Muthaes Ii. La nueva tierra

Negociaciones

Habían pasado pocos días desde que los viajeros habían regresado de Ío, deprimidos y desolados por haber fallado en su empresa.

Unos días después, el senado inició una sesión para decidir qué debían hacer ahora que Trump ya no tenía forma de chantajearlos, pero la reunión ni siquiera comenzaba cuando fueron interrumpidos. Karsten llegaba junto con Jerónimo, quien estaba maltrecho, cansado y muriendo de hambre y frío.

―¿Qué significa esto? ―gruñó Romanoff.

―Gates… Gates ―Jerónimo apenas podía hablar. Tragó saliva con dificultad―. Perdonen, llevo cinco días caminando, una bestia me quitó mis provisiones, ―su rostro se descompuso―¡por favor!, ¡denme algo de comer!

Romanoff ordenó que le llevaran comida y una bebida caliente. Lo acercaron a una chimenea y, llorando y tiritando de frío, Jerónimo les contaba sobre el destino de Mayab. Todos miraron a Gamez, con gestos sombríos.

―Mi instinto no pudo ver esa terrible decisión ―Gamez sonaba preocupado―. Creo que Gates ya no planea nada, solamente toma las decisiones conforme van apareciendo las oportunidades.

―No puedo creerlo… ―Romanoff estaba tan confundido que su voz se escuchaba apagada―… todo este tiempo nos cuidamos más de Trump, y resulta que ayudamos a Gates a alcanzar su objetivo. ―El gesto de Romanoff pasó de la confusión a la ira. Dio un golpe con el puño hacia un escritorio―. ¡Maldito sicópata! Ahora debe pretender que le demos el perdón. ¡No hay castigo suficiente para este genocidio!

―¡Merece la muerte! ―Joe habló con los dientes apretados―. Por favor, díganme que ya no tiene redención y lo acabaré con mis propias manos.

―Aunque le demos muerte, él ya se salió con la suya. ―Nayelli señaló a Jerónimo―. Este pobre anciano es lo último que queda de la raza humana, con vida ya sólo hay mutantes … la raza humana como la conoció esta tierra ha quedado extinta.

―¿An…ciano? ―Jerónimo dejó incluso de tiritar al escuchar esa palabra.

―Están olvidando algo ―dijo Dalia―, estamos hablando de Donald Gates, un hombre que no se rinde ante nada. No creo que para él sea tan fácil como pedir indulgencia, si se ha molestado en enviar a este pobre diablo a sufrir de las inclemencias del tiempo para encontrarnos, es que quiere algo más.

―Me pidió que les diera esto ―Jerónimo entregó la memoria digital, la cual llevaron de inmediato a analizar al laboratorio de cómputo. Cuando se aseguraron de que no había peligro, abrieron el único archivo en ella. Una pantalla se abrió y Gates se vio en ella, sonriendo chocantemente.

―¿Al fin entregaron mi paquete? Por un momento dudé si hice bien en confiar esta misión a un inútil como el hijo de Emilio, pero veo que lo logró.

―¡Lo que has hecho no tiene nombre, Donald! ―gruñó Romanoff.

―Está loco si cree que permitiremos que se salga con la suya ―gruñó Nayelli.

―Oh, pero ya me salí con la mía. Todos esos despreciables humanos han muerto. Es la ley de la vida, los seres más evolucionados sobreviven, mientras que el resto queda condenado a la extinción.

―¿Qué es lo que quieres ahora, Donald? ―preguntó Dalia―. Conociéndote, sé que esto no es para pedir indulgencia.

―¿Indulgencia? ―Gates rio―. Quizá ahora no lo entiendan, pero cuando lo analicen me lo agradecerán.

―¿Agradecer qué? ―Sarik se abrió paso entre la gente―, ¿agradecer que mis abuelos murieran asfixiados en Ío?

―Son daños colaterales, pero lo que tengo que decir no lo discutiré más que con Romanoff y Joe.

―Estás solo, Donald ―dijo Romanoff―, y dudo mucho que tengas algo con qué amenazarnos.

―Claro que tengo con qué amenazarlos, querido amigo ―en ese momento, Gates cambió la señal, ahora en la pantalla se mostraba un búnker lleno de ciborgs uniformados, limpiando sus armas. La imagen regresó hacia Gates―. Sé que no habría podido meter a su ciudad ningún dispositivo de rastreo, pero ese humano demostró no ser del todo inútil al confirmarme que ustedes se encuentran en algún paraje de la antigua China. ¿Cuántos son en su ciudad?, ¿Cien a lo mucho? Mi ejército es ahora de ciento cincuenta ciborgs, todos ellos programados para obedecer y con un conjunto de habilidades que nadie posee más que Jason.

―¿Qué es lo que quieres, Donald? ―preguntó Romanoff, enérgico.

―Lo que quiero, sólo hablaré contigo y con Jason.

―Si va a hablar con Joe, yo también me quedaré ―gruñó Nayelli.

―Está bien ―Gates hizo un gesto de indiferencia―. Hagan al resto salir de esa sala.

Romanoff asintió y todos salieron del laboratorio. Mientras salía, Fernanda miró a Jerónimo. Sin las continuas reparaciones celulares de Antoine, su rostro estaba casi irreconocible, tantos años de parrandas, mujeres y alcohol y sin la ayuda de Antoine, Jerónimo se veía aún mayor de sus más de sesenta años.

―Muévete ―dijo Fernanda sin rastro de pena―comerás en otro lado.

―¡Fernanda! ―Jerónimo se fue hacia ella y se aferró a su brazo―. Dime, Fernanda… ¿tú crees que me veo viejo…?

―Sí ―Fernanda respondió empujándolo―, y mucho. Ahora camina.

―Pero… yo siempre he aparentado menos edad de la que…




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