. No estamos en una obra de teatro.
El silencio cae sobre el estacionamiento, pesado y frío. Sasha borra su sonrisa y Elías baja las manos, aunque sigue mirando a su rival con desprecio. El dolor que siento es una llama fría que me consume por dentro; verlos pelear por trivialidades mientras mi Azul Prusia está desaparecida me produce una náusea física.
—La señora Sara viene en camino —digo, mirando hacia la entrada del estacionamiento—. Suban al coche. Vamos a entrar en esa ciudad y esta vez no regresaremos con las manos vacías. Si alguno de ustedes hace una estupidez que nos delate ante Demian, yo mismo me encargaré de que no vuelvan a ver la luz del sol.
Subo al asiento del conductor y cierro la puerta. En el espejo retrovisor, veo mis propios ojos: están hundidos, rodeados de sombras. Un mes de búsqueda nocturna, de enseñar arte con el alma rota, de sentir que el mundo es un lienzo gris sin ella. El pendiente de diamante en mi bolsillo parece latir contra mi pierna.
"Resiste un poco más", pienso, mientras el motor del coche cobra vida. "Hoy el río no nos detendrá. Hoy las mentiras de Demian se van a quemar en el mismo fuego que nos trajo hasta aquí".




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