Musa cautiva

44

El mundo ha empezado a vibrar de una forma extraña. Las luces tenues del pueblo, que antes eran puntos fijos de esperanza, ahora se estiran y se retuercen como pinceladas de Van Gogh sobre un lienzo negro. El barro bajo mis pies ya no se siente como lodo; se siente como el agua del río, fría y profunda, succionándome de nuevo hacia aquel puente.
—¿La oyen? —susurro, deteniéndome en seco en mitad de la calle desierta. Elías y Sasha se detienen conmigo, sus rostros son manchas borrosas bajo la lluvia—. Está cantando. Es esa melodía que tarareaba cuando creía que nadie la escuchaba...
—León, no hay nadie cantando —dice Elías, y su voz suena como si viniera desde el fondo de una cueva—. Es el viento contra los cables de luz. Estás ardiendo en fiebre, hombre.
—No, miren... —señalo una sombra contra una pared de piedra—. Ahí está el Azul Prusia. Se está escapando por la esquina. ¡Atenea! ¡Espera!
Intento correr, pero mis piernas son de plomo. Tropiezo y el impacto contra el suelo húmedo no me duele; solo me desespera. Veo su vestido de seda flotando entre la niebla, veo su mano extendiéndose hacia mí, pero cuando intento alcanzarla, mis dedos solo atrapan aire frío y gotas de lluvia. El dolor de no poder tocarla, de verla desvanecerse una y otra vez en mi mente, es una agonía que me quema más que la fiebre.
—¡Maldita sea, León! Reacciona —Sasha me agarra por los hombros, y por primera vez su voz no tiene rastro de ironía, solo un miedo genuino—. No hay nadie ahí. Estás delirando.
—¡Déjenme! Está herida... tiene frío... —balbuceo, mientras las lágrimas calientes me queman las mejillas—. Le prometí que la encontraría. Si no voy ahora, Demian la borrará... la va a convertir en mármol blanco...
Elías se acerca y, con una firmeza que no admite réplica, mete la mano en el bolsillo de mi chaqueta. Forcejeo débilmente, pero mi cuerpo ya no me obedece. Siento cómo saca el manojo de llaves.
—Dame eso, León —dice Elías, localizando la llave del pequeño departamento que alquilo en este pueblo para mis guardias nocturnas—. No puedes seguir así. Vas a llamar la atención de todo el barrio y la policía volverá. Sasha, ayúdame a cargarlo. Está ardiendo.
—¡No! ¡Tengo que buscarla! —grito, pero mi grito sale como un gemido ahogado.
Me cargan entre los dos. Siento el brazo de Elías rodeando mi cintura y a Sasha sosteniéndome del otro lado. Es una ironía cruel: los tres hombres que se detestan, unidos físicamente para sostener los restos del que más la amó. Subimos unas escaleras crujientes. El olor a humedad y a soledad de mi refugio temporal me envuelve.
Escucho el tintineo de las llaves, el giro de la cerradura y luego la bendición de un colchón viejo. Elías me quita las botas empapadas mientras Sasha busca alguna manta seca en el armario vacío.
—Quédate aquí, León —susurra Elías, y por un momento su tono analítico desaparece, dejando ver una compasión humana que me sorprende—. No puedes encontrarla si no sabes quién eres tú mismo ahora. El Azul Prusia no se va a ir a ninguna parte esta noche. El río ya se detuvo.
Cierro los ojos, pero las alucinaciones no se detienen. En la oscuridad de mi cuarto alquilado, veo el pendiente de diamante brillando en la mesa de noche como un ojo que me vigila. El dolor de su ausencia se transforma en un sueño pesado y turbio donde el río y sus besos son la misma cosa. Afuera, Elías y Sasha se quedan en silencio, custodiando la puerta de mi cordura, mientras yo me hundo en la negrura, rogándole a cualquier dios que me permita verla, aunque sea en este delirio, una última vez.

Abrí los ojos y el techo agrietado del departamento fue lo primero que vi. Por un segundo, el silencio me engañó, haciéndome creer que todo había sido un mal sueño, que Atenea estaba a mi lado y que el aroma a café que flotaba en el aire era el preludio de una mañana cualquiera. Pero el dolor en mis articulaciones y el frío que emanaba de las paredes de adobe me devolvieron a la realidad de un golpe.
Me incorporé con esfuerzo. Mi cabeza latía al ritmo de un tambor de guerra. Elías estaba sentado en una silla de madera vieja, con una taza entre las manos y la mirada perdida en el mapa que había desplegado sobre la mesa. Sasha dormitaba en un rincón, envuelto en una manta que parecía haber visto tiempos mejores, todavía con su ridícula sudadera manchada de barro.
—Despertaste —dijo Elías sin mirarme. Su voz era plana, cargada de una fatiga que los números no podían ocultar.
—Estoy bien —mentí, intentando ponerme de pie. El suelo se inclinó peligrosamente y tuve que apoyarme en la pared para no caer—. Tenemos que salir. Perdimos toda la noche.
Sasha se sobresaltó y se frotó los ojos, mirándome con una mezcla de lástima y alivio que me resultó insoportable.
—León, pareces un fantasma que ha sido atropellado por un tren —comentó Sasha, perdiendo por primera vez sus ganas de bromear—. Anoche estabas gritándole a las paredes.
—Fue la fiebre. Ya pasó —repliqué, buscando mis botas con desesperación—. No puedo quedarme aquí encerrado mientras ella...
—Así no vas a salir a ningún lado, León —intervino Elías, poniéndose de pie y bloqueando el camino hacia la puerta. Su tono era el de un muro de piedra—. Mírate. Tus manos tiemblan. Si sales así, te vas a desmayar en la primera esquina y lo único que lograremos será que la policía nos deporte a la ciudad o, peor aún, que los informantes de Demian vean a un loco buscando a una mujer que oficialmente está "de viaje".
—¡No entiendes! —le grité, y el esfuerzo me provocó una punzada de dolor detrás de los ojos—. Cada segundo es una eternidad. Siento que se me escapa, Elías. Siento que el Azul Prusia se está volviendo gris.
—Lo que no entiendes es que si te colapsas en la calle, se acabó —sentenció Elías, cruzándose de brazos—. Sasha y yo hemos estado hablando. No vamos a dejar que te mates por un impulso suicida. Te vas a tomar este caldo que trajo la vecina, vas a recuperar algo de color y luego, solo luego, trazaremos un plan real.
Me desplomé de nuevo en la cama, derrotado por mi propia fragilidad. El dolor de no poder moverme era más agudo que la fiebre. Miré el pendiente de diamante sobre la mesa de noche; brillaba con una luz fría, recordándome que yo era el único vínculo que ella tenía con la verdad.
—Un mes —susurré, enterrando la cara en las manos—. Un mes de buscarla en cada rostro, en cada sombra... y cuando por fin estoy en el lugar correcto, mi cuerpo me traiciona.
—No te traiciona —dijo Sasha, acercándose y dejando una mano vacilante en mi hombro—. Te está pidiendo que resistas para cuando la encuentres. Porque cuando la veas, León, vas a necesitar todas tus fuerzas para no dejar que nadie vuelva a tocarla.
El silencio volvió a reinar en la pequeña habitación, pero esta vez no era un silencio de odio, sino de una tregua amarga. Sabía que tenían razón, y esa era la parte que más me dolía. Estaba atrapado en mi propio refugio, a pocos metros de la mujer que amaba, esperando que mi sangre dejara de arder para poder, por fin, traerla de vuelta a la luz.




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